Marcelo Figueras
Escribiendo sobre Capote para una revista argentina se me ocurrió que, en un panorama lleno de películas de contenido político (Munich, Syriana, Crash, Good Night, and Good Luck, entre las que rondan el Oscar; The Road to Guantánamo, entre las que deslumbran en el Festival de Berlín), la que tenía el mensaje más significativo en estos tiempos era, aunque parezca sorprendente, nada más y nada menos que Capote. Está claro que las otras lidian con esos problemas gravísimos que nunca se ausentan de las primeras planas, desde el conflicto árabe-palestino y la guerra por la posesión de los recursos petroleros hasta la flagrante limitación de los derechos individuales. Capote se limita a contar un episodio en la vida de un autor a quien la política y los problemas del mundo parecían importarle poco. Y sin embargo resuena con ecos que exceden el mundo literario y la era precisa de la anécdota, para echar luz sobre uno de los males más propios de este tiempo.
Capote cuenta seis años en la vida del escritor, desde que se le ocurrió que un cuádruple asesinato en el pueblito de Holcomb, Texas, podía ser un buen tema sobre el que escribir, hasta el momento en que el libro resultante –A sangre fría– lo consagra como el más grande escritor norteamericano vivo. Esa es la piel del relato, los hechos exteriores de los que da cuenta. Al mismo tiempo Capote narra la forma en que el escritor manipula a los protagonistas del hecho policial, los asesinos Perry Smith y Richard Hickock, para su propio beneficio. Capote está convencido de que el libro que escribirá, narrando hechos verdaderos con procedimientos literarios, lo catapultará a la gloria. En esto no se equivoca. Lo que no ha medido bien es la diferencia que existe entre manipular personajes de ficción y manipular seres de carne y hueso. Uno puede determinar que sus personajes imaginarios hagan lo que a uno se le ocurra, por disparatado que parezca: eso es la ficción. Para lograr un efecto similar con hombres de verdad el trabajo es muy distinto; puede significar la necesidad de seducir, de presionar, de engañar al otro; y hasta de digitar hechos externos, como hace Capote cuando se niega a conseguir nuevos abogados para Smith y Hickock. El único precio que uno paga por manipular a sus personajes de ficción es una mejor o una peor novela. El precio que uno paga al disponer sobre la vida de otro hombre es, por cierto, tan alto como inestimable.
Lo que Capote hace en el film no se diferencia mucho de lo que hacen a diario gran cantidad de estadistas. Creen que manipular la realidad nacional y mundial es tan simple como manipular una campaña, o una votación. En consecuencia se lanzan a hacerlo sin poseer real medida de las repercusiones; lo que ha resultado de invadir Irak, por ejemplo. Y así como Capote comprende que desea la muerte de Smith y de Hickock para obtener el final perfecto para su libro, muchos de estos líderes no dudan en matar a cuantos sean necesarios con tal de salvar su propio negocio. La vida ajena no vale nada para ellos: es una moneda más entre las que comercian a diario en su beneficio.
Capote es realista en la forma en que asume que esta gente suele triunfar en sus cometidos. El escritor se consagra. El Presidente obtiene su reelección. Pero también es impiadosa al mostrar el precio que se paga por ello, un precio para nada menor que la ganga fáustica. Después del éxito de A sangre fría, Capote devino en una caricatura de sí mismo. Jamás volvió a terminar un libro. Aquellos a quienes creía sus amigos le dieron la espalda cuando sospecharon que pensaba someterlos al mismo tratamiento vampírico que usó con Smith y Hickock. Terminó suicidándose con barbitúricos, al igual que su madre, al igual que la Marilyn a la que también había retratado a sangre fría; no volvió a ser original ni siquiera en la muerte. Nadie puede adivinar aún el destino de gente como George W. Bush, pero Capote nos permite imaginarlo.
No digo que películas como Munich o Syriana carezcan de mérito. Digo que Capote me parece un retrato más profundo sobre la América de estos tiempos.