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EL CAMINO DEL REGGAETÓN

A los que se preguntan si América Latina va o no va hacia la izquierda me gustaría dar una respuesta sencilla. Creo que América Latina va hacia la izquierda y el reggaetón. No sé lo que dice el “diccionario de las dudas” sobre cómo se debe escribir aquella última palabra. Y tampoco soy capaz de entregar una definición del reggaetón que pueda complacer a todos. Pero los que desconocen la palabra pueden visitar el sitio que pretende decirlo todo sobre esta música: Mundo Reggaetón.

Hace rato que, tal como los que viajan por el mundo latino, no puedo escapar del diálogo musical de un rapero con un coro de chicas. “A ella le gusta la gasolina” salmodia el cantante. “Dame más gasolina!” le contestan las chicas sin perder nada de este ritmo que no consigue elegir entre salsa y música de Jamaica. “Gasolina”, la canción del puertorriqueño Daddy Yankee, está en todas partes. El éxito de “Rompe”, su segunda mayor creación, no opaca a “gasolina” que se convierte en una obsesión.

La mezcla de culturas que provocó, en el terreno del idioma, el nacimiento del “spanglish”, sigue siendo un fenómeno que abarca todas las disciplinas: literatura, música, cine, etc. Pero lo que me extraña con las canciones de Daddy Yankee, Ivy Queen o Wisin & Yandel es el largo recorrido de unas influencias que parecen no tener límite. El reggae sale de Jamaica, entra a EE. UU., pasa por los latinos, que al principio lo despreciaban antes de oírlo por fin en sus emisoras, vuelve a un territorio yankee, Puerto Rico, donde los jóvenes lo utilizan como variable del rap que sale de la comunidad negra de EE.UU. Así nace el reggateón.

¿Y ahora qué? Ahora, el reggaetón es una música que se oye en toda América Latina. Partidos y candidatos la utilizan en la campaña electoral en Perú. Hasta en las reuniones en zonas con población indígena. Es lo que hay que entender de la tremenda confusión de nuestros tiempos: por una parte en los Andes, gana Evo Morales, que tiene cara de revancha centenaria en contra de la colonización; por otra parte, entra Daddy Yankee. Él habla también de gasolina, pero no sobre los hidrocarburos que se intenta quitar a Repsol. El mundo es ancho y rapero.

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27 de febrero de 2006
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Contra las cuerdas

