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Una muestra

Mal, mal día frente a la sierra de Ávila, en Caracas. En un viaje puede pasar de todo. Mal tiempo, malos encuentros, hasta desencuentros, puede pasar de todo menos enfrentarse con la imagen falsificada de tu propio país. Es lo que encontré en un ejemplar de Número, revista literaria colombiana que llegó a mis manos por pura casualidad. ¿Por qué este ejemplar?, ¿Por qué frente a la sierra de Ávila? ¿No se puede respetar a la naturaleza? El último número de Número me habría salido mejor que aquel número 46, con fecha: septiembre, octubre, noviembre del 2005, aunque...

Aunque empecé mi lectura por un ensayo sobre Giacomo Casanova escrito por un músico venezolano: Paul Desenne. Una notita dice que Desenne tiene una “agrupación de creación colectiva” que se llama Alzheimer. La utilizo para hacer un CD en forma de “comentario sobre la demencia senil de la cultura”. Me gusta este Desenne y me gusta lo que dice de Casanova, autor que nunca fue senil, incluido el otoño en que se dedicó a revisar sus memorias. Además, Desenne sabe que se necesita tener más valor para el libertinaje que para la guerra, y expresa muy bien lo que permitió las grandes hazañas de Casanova: “... el coraje de dejar florecer su deseo, por más terrible que sea...”.

Mañana saldré a comprar los CD de Desenne, pero por el momento sigo con Número y llego a la “separata especial” de la revista, una “edición bilingüe de autores franceses contemporáneos”. Es fácil saber de dónde viene. Un Sr. Philippe Valeri, consejero de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Colombia reconoce en una introducción que puso, no voy a decir su mano, más bien su pata para establecer una muestra de autores de “la literatura francesa contemporánea”.

Viajando, estoy dispuesto a aceptar todo: en el hotel cinco estrellas no se puede beber el agua del grifo, no me importa; necesité casi tres horas para ir desde el aeropuerto hasta Caracas, lo aguanté; todas las cadenas de televisión de Venezuela funcionan la mitad del tiempo “en cadena” mostrando el mismo Chávez que reparte diplomas y dinero a las mismas personas vestidas de rojo, está bien, la construcción del “socialismo del siglo XXI” es asunto de los venezolanos; pero cuando una persona cuyo sueldo se paga con mis impuestos presenta como literatura francesa contemporánea a Linda Lë, Amélie Nothomb, François Barre, Alain Robbe Grillet, Charles Juliet, Laurent Gaude, Gérard-Georges Lemaire, Colette Lambrichs y Rachid O, me parece que entramos en una zona donde la ley debería permitir el uso ciego de la violencia en nombre de la defensa de la civilización. Pago impuestos para que un funcionario presente la novela Les gommes de Alain Robbe-Grillet (año de publicación: 1953) como literatura francesa contemporánea. Soy un ingenuo: pensaba que los funcionarios franceses tenían órdenes de desmentir la existencia del “nouveau roman” frente a cualquier pregunta de un estudiante que por mera casualidad se dedicara al estudio de la literatura francesa.

A los que se preguntan a dónde voy, solo quiero decir que vemos, en la propuesta reaccionaria de un funcionario francés que sirve una novela de medio siglo como pollo nuevo, el síntoma de la decadencia total de una literatura incapaz de asumir la pérdida de su esplendor. A los venezolanos (hoy, pero argentinos ayer, chilenos o colombianos mañana) que me preguntan, con sumo cariño, lo que pasa con los autores franceses solo puedo responder la verdad: no pasa nada. Lo mejor que ocurre en Francia, en estos días, es el descubrimiento de un manuscrito inédito de Alexandre Dumas: Le chevalier de St Hermine (Editorial Phebus). Así se tiene la serie completa de las tres novelas históricas sobre la Revolución. Claro que este paquete no compite con Los tres mosqueteros, Veinte años después y El Vizconde de Bragelonne que quedan como la cumbre del arte de Dumas. Pero Francia, la verdadera Francia, el país de la maldad escondida, de las luchas de poder y de un idioma incipiente y sublime es la Francia de Luis XIII.

De la misma manera que se resucita a Dumas, se saluda con emoción el descubrimiento de papeles inauditos de Gustave Flaubert: Vie et travaux du R.P. Cruchard et autres inédits (Editorial universités de Rouen et du Havre). Cuidado: son papeles que no constituyen un libro como tal. Y como se puede suponer, el mejor artículo sobre esta cosa flaubertiana es del inglés Julian Barnes en el diario The Times.

