Marcelo Figueras
Imagino que ningún escritor contemporáneo debe haber leído todos los libros que figuran en el Canon de Bloom, salvo, según sería lógico presumir, el mismo Harold Bloom. Yo, sin ir más lejos, estoy muy lejos de tener la tarea al día: jamás leí a von Kleist, a d’Aubigné, a Persio ni a Charles Olson, y es probable que nunca los lea. Por supuesto, algunos de mis pecados son más flagrantes: no he leído a Proust, ni a Robbe-Grillet, y nada de Henry James que no sea The Turn of the Screw (que, dicho sea de paso, no figura como tal en el Canon, aunque presumo que Bloom la mete dentro del volumen de Novelas cortas y relatos), porque me inspiran la sospecha de que son la clase de autores que prefiere leer -y escribir- a vivir, y eso los coloca en un bando distante del mío. Por cierto, tampoco he leído a muchos de los autores que vivían vidas intensas y después escribían: Hart Crane, Primo Levi, Paul Bowles, pero sé que es probable que me encuentre con ellos en algún punto del camino.
También leí infinidad de cosas que no merecen formar parte de ningún canon, y otras tantas que sólo figuran en el mío, compartidas, quizás, con algunos locos de la misma calaña. En mi canon personal ocupan sitiales distinguidos Emilio Salgari, Raymond Chandler y Rodolfo Walsh, Mafalda, las colecciones completas de Peanuts y de Calvin & Hobbes, The Dark Knight Returns de Frank Miller, buena parte de la obra del guionista Alan Moore (Watchmen, From Hell y V for Vendetta, por lo menos), El señor de los anillos, la historieta de Milton Canniff Terry & the Pirates, los libros del príncipe Valiente, El paciente inglés (la película me gusta, pero la novela me fascina), El mundo según Garp y Las reglas de la casa de la sidra de John Irving, The Once and Future King de T. H. White (de donde Walt Disney sacó La espada en la piedra) y algunos otros que también me llevaría a mi isla hipotética, aunque ahora no vengan a mi memoria de buenas a primeras.
De tanto en tanto le agradezco a Dickens que haya escrito tantas novelas, porque siempre me quedará alguna por descubrir. Esa es la ventaja del canon personal por encima del académico. El canon académico es un club cerrado, en el que sólo que aceptan nuevos miembros con cuentagotas y después de exhaustivos análisis. El canon personal, en cambio, es abierto, dinámico; su esencia misma es el cambio porque su único criterio rector es el del placer, que siempre está en busca de sensaciones e iluminaciones nuevas.
En este mundo inestable y volcánico, me tranquiliza saber que existen tantos libros maravillosos que aún no he leído. A eso le llamo futuro promisorio.