Marcelo Figueras
Ayer tuve una epifanía.
La pregunta cae de maduro: ¿qué demonios es una epifanía? Podría decir que es algo que sólo visita a los escritores, porque somos gente rara que trabaja a diario con conceptos como sinécdoque o hipérbaton, y por ende hemos oído, aunque más no sea al pasar, la bendita palabreja. Todo escritor que se precie ha experimentado alguna, o cuanto menos sabe de algún otro que sí lo ha hecho (mi amigo Rodrigo Fresán las recibe a menudo, por ejemplo); y por eso nos manejamos con ellas con la familiaridad de quien trata a diario con perífrasis y epigramas.
No vayan al María Moliner en busca de respuestas. El diccionario no dice qué significa la palabra, tan sólo alude a la festividad de los Reyes Magos: el 6 de enero es la Epifanía de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero como imaginarán, no es a eso a lo que me refiero. Ayer no había regalos en mis zapatos cuando desperté.
Una epifanía es una suerte de manifestación. Algo que se nos aparece de repente con una claridad ultraterrena, esa idea o certeza que un segundo antes no estaba allí y que ahora se nos revela como evidente; un estado del alma parecido al que arrancó en Arquímedes el grito de eureka, o lo que debe haber sentido Lennon la primera vez que cantó yeah yeah yeah. En mi caso particular tuvo que ver (cuándo no) con una historia que estaba escribiendo, en este caso para un cortometraje. Venía luchando con ella a duras penas desde hacía semanas (nos maltratábamos el uno al otro, para ser sinceros) cuando comprendí que la historia que quería escribir era en realidad otra. La historia con la que batallaba era cruel y oscura, y me hacía sentir de la misma manera. La historia que se me apareció, en cambio, era dulce y luminosa, y en consecuencia elevaba mi alma. De hecho había estado todo el tiempo delante de mis narices; tiene que ver con un personaje del que escribí por primera vez en el blog, aquel niñito pobre que pedía comida en el shopping y a quien un acomodador generoso lo dejaba ver todas las películas de estreno.
Esta claridad que nos visita en determinadas circunstancias parece mágica, pero en realidad se trata tan sólo de la euforia que lo gana a uno cuando no sólo entiende lo que debe hacer, sino que además lo asume. Los seres humanos somos raros: la enorme mayoría de las veces sabemos exactamente lo que debemos hacer en cada circunstancia, pero lo evadimos y negamos con ferocidad. Por eso mismo, cada vez que descorremos el velo de nuestras propias negaciones, sentimos que el alma se nos vuelve ingrávida y que caminamos un palmo por encima del suelo. Como esto no ocurre a menudo, a esta excepción se la llama epifanía; que por fortuna visita a mucha más gente que los escritores, aun cuando no sepan que el subidón se llama de esa forma. Desearles que tengan muchas epifanías sería, sin duda alguna, un buen deseo de mi parte.
Lo único vergonzoso de las epifanías es que, en la plenitud de la emoción, lo impulsan a uno a hacer cosas un tanto ridículas. Como comentarlas con alguien, tal como lo estoy haciendo ahora. Para peor en mi caso viajaba en mi auto oyendo un CD de John Meter. La canción se llamaba Why Georgia, y en su estribillo se preguntaba repetidas veces lo que uno debe preguntarse si quiere tener muchas epifanías: Am I living it right? O sea, ¿Lo estoy viviendo bien? O si prefieren, para ponerlo de una forma más general: ¿Estoy viviendo bien? Una pregunta que, convengamos, valdría la pena formularse a diario. Escuché la canción veinte veces seguidas, y cuando llegué a casa apagué el motor y seguí cantando a los gritos. Así que ya saben. Si alguna vez se encuentran con un hombre o mujer encerrados dentro de un auto y cantando a voz pelada, por favor no los molesten. Seguramente están experimentando una epifanía.
Ojalá tengan muchas, durante lo que resta de sus vidas.
Am I living it right?