Hablar de los maestros del deslumbrante siglo XIX francés es otra manera de decir que seguimos viviendo una decadencia. Desde la segunda guerra mundial, desde el “nouveau roman” de Robbe Grillet que tanto hizo para matar el arte de la novela, hubo muy poco, poquísimo. Solo unos autores aislados en una corte de payasos. En lugar de analizar en Número aquella extraña muestra de autores que escriben en francés más que autores franceses -tiene razón Sr. Valeri, ya no se encuentra una dosis suficiente de talento en Francia- más bien vale la pena leer en línea un texto muy cómico de un joven francés: Histoire saisissante de la litterature française d’après-guerre (Historia para asombrarse de la literatura francesa después de la segunda guerra mundial). No sé nada de su autor, Eric Pessan, pero es un buen mozo. Tiene mala leche para todos. Se burla de todos los que publicaron en el último medio siglo. Su texto es para reír, pero habla de la soledad definitiva de las últimas generaciones. No tienen a ningún maestro desde hace ya medio siglo. No se puede crecer sin matar a los padres.

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17 de febrero de 2006
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Una tragedia americana

Escribiendo sobre Capote para una revista argentina se me ocurrió que, en un panorama lleno de películas de contenido político (Munich, Syriana, Crash, Good Night, and Good Luck, entre las que rondan el Oscar; The Road to Guantánamo, entre las que deslumbran en el Festival de Berlín), la que tenía el mensaje más significativo en estos tiempos era, aunque parezca sorprendente, nada más y nada menos que Capote. Está claro que las otras lidian con esos problemas gravísimos que nunca se ausentan de las primeras planas, desde el conflicto árabe-palestino y la guerra por la posesión de los recursos petroleros hasta la flagrante limitación de los derechos individuales. Capote se limita a contar un episodio en la vida de un autor a quien la política y los problemas del mundo parecían importarle poco. Y sin embargo resuena con ecos que exceden el mundo literario y la era precisa de la anécdota, para echar luz sobre uno de los males más propios de este tiempo. Capote cuenta seis años en la vida del escritor, desde que se le ocurrió que un cuádruple asesinato en el pueblito de Holcomb, Texas, podía ser un buen tema sobre el que escribir, hasta el momento en que el libro resultante -A sangre fría- lo consagra como el más grande escritor norteamericano vivo. Esa es la piel del relato, los hechos exteriores de los que da cuenta. Al mismo tiempo Capote narra la forma en que el escritor manipula a los protagonistas del hecho policial, los asesinos Perry Smith y Richard Hickock, para su propio beneficio. Capote está convencido de que el libro que escribirá, narrando hechos verdaderos con procedimientos literarios, lo catapultará a la gloria. En esto no se equivoca. Lo que no ha medido bien es la diferencia que existe entre manipular personajes de ficción y manipular seres de carne y hueso. Uno puede determinar que sus personajes imaginarios hagan lo que a uno se le ocurra, por disparatado que parezca: eso es la ficción. Para lograr un efecto similar con hombres de verdad el trabajo es muy distinto; puede significar la necesidad de seducir, de presionar, de engañar al otro; y hasta de digitar hechos externos, como hace Capote cuando se niega a conseguir nuevos abogados para Smith y Hickock. El único precio que uno paga por manipular a sus personajes de ficción es una mejor o una peor novela. El precio que uno paga al disponer sobre la vida de otro hombre es, por cierto, tan alto como inestimable. Lo que Capote hace en el film no se diferencia mucho de lo que hacen a diario gran cantidad de estadistas. Creen que manipular la realidad nacional y mundial es tan simple como manipular una campaña, o una votación. En consecuencia se lanzan a hacerlo sin poseer real medida de las repercusiones; lo que ha resultado de invadir Irak, por ejemplo. Y así como Capote comprende que desea la muerte de Smith y de Hickock para obtener el final perfecto para su libro, muchos de estos líderes no dudan en matar a cuantos sean necesarios con tal de salvar su propio negocio. La vida ajena no vale nada para ellos: es una moneda más entre las que comercian a diario en su beneficio. Capote es realista en la forma en que asume que esta gente suele triunfar en sus cometidos. El escritor se consagra. El Presidente obtiene su reelección. Pero también es impiadosa al mostrar el precio que se paga por ello, un precio para nada menor que la ganga fáustica. Después del éxito de A sangre fría, Capote devino en una caricatura de sí mismo. Jamás volvió a terminar un libro. Aquellos a quienes creía sus amigos le dieron la espalda cuando sospecharon que pensaba someterlos al mismo tratamiento vampírico que usó con Smith y Hickock. Terminó suicidándose con barbitúricos, al igual que su madre, al igual que la Marilyn a la que también había retratado a sangre fría; no volvió a ser original ni siquiera en la muerte. Nadie puede adivinar aún el destino de gente como George W. Bush, pero Capote nos permite imaginarlo. No digo que películas como Munich o Syriana carezcan de mérito. Digo que Capote me parece un retrato más profundo sobre la América de estos tiempos.

