Félix de Azúa
Pongo dos vasitos de personalidad arcaizante un punto histérica, una cucharada de paisaje tempestuoso en el Peloponeso, un pellizco de canción folklórica balcánica y media libra de monólogo atormentado. Lo dejo hervir tres horas. Capa de barniz y a la calle. Novelón romántico.
Me admira el talento de los escritores para aprovechar fondos de despensa, eso que los vascos llaman “ropa vieja”. Valle Inclán escribía cuentos, los vendía a los periódicos, y años más tarde aparecían como escenas sustantivas de alguna novela magistral. Es imposible señalar las junturas, las cicatrices, las suturas. Parece todo tan coherente… Eso sí que es cirugía estética.
El uso de reservas o restos de nevera, produjo una estupenda confusión en Los Demonios de Dostoievsky. Uno de los protagonistas aparece a veces con el título de príncipe y otras con el de conde. Lo cierto es que eran dos caracteres distintos para dos narraciones distintas. Un buen día Dostoievsky decidió juntar ambas novelas porque el editor le exigía una más gorda, y se olvidó de unificar el tratamiento. ¡Pero el personaje es de una pieza, sólido, indestructible! ¡Sólo tiene un alma, un destino, un carácter! Es tan asombroso…
Flaubert usó una y otra vez sus escritos juveniles inéditos para arreglar, rellenar, aderezar o embellecer las grandes novelas de madurez. Hay frases copiadas palabra a palabra en dos contextos asombrosamente distintos. Una damisela del primer esbozo de La educación sentimental (1845), Lucinde, se convierte veinte años más tarde nada menos que en Salammbô. ¡Una sacerdotisa mesopotámica!
Faulkner, Scott, Hemingway, todos los americanos vendieron cuentos que luego serían fragmentos centrales de sus mejores novelas. Nadie podría distinguir dónde se produjo la fusión, dónde se insertó el fragmento, de no ser con la ayuda de los investigadores.
Son como las grandes cocineras. Con un resto de pollo, medio potaje de garbanzos, cinco calabacines hervidos y un huevo duro, hacen un zarangollo de secano o un boeuf strogonoff. Puro milagro.