Esa extraña mezcla de deporte y espectáculo llamada catch parece estar por todas partes en la Argentina de hoy. Han vuelto los programas de combate estilo libre a los canales de más rating, como el dominguero 100% lucha. En una de las ficciones más vistas de este verano, Sos mi vida, la protagonista está ligada a una troupe de catch. La comedia más promocionada de la temporada que comienza, Gladiadores de Pompeya, también tiene por héroe a uno de estos luchadores, interpretado por el actor Gabriel Goity. Y en todas estas ficciones, las características de estos personajes son similares: se trata de hombres fuertes, de ropajes coloridos y alias rimbombantes, que buscan en el ring la gloria que la vida les niega apenas bajan del cuadrilátero. Por supuesto, la tradición del catch en la Argentina no es tan enfebrecida como la de México ni la de los Estados Unidos. Y además la mezcla de sus componentes es clara y definida: digamos que se trata de un 99 % de espectáculo y un 1% de deporte. De cualquier manera, su atractivo fundamental deriva sin dudas de la nostalgia. Aquí el catch despierta el recuerdo de un popularísimo programa de TV, Titanes en el Ring, que entretuvo y apasionó a millones de argentinitos durante los 60 y los 70. En aquel entonces, todos jugábamos a ser uno de los luchadores “buenos” (El Caballero Rojo, o el Ancho Rubén Peucelle) y nos trenzábamos en los recreos contra aquellos compañeros que tenían presencia de espíritu para asumir el rol de los “malos”: Ararat, Martín Karadagián, La Momia… Por cierto, La Momia fue uno de los visitantes más frecuentes de mis pesadillas de aquel entonces. Con el tiempo mis pesadillas cambiarían, claro. Pero los personajes que empezaron a asustarme desde 1976 ya nunca se fueron; nunca tuvieron la decencia de desaparecer cuando encendía la luz, un límite que La Momia sí entendía. Hubo mil y un intentos de relanzar el catch en la televisión desde entonces hasta ahora, pero nunca cuajaron. Alguien podrá alegar que Titanes en el Ring es irrepetible como fenómeno desde la muerte de su creador, el también luchador Martín Karadagián. En todo caso, lo irrepetible es aquel tiempo que para tantos argentinos simboliza la inocencia. Un tiempo en que todavía la Argentina era aquel país pujante de las leyendas que fuimos los primeros en creernos. Un tiempo en que era posible luchar sin lastimarse de verdad, porque todos intuíamos que los golpes que volaban sobre aquel ring eran puro juego. Después llegó la dictadura, en 1976, y nos partió la vida en dos. Entonces entendimos que ya no podíamos luchar sin sentir dolor. No me extraña que a treinta años exactos del golpe de Estado la TV resucite el catch dentro de sus ficciones. A todos aquellos que ya dejamos de ser argentinitos nos resulta fácil identificarnos con estos personajes. Sabemos que son un tanto patéticos, pero simpatizamos con su lucha quijotesca para conservar la dignidad aun cuando la vida (y por qué no la Historia) los ha puesto contra las cuerdas.

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27 de febrero de 2006
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¿Cómo has dicho?

Ni siquiera de las frases más sencillas y engañadoramente hermosas podemos fiarnos. Véase si no. Cuando Manrique escribe una de las más perfectas frases del castellano: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, ¿alguien tiene la pretensión de saber qué ríos y qué mares pasaban por la cabeza del poeta? ¿Acaso no sabemos que los mares, en tiempos de Manrique, eran pocos, discretos y como lagunillas tachonadas de galeones en estaciones de bonanza? ¿Y que los ríos eran feroces, atacaban sin aviso, se precipitaban por tierras salvajes y apenas eran navegables en la desembocadura? ¿Y que nadie, absolutamente nadie, en vida de Manrique sabía nadar? Pues si en una frase como ésta, tan transparente, limpia como el cristal, de una fabulosa simpatía con la naturaleza misma de la lengua castellana, no es posible saber cuál era la figura que la produjo, ¿cómo vamos a saber de qué habla realmente el escritor cuando se propone un ejercicio difícil? Ahí va un ejemplo. “Las «verduras de las eras» son el ralo brote espontáneo de los escasos granos de cereal que, tras el levantamiento de la parva, han quedado adheridos a la tierra y que una tormenta de agosto ha hecho germinar, pero que por lo avanzado de la estación, jamás llegarán a hacer espiga ni a engranar, y morirán, por tanto, sin dar fruto, sin posteridad alguna”. Esto es lo que comenta Sánchez Ferlosio en Las semanas del jardín, sobre la simplísima pregunta de Manrique: “¿qué fueron sino verduras de las eras?”. No es tan simple, presten ustedes atención, dice Ferlosio. Y a continuación nos persuade de que toda la mención de las verduras reposa sobre esta inesperada conclusión: “sin posteridad alguna”. Las “verduras de las eras” son aquí alegoría de la esterilidad, no de la fragilidad o de la apariencia engañosa. Ferlosio no nos adoctrina sobre un contenido, sino que hace girar el verso de Manrique en el aire, como el niño fascinado por un cubo de galena. Sólo quiere estar un rato más junto a ese verso, volver a leerlo. Una vez más.