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17 de febrero de 2006
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Artesanía del Arte

Pongo dos vasitos de personalidad arcaizante un punto histérica, una cucharada de paisaje tempestuoso en el Peloponeso, un pellizco de canción folklórica balcánica y media libra de monólogo atormentado. Lo dejo hervir tres horas. Capa de barniz y a la calle. Novelón romántico. Me admira el talento de los escritores para aprovechar fondos de despensa, eso que los vascos llaman “ropa vieja”. Valle Inclán escribía cuentos, los vendía a los periódicos, y años más tarde aparecían como escenas sustantivas de alguna novela magistral. Es imposible señalar las junturas, las cicatrices, las suturas. Parece todo tan coherente... Eso sí que es cirugía estética. El uso de reservas o restos de nevera, produjo una estupenda confusión en Los Demonios de Dostoievsky. Uno de los protagonistas aparece a veces con el título de príncipe y otras con el de conde. Lo cierto es que eran dos caracteres distintos para dos narraciones distintas. Un buen día Dostoievsky decidió juntar ambas novelas porque el editor le exigía una más gorda, y se olvidó de unificar el tratamiento. ¡Pero el personaje es de una pieza, sólido, indestructible! ¡Sólo tiene un alma, un destino, un carácter! Es tan asombroso... Flaubert usó una y otra vez sus escritos juveniles inéditos para arreglar, rellenar, aderezar o embellecer las grandes novelas de madurez. Hay frases copiadas palabra a palabra en dos contextos asombrosamente distintos. Una damisela del primer esbozo de La educación sentimental (1845), Lucinde, se convierte veinte años más tarde nada menos que en Salammbô. ¡Una sacerdotisa mesopotámica! Faulkner, Scott, Hemingway, todos los americanos vendieron cuentos que luego serían fragmentos centrales de sus mejores novelas. Nadie podría distinguir dónde se produjo la fusión, dónde se insertó el fragmento, de no ser con la ayuda de los investigadores. Son como las grandes cocineras. Con un resto de pollo, medio potaje de garbanzos, cinco calabacines hervidos y un huevo duro, hacen un zarangollo de secano o un boeuf strogonoff. Puro milagro.

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17 de febrero de 2006
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El futuro fue ayer

