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Venecia abandonada

Por 16 de febrero de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Venecia es como en las películas. O mejor que en las películas: las góndolas son aún más brillantes de lo que yo esperaba, y todos sus conductores llevan esos simpáticos jerseys a rayas. La plaza de San Marco, cerrada en tres de sus lados por los pórticos y presidida por la basílica bizantina, es un testimonio del esplendor mediterráneo entre la Edad Media y el Renacimiento. Pero lo más impactante, sin duda, es el concepto de ciudad acuática.
No hay automóviles en Venecia, ni autobuses, ni metros. Los taxis son lanchas, los autobuses son barquitos con paradas fijas, los distribuidores de las tiendas van en botes fuera de borda, incluso los camiones de mudanza son fluviales. En vez de policías de tránsito, uno ve botes-grúa que arrancan del suelo los troncos viejos de estacionamiento, como si fuesen muelas podridas.
El corazón de este mundo marino es el barrio de San Marco, centro de concentración de los turistas, y por lo tanto, de las tiendas. Cruzar el puente de Rialto que lleva a este barrio es como entrar en un mundo mágico, sin motores ni semáforos, donde la única tecnología superviviente es la de las cámaras fotográficas digitales, y donde un jabón te puede costar cinco euros, y una turística capa negra para el carnaval alcanza los 221.
Todo este brillo tiene un lado siniestro, sin embargo, que queda del otro lado del puente, en los barrios alejados del bullicio turístico. Aquí, en San Polo o Santa Croce, es fácil perderse, y el laberinto urbano está cruzado de callejones sin salida y calles que desembocan en el agua. Si uno ha leído la novela de Ian McEwan El placer del viajero, resulta escalofriante imaginarse como el protagonista perdido entre las callejuelas, huyendo de un psicópata. De encontrarme en la misma situación, yo perecería sin remedio de sólo doblar la esquina incorrecta. Pero también leí una vez La muerte en Venecia, y pienso que en ese caso esperaría el cuchillo con la huachafísima certeza de una extinción elegante, un grand finale.
Tanta película y tanta novela han inmortalizado a Venecia, pero también son la causa de su soledad. Estas calles no están vacías por un fenómeno estético, sino porque sus habitantes, sencillamente, han huido. Vivir en esta ciudad puede ser muy romántico, pero es demasiado caro. Los precios venecianos están pensados para los turistas, no para los residentes. Los alquileres cuestan lo que le costarían a un millonario excéntrico, y la especulación inmobiliaria es criminal. Comer fuera es prohibitivo. La ropa es mayoritariamente de diseñadores, porque aquí no hay espacio para un centro comercial. Ah, y si quieres muebles o adornos, prepárate para ir a un anticuario. No sueñes con un IKEA.
Además de caro, vivir aquí es incómodo. Se gasta mucho dinero en impuestos municipales y es obligatorio mantener turísticamente presentables las fachadas de los antiquísimos edificios. Debido al precio de las necesidades básicas, los venecianos deben salir de su ciudad para satisfacerlas, pero como los autos sólo llegan a la entrada, todo contacto con el mundo exterior exige una complicada combinación de transportes fluviales y terrestres. La cosa empeora si se te ocurre mudarte, por ejemplo. Llevar hasta tu casa una mesita de noche sale más caro que comprarla en el anticuario.
La ciudad se vacía tan rápido que el ayuntamiento ha puesto en marcha un programa de repoblamiento, como si sus habitantes fuesen refugiados de guerra. Pero repoblar implicaría reducir los precios, y eso podría hundir la única industria veneciana: el turismo.
Venecia es una víctima de su propia leyenda. Obligada a morir de a pocos para seguir viva, se va convirtiendo en un hermoso museo de cera, hermosa pero vacía, como una duquesa camino de la guillotina.

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