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27 de febrero de 2006
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Cuerpos a plazos

La infanta Leonor de Borbón, posible heredera del trono español, tiene que llegar a adulta sana, fuerte y lista. Con ese fin, en el momento de su nacimiento le retiraron células madre del cordón umbilical y las enviaron por correo a Tucson Arizona, donde se mantienen congeladas en nitrógeno líquido a 196 grados bajo cero. Se espera que, con los años, el desarrollo de la tecnología permita producir tejidos a partir de esas células madre, que servirían para transplantes o cualquier necesidad regenerativa de la niña. En el preciso momento en que se enviaban esas células, se descubría en Nueva York una mafia que robaba tejidos y huesos de cadáveres para venderlos a quien necesitase un transplante. La operación empezaba en la compañía funeraria, donde el embalsamador abría a cada cadáver como un pollo, le quitaba lo que sirviese y lo rellenaba con tubos y algodoncitos para que no se fuese a desinflar durante el velorio. Se estima que más de mil cuerpos pasaron por sus manos, que además estaban bastante sucias, en el sentido literal del término. La diferencia entre los tejidos de la infanta y los del embalsamador de Nueva York es el precio: la conservación de las células de Leonor cuesta 1500 euros de inicial y cuotas anuales de 100, más el precio de generar los órganos a partir de esas células. El embalsamador, en cambio, vendía el cuerpo sin destazar a 500 dólares. El comprador no sabía de dónde exactamente salía su hígado y tampoco en qué condiciones lo habían desmantelado. Con el avance de la ciencia, comprar un cuerpo nuevo es como ir a la frutería: -¿Me da un par de córneas, por favor? -Claro, tenemos unas muy fresquitas por $3000. -Uy, no, caserito ¿No tendrá unas más económicas? -Hay unas a $300, pero el dueño era miope. Si se lleva también un riñón, le doy todo por $500. Eso sí, no me esté toqueteando la mercancía, que luego nadie me la quiere comprar. Como en todo mercado, hay talleres de lujo y chapuceros baratos, por supuesto. No es lo mismo comprar la tráquea de un fumador compulsivo que el corazón de un atleta. Imagino que, conforme se vaya regulando un poco el tema, podremos ir vendiendo nuestros órganos por adelantado cuando haga falta un dinerillo para hacer ese viaje de vacaciones o satisfacer ese capricho. Eso sí, el nuevo propietario tendrá derecho a certificar que mantengamos el órgano en buen estado hasta su entrega que, eventualmente, se podrá hacer a plazo fijo. El avance de la ciencia, la obsesión por la salud y la desacralización del cuerpo no parecen malas en sí mismas. Pero a veces, las cosas más normales forman cócteles macabros.

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27 de febrero de 2006
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El cazador de mariposas