Acabo de terminar Ubik, una novela del autor de culto de ciencia ficción Philip K. Dick. Quizá crees que no sabes quién es Dick, pero si has visto películas como Blade Runner y Minority Report, sí lo sabes. Philip K. Dick es la mente retorcida detrás de esas historias futuristas que llevan al límite nuestras nociones sobre la humanidad, la libertad, la memoria o el tiempo. Ahora bien, leído en el año 2006, el futuro según Dick está un poco pasado. En el mundo ultramoderno que nos pinta su novela, publicada en 1969, la televisión se activa a distancia con un deslumbrante… pedal. A Dick no se le ocurrió que habría controles remotos inalámbricos. Lo mismo ocurre con la tecnología de la comunicación. Cuando los personajes requieren un documento, lo piden por teléfono y el papel es velozmente enviado a una ranura, una especie de buzón que hay en todas las oficinas y domicilios. Internet era una fantasía demasiado delirante, incluso para Dick. Hasta los videófonos, teléfonos con pantalla, se le quedaron cortos a su prolífica imaginación. Hoy en día, sus funciones son cubiertas por teléfonos portátiles que, además, llevan Internet y computadora incorporada. Puedes trabajar desde la playa si quieres. En el mundo de Ubik, en cambio, para cualquier gestión de trabajo, te buscas una oficina. Y, por cierto, te aguantas el humo, porque eso sí, no existe ese imprevisible invento que son las leyes antitabaco. Nuestra vida cotidiana ya es de ciencia ficción. Usamos computadoras portátiles en los metros y los trenes, y los autos tienen sistemas GPS que le indican el camino al conductor. Hay alimentos transgénicos, y los robots ya están incorporados en buena parte de la industria tecnológica. Tenemos chats y blogs, y podemos armar tertulias virtuales y videoconferencias que reúnan en la misma mesa a personas separadas por océanos. Nada de eso imaginaron Dick ni Ballard ni los más exagerados visionarios del siglo XX. Ahora bien, si se quedaron cortos en los cambios de la vida cotidiana, los autores de ciencia ficción sobreestimaron las grandes transformaciones. En Ubik, los humanos han comenzado la colonización de otros mundos, y viajar a la Luna es tan fácil como tomar un puente aéreo. Pero en nuestro deslucido siglo XXI, hay pocos destinos turísticos en el sistema solar y ninguno baja del millón de dólares. También la historia política les ha jugado una mala pasada a los visionarios. Ubik prevé la disolución de Estados Unidos y el cambio del dólar por una moneda llamada poscred. En un momento, refiriéndose a figuras muy antiguas y desaparecidas del globo, menciona a Fidel Castro. La novela está ambientada en 1992. Catorce años después de eso, EEUU sigue ahí, Castro también, y el tono de sus relaciones ha cambiado muy poco. El siglo XXI nos ha traído un mundo mucho más cómodo y libre de humo en el que nada ha cambiado en el fondo. Incluso la bomba atómica, pesadilla favorita de la ciencia ficción que se creía extinguida, está volviendo a aparecer en el periódico. Como van las cosas, el planeta explotará, pero podremos verlo en vivo y en directo, en un televisor de pantalla plana, y comentarlo con los amigos en el chat.

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17 de febrero de 2006
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Un extraño momento de lucidez

Ayer tuve una epifanía. La pregunta cae de maduro: ¿qué demonios es una epifanía? Podría decir que es algo que sólo visita a los escritores, porque somos gente rara que trabaja a diario con conceptos como sinécdoque o hipérbaton, y por ende hemos oído, aunque más no sea al pasar, la bendita palabreja. Todo escritor que se precie ha experimentado alguna, o cuanto menos sabe de algún otro que sí lo ha hecho (mi amigo Rodrigo Fresán las recibe a menudo, por ejemplo); y por eso nos manejamos con ellas con la familiaridad de quien trata a diario con perífrasis y epigramas. No vayan al María Moliner en busca de respuestas. El diccionario no dice qué significa la palabra, tan sólo alude a la festividad de los Reyes Magos: el 6 de enero es la Epifanía de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero como imaginarán, no es a eso a lo que me refiero. Ayer no había regalos en mis zapatos cuando desperté. Una epifanía es una suerte de manifestación. Algo que se nos aparece de repente con una claridad ultraterrena, esa idea o certeza que un segundo antes no estaba allí y que ahora se nos revela como evidente; un estado del alma parecido al que arrancó en Arquímedes el grito de eureka, o lo que debe haber sentido Lennon la primera vez que cantó yeah yeah yeah. En mi caso particular tuvo que ver (cuándo no) con una historia que estaba escribiendo, en este caso para un cortometraje. Venía luchando con ella a duras penas desde hacía semanas (nos maltratábamos el uno al otro, para ser sinceros) cuando comprendí que la historia que quería escribir era en realidad otra. La historia con la que batallaba era cruel y oscura, y me hacía sentir de la misma manera. La historia que se me apareció, en cambio, era dulce y luminosa, y en consecuencia elevaba mi alma. De hecho había estado todo el tiempo delante de mis narices; tiene que ver con un personaje del que escribí por primera vez en el blog, aquel niñito pobre que pedía comida en el shopping y a quien un acomodador generoso lo dejaba ver todas las películas de estreno. Esta claridad que nos visita en determinadas circunstancias parece mágica, pero en realidad se trata tan sólo de la euforia que lo gana a uno cuando no sólo entiende lo que debe hacer, sino que además lo asume. Los seres humanos somos raros: la enorme mayoría de las veces sabemos exactamente lo que debemos hacer en cada circunstancia, pero lo evadimos y negamos con ferocidad. Por eso mismo, cada vez que descorremos el velo de nuestras propias negaciones, sentimos que el alma se nos vuelve ingrávida y que caminamos un palmo por encima del suelo. Como esto no ocurre a menudo, a esta excepción se la llama epifanía; que por fortuna visita a mucha más gente que los escritores, aun cuando no sepan que el subidón se llama de esa forma. Desearles que tengan muchas epifanías sería, sin duda alguna, un buen deseo de mi parte. Lo único vergonzoso de las epifanías es que, en la plenitud de la emoción, lo impulsan a uno a hacer cosas un tanto ridículas. Como comentarlas con alguien, tal como lo estoy haciendo ahora. Para peor en mi caso viajaba en mi auto oyendo un CD de John Meter. La canción se llamaba Why Georgia, y en su estribillo se preguntaba repetidas veces lo que uno debe preguntarse si quiere tener muchas epifanías: Am I living it right? O sea, ¿Lo estoy viviendo bien? O si prefieren, para ponerlo de una forma más general: ¿Estoy viviendo bien? Una pregunta que, convengamos, valdría la pena formularse a diario. Escuché la canción veinte veces seguidas, y cuando llegué a casa apagué el motor y seguí cantando a los gritos. Así que ya saben. Si alguna vez se encuentran con un hombre o mujer encerrados dentro de un auto y cantando a voz pelada, por favor no los molesten. Seguramente están experimentando una epifanía. Ojalá tengan muchas, durante lo que resta de sus vidas. Am I living it right?

