Félix de Azúa
Buscando árabes felices leí Le prémier homme, la novela que Albert Camus dejó inacabada y que, en 1994, treinta y pico de años después de su muerte, Catherine Camus, hija del escritor, decidió editar.
En su momento no le hice caso; supuse que se trataba una vez más de exprimir un limón seco y extraer unas gotas de oro a un cadáver lujoso. ¡Vaya error! ¡Qué petulancia! El libro es una obra maestra.
Inacabada, fragmentaria, apenas esbozada, sin correcciones, esta ruina es majestuosamente superior a todo lo que se ha escrito desde la fecha de su publicación. Un dios entre gusanos.
La escena inicial, con la llegada en carreta del padre de Camus a un lugarejo perdido en las profundidades de la Argelia francesa, allá por 1910, con su mujer rompiendo aguas y chillando de dolor, la oscuridad tenebrosa de la noche sin luces ni fuegos, los vecinos atrincherados en sus granjas presas del pánico y la ignorancia, es escalofriante.
Todos los tópicos de la novela iniciática, el colegio, los parientes ricos, el tío pintoresco, los amigos íntimos, el verano en el mar, en fin, lo que hemos leído mil veces, tienen en Camus una respiración amplia, una sangre fresca, un pálpito de vida que son los signos del arte en su máxima intensidad.
Uno regresa con la memoria a los pueblecitos catalanes de los años sesenta, no muy distintos de esa Argelia de los años veinte semisalvaje, deslumbrante de luz, poblada por energúmenos y por ángeles en igual medida, y revive cada aroma, cada color, cada movimiento corporal, cada variación de la temperatura y la humedad del aire.
Quizás el destino quiso que este fragmento tan hermoso, tan inteligente con las debilidades de la pobreza, tan magnánimo, quedara por siempre incompleto y así añadirle aún mayor fuerza poética. Para lo cual tuvo que matar a Camus aquel 4 de enero de 1960 en un terrible accidente de automóvil. Los primeros que se acercaron para auxiliar a las víctimas, salvaron de las llamas una mochililla o zurrón, una sacoche, con ciento cuarenta y cuatro páginas manuscritas. Las últimas palabras de Camus se habían librado del silencio eterno.