En todas partes hay un argentino: aparecen en hoteles de Moscú y mítines políticos en Bolivia. Pueblan la televisión de España y los bares cubanos de Miami. El que conocí en Portugal era alto, pelirrojo, vestía de riguroso negro todo el tiempo y cargaba siempre con una cámara fotográfica y un nombre de villano de historieta: Mordzinski. Mordzinski apareció un día en el lobby del hotel y me explicó que solía fotografiar escritores. Yo pensé que con tanta modelo famosa y deportista millonario, este hombre tenía atrofiado el sentido de los negocios. Él dijo que quería reunir una colección de imágenes en cuartos de hotel. Como es natural, imaginé que se trataba de un fetichista chiflado de esos que se cuelan en los congresos literarios. Pero, la verdad, pensé eso de puro ignorante. Como él quería fotografiarme, decidí investigarlo, a ver si no era un degenerado. Muy por el contrario, Mordzinski resultó ser una leyenda entre los invitados del congreso literario. Entre los escritores circulan mitos sobre él, como que disfraza su identidad con diversos seudónimos para vender sus fotos a los periódicos europeos. Para los diarios conservadores usa nombres provocadores como Draco Lempika, y para los medios progres opta por llamarse María Jesús de los Ángeles. Algunos de los escritores consultados llevaban catálogos y libros de su obra: los hay en francés y español, en ruso y alemán, y llevan textos de Luis Sepúlveda, Rosa Montero o José Manuel Fajardo. Entre quienes se han enfrentado a su cámara figura Saramago, con su rostro reflejado en un espejo que lleva en la mano. Y Borges, dirigiendo su mirada vacía hacia una luz borrosa. Está Javier Cercas leyendo vestido en una piscina. Juan Manuel de Prada acostado en la cama como un gigantesco bebé con lentes. Enrique de Hériz y Juan Gabriel Vásquez cabeceando una pelota en un estadio. O sea, si no te fotografía Mordzinski, no eres nadie. Además, Mordzinski era el personaje más notable de esta reunión, porque era el único que estaba en todas partes. Lo vi sentado en la mesa de las chicas guapas mientras en la mía unos señores discutían sobre la guerra de Angola. Lo encontré saliendo de habitaciones cuyos ocupantes eran un misterio. El día de nuestra sesión, llevaba las llaves de una suite con vista al mar. No quise saber cómo las había conseguido. Es extraño que te hagan fotos. Tienes que posar de una manera que muestre tu personalidad. Es decir, tienes que fingir que eres lo que de verdad se supone que eres. O lo que tú supones que eres. Pero al final, sale lo que el fotógrafo cree que eres. - ¿Por que fotografías escritores, Mordzinski? -No sé. Quizá porque a mí me gustaría escribir pero no puedo. Clic. -Y en venganza te robas la imagen de los que sí pueden. - ¿Te acuerdas de Nabokov cuando cazaba mariposas con una red? Pues igual, yo los retengo en la cámara y los coloco congelados en mi colección. Clic.Clic. Mi imagen de los cuartos de hotel es la del sitio en que te encierras durante las giras de promoción de los libros: has comido demasiado, has bebido demasiado, has conocido a demasiada gente y le has sonreído a toda, aunque no recuerdas el nombre de ninguna, estás agotado pero llevas encima demasiada adrenalina para dormirte de inmediato, te sientes pesado, y siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para llamar a casa. Hacemos las fotos en un rincón del cuarto, sin zapatos. Trato de que parezca que me siento solo. Clic. Clic. Mientras Mordzinski me hace las fotos, decido hacerle yo también un retrato a él, uno hecho de palabras. Y aquí está.

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24 de febrero de 2006
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La vida es la mejor novela

Resulta natural suponer que la mayor parte de la gente decodifica la vida de acuerdo a la órbita de su saber. Que el biólogo debe verla como un proceso orgánico, y el físico como una sucesión de efectos que suceden a sus causas. Que aquel afecto a los motores y las máquinas privilegiará los aspectos mecánicos del fenómeno, y aquel devoto de los juegos será parcial a las consecuencias del azar –imaginando, siempre, que podrá anticiparse a su lógica. Debería resultar igualmente predecible que un escritor tienda a interpretarla como una manifestación, quizás la más excelsa, del arte que practica. Yo estoy convencido de que mi vida evoluciona de acuerdo a las reglas de los relatos de ficción. Creo con toda certeza que podría escribir mi vida desde el comienzo, e incluso desde antes del comienzo (ah, los pecados heredados de nuestros mayores), y que el relato resultante sería una novela con todas las de la ley. No se preocupen, que no pienso afligirlos con una obra semejante; lo que quiero decir es que cuando considero las circunstancias de mi origen, las experiencias de mi infancia, las rebeldías de mi adolescencia y mis errores de adulto encuentro la misma progresión que es común a los buenos personajes de ficción. Al revisar mi pasado, encuentro los signos que preanuncian la caída. Y aun en la penumbra del fondo en que caí, distingo (la luz es tenue, pero me alcanza para ver) el hilo de Ariadna que alienta mi esperanza de salir del laberinto.