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16 de febrero de 2006
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Venecia abandonada

Venecia es como en las películas. O mejor que en las películas: las góndolas son aún más brillantes de lo que yo esperaba, y todos sus conductores llevan esos simpáticos jerseys a rayas. La plaza de San Marco, cerrada en tres de sus lados por los pórticos y presidida por la basílica bizantina, es un testimonio del esplendor mediterráneo entre la Edad Media y el Renacimiento. Pero lo más impactante, sin duda, es el concepto de ciudad acuática. No hay automóviles en Venecia, ni autobuses, ni metros. Los taxis son lanchas, los autobuses son barquitos con paradas fijas, los distribuidores de las tiendas van en botes fuera de borda, incluso los camiones de mudanza son fluviales. En vez de policías de tránsito, uno ve botes-grúa que arrancan del suelo los troncos viejos de estacionamiento, como si fuesen muelas podridas. El corazón de este mundo marino es el barrio de San Marco, centro de concentración de los turistas, y por lo tanto, de las tiendas. Cruzar el puente de Rialto que lleva a este barrio es como entrar en un mundo mágico, sin motores ni semáforos, donde la única tecnología superviviente es la de las cámaras fotográficas digitales, y donde un jabón te puede costar cinco euros, y una turística capa negra para el carnaval alcanza los 221. Todo este brillo tiene un lado siniestro, sin embargo, que queda del otro lado del puente, en los barrios alejados del bullicio turístico. Aquí, en San Polo o Santa Croce, es fácil perderse, y el laberinto urbano está cruzado de callejones sin salida y calles que desembocan en el agua. Si uno ha leído la novela de Ian McEwan El placer del viajero, resulta escalofriante imaginarse como el protagonista perdido entre las callejuelas, huyendo de un psicópata. De encontrarme en la misma situación, yo perecería sin remedio de sólo doblar la esquina incorrecta. Pero también leí una vez La muerte en Venecia, y pienso que en ese caso esperaría el cuchillo con la huachafísima certeza de una extinción elegante, un grand finale. Tanta película y tanta novela han inmortalizado a Venecia, pero también son la causa de su soledad. Estas calles no están vacías por un fenómeno estético, sino porque sus habitantes, sencillamente, han huido. Vivir en esta ciudad puede ser muy romántico, pero es demasiado caro. Los precios venecianos están pensados para los turistas, no para los residentes. Los alquileres cuestan lo que le costarían a un millonario excéntrico, y la especulación inmobiliaria es criminal. Comer fuera es prohibitivo. La ropa es mayoritariamente de diseñadores, porque aquí no hay espacio para un centro comercial. Ah, y si quieres muebles o adornos, prepárate para ir a un anticuario. No sueñes con un IKEA. Además de caro, vivir aquí es incómodo. Se gasta mucho dinero en impuestos municipales y es obligatorio mantener turísticamente presentables las fachadas de los antiquísimos edificios. Debido al precio de las necesidades básicas, los venecianos deben salir de su ciudad para satisfacerlas, pero como los autos sólo llegan a la entrada, todo contacto con el mundo exterior exige una complicada combinación de transportes fluviales y terrestres. La cosa empeora si se te ocurre mudarte, por ejemplo. Llevar hasta tu casa una mesita de noche sale más caro que comprarla en el anticuario. La ciudad se vacía tan rápido que el ayuntamiento ha puesto en marcha un programa de repoblamiento, como si sus habitantes fuesen refugiados de guerra. Pero repoblar implicaría reducir los precios, y eso podría hundir la única industria veneciana: el turismo. Venecia es una víctima de su propia leyenda. Obligada a morir de a pocos para seguir viva, se va convirtiendo en un hermoso museo de cera, hermosa pero vacía, como una duquesa camino de la guillotina.

