Marcelo Figueras
No puedo menos que sentir tristeza ante el conflicto que estalló entre la Argentina y Uruguay a causa de unas plantas de producción de papel. Quizás porque la disputa gira en torno de esa materia delicada que tanto amamos: el papel, soporte de obras imperecederas y un arma invaluable para aquellos que apostamos a la razón y la concordia que aquí, al menos hasta ahora, han brillado por su ausencia.
Ninguno de los dos gobiernos está en condiciones de arrojar la primera piedra: Uruguay no informó a tiempo de las características del emprendimiento y de su posible impacto ambiental, y Argentina reaccionó demasiado tarde en defensa de su gente. Hoy las plantas se están construyendo, mientras las protestas del lado argentino se multiplican. El gobierno uruguayo no puede pagar el precio político que le significaría detener esas construcciones, y el gobierno argentino no puede pagar el precio político que se le facturaría, con justicia, si ilegalizase las protestas y encarcelase gente.
En el origen del conflicto están las empresas que jugaron el juego de toda empresa capitalista: pensar de manera excluyente en su propio beneficio. Del lado institucional, dos gobiernos de origen democrático y parecido sesgo ideológico se ven enfrentados a causa de las demandas de su pueblo y de la torpeza con que se condujeron oportunamente. Y en medio, como suele ocurrir, está la gente. Aquellos uruguayos que defienden la apertura de nuevas fuentes de trabajo. (En estos parajes del sur la necesidad es tan grande, que la gente saldría a defender su derecho a trabajar en una planta nuclear como la de Springfield con tal de llegar al nivel de vida de Homero Simpson.) Y también están aquellos argentinos que defienden su bienestar y sus fuentes de ingresos: ¿cuánto turismo acudirá a Guayeguaychú si ocurre lo que los ambientalistas temen y el aire empieza a oler a muerte?
La frase es más que apropiada aquí: ojalá que la sangre no llegue al río. Y que los presidentes de nuestros países impongan la cordura que nunca debió de haber faltado en las negociaciones. Mi deseo es que no olviden que el mandato que se les confirió en las urnas los obliga a buscar el bienestar de sus pueblos, pero no a cualquier precio. Nos ha costado demasiado tiempo, con demasiado esfuerzo, y al precio de demasiada sangre, que América Latina volviese a estar de pie. No podemos darnos el lujo de malograr esta oportunidad, ni por el precio de una ni de cien fábricas.
Mientras tanto, la gente que peregrina este año para participar del carnaval de Gualeguaychú lo hace con el ánimo oscuro de quien se pregunta si será la última vez.