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16 de febrero de 2006
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¡Por el amor de Dios!

Vivir intensamente una religión da mucha seguridad, gran aplomo, total certeza y la sensación de que mamá nos está mirando. En España son ya muchos siglos los que llevamos entregados a la religión y al fanatismo como para que la tenaza teocrática se afloje en dos generaciones. Va para largo. Como ahora está feo vivir teocráticamente bajo un monopolio tradicional (judío, islámico o cristiano), los españoles vivimos teocráticamente bajo el monopolio de la así llamada “política democrática”, la cual, entre nosotros, es sólo el nuevo nombre del monoteísmo de siempre. Aquí no hay políticos sino clérigos. No hay prensa sino hojas parroquiales. No valen los razonamientos ni las argumentaciones; o estás con una autoridad eclesiástica o contra ella. Y si estás contra una, seguro que será porque obedeces a otra. Nadie es libre, nadie es soberano, por eso no te escuchan, sólo quieren saber si estás circuncidado. Les importa una higa lo que pienses (¡a quién se le ocurre pensar!), sólo quieren averiguar si comes cerdo o cordero. A lo mejor dices que no te parece sensato negociar con los terroristas y ves cómo se demuda el rostro de tu interlocutor y le oyes balbucear: “Pero, pero... ¡eso es lo que predica el PP!”. Quiere decir: “¡Eso es lo que opina el archimandrita de la iglesia ortodoxa rusa, enemigo mortal de nosotros los coptos!”. También puede ser que te parezca sensato incrementar la dotación para infraestructuras catalanas y de inmediato ves cómo palidece el otro y masculla: “Oye, oye... ¡eso es lo que dice el Tripartito!”. Quiere decir: “¡Esa es la doctrina arriana, enemiga mortal de nosotros los monofisitas!”. Vivir la vida religiosamente, como la viven tantos ciudadanos españoles con sus agravios, o los musulmanes de Pakistán con sus gritos histéricos, o los ultras de Israel con sus trencitas, o los chiitas iraníes con sus latigazos, tiene enormes ventajas. Y sólo un inconveniente: convierte la vida entera en una mentira y a tu prójimo en un insignificante amasijo de sombras. Matar sombras no es pecado. A mamá le gusta.

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16 de febrero de 2006
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Por favor, di algo de izquierdas

Las elecciones en Italia son el 9 de abril, pero desde que uno llega, tiene la impresión de que el único candidato que concurre es Berlusconi. Sus monumentales pancartas atiborran las carreteras, repletan las estaciones de trenes, ahogan el paisaje de las diferentes ciudades. La izquierda de Romano Prodi, imagino que por falta de recursos, se limita a pegar afiches en las paredes. Y donde consigue colocar verdaderos paneles publicitarios, los estrategas de Forza Italia los rodean con los suyos hasta ahogarlos. La guerra publicitaria no sólo muestra la cantidad de artillería con que cuenta cada una de las opciones políticas, sino también la calidad de su armamento retórico. La derecha ha montado una campaña llamada “No, gracias”, basada en el miedo al cambio. Bajo la límpida sonrisa post-lifting de su líder Berlusconi, las consignas son: “¿Más impuestos sobre tus ahorros? No, gracias”. “¿Más impuestos sobre tu casa? No, gracias”. Uno de los carteles más grandes en la estación de Milán dice “La izquierda dice que todo va mal. Dejemos que pierda”. Esta parte de la campaña apela al votante conservador estándar: el hombre satisfecho con sus posesiones, cuya mayor preocupación es que no se las toquen. Pero otros avisos son de un inesperado alarmismo. Berlusconi acusa de “comunistas” a sus rivales, y recuerda constantemente en los medios que el comunismo trajo al mundo sólo “miseria y muerte”. La campaña se completa con las preguntas: “Los antiglobalización al gobierno? No gracias”. “¿Inmigrantes clandestinos sin control? No, gracias”. Para Forza Italia, un gobierno de izquierda sumiría al país en una especie de caos polpotiano de africanos saqueando los bancos y las casas de los honestos italianos. Cuesta imaginar al apacible y más bien soso Romano Prodi como un sanguinario Stalin o un agitador antisistema. De hecho, su estable currículum como líder de la Comunidad Europea debería servir para contrarrestar la campaña que lo pinta como un pelucón rebelde enloquecido. Y sin embargo, la coalición ha optado por una estrategia diferente. Su contracampaña se titula, “Hoy y mañana”, y sus principales eslóganes son los siguientes: “hoy ilusiones, mañana soluciones”, “hoy privilegios, mañana derechos”, “hoy discriminación, mañana derechos civiles.” Otros carteles prometen “esperanza” y “apertura”. Ahora bien, contra la campaña concreta de Forza Italia ¿no son un poquito abstractos esos conceptos? Si alguien me acusara ante un jurado de querer entrar en su casa y robarle ¿Sería convincente que yo le respondiese: “yo sólo quiero llevarle alegría”? Quizá sería más productivo demoler su acusación. Del mismo modo, la campaña de Berlusconi es fácil de desbaratar con argumentos ante la opinión pública italiana. Pero la izquierda se empeña en caer en los mismos estereotipos de idealistas sin programa que sus enemigos les achacan. Esa indefinición de propuesta es uno de los grandes obstáculos para la unidad de izquierda de todas partes. Pero la italiana ni siquiera ha conseguido unidad de logotipo. Los carteles llevan por firma el arbolito de los Demócratas de Izquierda al lado de la rama de la agrupación El Olivo. Entre semejante diversidad botánica, los propios izquierdistas italianos están confusos. La gente a la que le pregunto sabe que votará por Prodi, pero no sabe ni cómo se llama la coalición. Mi amigo el ensayista peruano Eduardo Dargent solía decir: “la izquierda debería entender que no tiene el monopolio de la bondad”. Las campañas basadas en valores y no en propuestas aglutinan a los votantes tradicionales, pero no atraen a los indecisos que inclinan las balanzas electorales. Es decir, convencen a los que ya estaban convencidos. Quizá sea un problema de planeamiento de campaña, o quizá, en efecto, la izquierda esté tan dividida que no sea conveniente, ni siquiera posible, articular una propuesta clara. En cambio, la derecha siempre sabe perfectamente lo que quiere. En una memorable escena de la película Abril, Nanni Moretti se desespera ante el televisor, donde un candidato concede una entrevista. Angustiado, Moretti le repite a la pantalla: “di algo de izquierda, por favor, di cualquier cosa de izquierda”. Todo el mundo quiere un mundo mejor, pero cuando ése “algo de izquierdas” resulta difícil de encontrar, ganar elecciones se vuelve una cosa de derechas.

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15 de febrero de 2006
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Dans la sacoche

Buscando árabes felices leí Le prémier homme, la novela que Albert Camus dejó inacabada y que, en 1994, treinta y pico de años después de su muerte, Catherine Camus, hija del escritor, decidió editar. En su momento no le hice caso; supuse que se trataba una vez más de exprimir un limón seco y extraer unas gotas de oro a un cadáver lujoso. ¡Vaya error! ¡Qué petulancia! El libro es una obra maestra. Inacabada, fragmentaria, apenas esbozada, sin correcciones, esta ruina es majestuosamente superior a todo lo que se ha escrito desde la fecha de su publicación. Un dios entre gusanos. La escena inicial, con la llegada en carreta del padre de Camus a un lugarejo perdido en las profundidades de la Argelia francesa, allá por 1910, con su mujer rompiendo aguas y chillando de dolor, la oscuridad tenebrosa de la noche sin luces ni fuegos, los vecinos atrincherados en sus granjas presas del pánico y la ignorancia, es escalofriante. Todos los tópicos de la novela iniciática, el colegio, los parientes ricos, el tío pintoresco, los amigos íntimos, el verano en el mar, en fin, lo que hemos leído mil veces, tienen en Camus una respiración amplia, una sangre fresca, un pálpito de vida que son los signos del arte en su máxima intensidad. Uno regresa con la memoria a los pueblecitos catalanes de los años sesenta, no muy distintos de esa Argelia de los años veinte semisalvaje, deslumbrante de luz, poblada por energúmenos y por ángeles en igual medida, y revive cada aroma, cada color, cada movimiento corporal, cada variación de la temperatura y la humedad del aire. Quizás el destino quiso que este fragmento tan hermoso, tan inteligente con las debilidades de la pobreza, tan magnánimo, quedara por siempre incompleto y así añadirle aún mayor fuerza poética. Para lo cual tuvo que matar a Camus aquel 4 de enero de 1960 en un terrible accidente de automóvil. Los primeros que se acercaron para auxiliar a las víctimas, salvaron de las llamas una mochililla o zurrón, una sacoche, con ciento cuarenta y cuatro páginas manuscritas. Las últimas palabras de Camus se habían librado del silencio eterno.

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15 de febrero de 2006
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Un epílogo para San Valentín

¿Por qué los escritores no escriben historias de amor? Ya sé que salen libros “de amor” a montones, pero no me refiero a esos: hablo de los escritores que se tienen a sí mismos por artistas. Convengamos que más allá de excepciones que tan sólo confirman la regla (algún Kundera, algún García Márquez, ambos distantes ya en el tiempo), los figurones de la literatura se están cuidando del tema como si se tratase de la gripe aviar. ¿Qué pasa con el amor: es demasiado frívolo? El mundo está lleno de amores frívolos (que sería de tantas revistas sin ellos), pero también de amores profundísimos, y creativos, y más duraderos que el mismísimo aliento. (Una de las mejores historias de amor de los últimos tiempos la encontré en el cine: la película de Michel Gondry Eternal Sunshine of the Spotless Mind.) ¿O será que se teme que esté trillado en exceso? Toda la experiencia humana está trillada, así como la inmensa mayoría de los pensamientos y sentimientos de la especie, pero eso no debería ser obstáculo para un escritor, ya que cualquier sentimiento parece nuevo cuando el personaje está bien construido y su circunstancia es rica; si el escritor adopta el punto de vista adecuado, puede seguir refritando Romeo y Julieta hasta el fin de los tiempos y ser original cada vez. La mejor historia de amor que leí en los últimos tiempos fue una novela de Audrey Niffenegger que se llama The Time Traveller’s Wife, o sea La esposa del viajero en el tiempo. El viajero en cuestión es Henry, un hombre que sufre una extraña condición genética que “resetea” su reloj biológico y lo impulsa súbitamente hacia su propio pasado o hacia su propio futuro. Henry toleraría su extraño mal de buen grado si no fuese porque ama a Clare, la esposa del título. Y la ama a sabiendas de que su amor es en alguna medida imposible, porque esa condición no tiene remedio y porque Henry desaparece por temporadas en el vórtice del tiempo: por eso conoce a Clare cuando ella tenía seis y él treinta y seis, y se casa con ella cuando Clare tiene veintidós y Henry treinta… Este mecanismo fantástico funciona de maravillas en el relato, porque nos enfrenta a las dificultades y a las epifanías del amor real, que se verifica entre personas como ustedes y yo, que también tenemos relojes biológicos que se “resetean” de manera constante –sólo que en un orden lineal. Todo amor está sometido a las dificultades del tiempo, que nos modifica a diario. Y Niffenegger logra convencernos de que el sentimiento vale la pena, aún cuando el reloj de la existencia le juegue en contra: lo efímero, cuando es bello, resulta doblemente bello. La culpa es de San Valentín, pero la reflexión corresponde. El trajín diario tiende a echar tierra sobre nuestros mejores sentimientos, los opaca y los posterga indefinidamente. Aun cuando amamos a alguien que nos corresponde y que se ha convertido en nuestra pareja, lo más habitual es que olvidemos recordarle con la debida frecuencia cuánto significa para nosotros, o que nos rindamos al convencimiento de que no sabemos o no encontramos cómo hacerlo. Esto se vuelve una falta más flagrante en los escritores, porque la expresión de los sentimientos debería ser nuestra especialidad. Si nosotros, que contamos con este blog, con las formas del cuento y de la novela y con las películas, no las usamos para que nuestros amores entiendan cuánto los amamos, ¿para qué demonios nos sentamos a diario delante del teclado? Así que ya ves, amor. Estoy tratando de enmendar mis faltas.

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15 de febrero de 2006
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