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Ayer encontré un texto de los Recuerdos de Máximo Gorki en el que refiere uno de sus encuentros con León Tolstoi. Gorki cuenta que Tolstoi le permitió leer su diario privado. Allí Gorki dio con una frase que llamó su atención: “Dios es mi deseo”, había escrito el autor de Anna Karenina. Cuando Gorki le pidió explicación, todo lo que Tolstoi comentó fue que se trataba de un pensamiento inacabado, y después cambió de tema. No me pregunten qué tiene que ver esta anécdota con lo que dije al principio respecto de la vida entendida como novela. Tan sólo sé que son nociones vinculadas, aunque todavía no pueda entender cómo. Ningún personaje de ficción comprende de inmediato los signos que recibe, pero siempre reconoce que se trata de un signo, que llevará dentro el tiempo que sea necesario hasta que pueda decodificar su acertijo. Porque si hay algo que está claro en la conciencia del escritor es que nada ocurre porque sí; un escritor nunca cree del todo en la idea del azar, aunque diga lo contrario; cree, más bien (¡aunque no se atreva a confesarlo!) en la noción del destino.

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24 de febrero de 2006
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Doce monedas

La inteligencia, que hoy parece determinada económicamente (quiero decir: que está allí donde la pagan), ha sido hasta hace pocos años un fenómeno geográficamente misterioso. Aparecía donde menos se la esperaba. Como dice el célebre poema: “Nuestro Señor Jesucristo nació en un pesebre. Donde menos se piensa salta la liebre”. ¿Cómo pudo acumularse tal cantidad de talento en la Viena de Francisco José, aquel reino de opereta, podrido, momificado? La lista de nombres, de Loos a Wittgenstein, de Musil a Klimt, de Kraus a Schoenberg, es apabullante. Claro que, a pesar de todo, estamos hablando de la capital de un imperio, por muy acabado que estuviera. Más sorprendente aún es que en la provincial Basilea del siglo XIX, una ciudad chiquita de unos veinte mil habitantes, archiconservadora, levítica, mercantil, coincidieran Bachofen, Burkhardt y Nietzsche, tres cabezas cargadas de dinamita. ¿Y la coincidencia de Ortega, Falla, Valle, Unamuno, Machado et álii en la miserable corrala madrileña de los años treinta? Quizás había una fuerza de atracción inconcebible que forzaba la concentración de los espíritus, como el campo magnético que arrima las virutas de hierro. Una atracción por simpatía intelectual que no dependía del dinero. Quizás, simplemente, resultaba más emocionante, divertido o estimulante vivir entre buenas cabezas que con idiotas. Como cuando vivían en Barcelona García Márquez, Mario Vargas, Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, Sergio Pitol... Siempre me olvido de alguien. Claro, era bastante más interesante que participar del villancico borreguil de nuestros días. Ahora, sin embargo, parece imposible que se produzca un fenómeno semejante y que el talento se concentre en un lugar inesperado. No sé: en San Marino, de repente. ¿Será que el talento se ha hecho mercenario y ya no atiende al atractivo anímico, sino sólo al económico? No lo creo. Poner al dinero en su lugar, muy por detrás del intercambio y la contienda entre iguales, es algo ínsito al talento. Por cierto, tal y como están las cosas, llamo “talento” al sentido común cuando no se dedica tan sólo a la supervivencia.

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24 de febrero de 2006
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Plan de evasión

Hace un par de días, respondiendo al texto donde comparaba la vida de la gente común y corriente con la de aquellos que nos la pasamos escribiendo ficciones (y por ende vivimos la vida imaginando vidas ajenas), alguien que responde al alias de lanavajaenelojo hizo notar con tino que “la inmensa mayoría vive también las vidas ajenas más que la suya propia: ve televisión, ve cine, juega a videojuegos, lee libros, lee revistas del corazón, escucha los cotilleos sobre otras personas, chatea en internet, lee cosas en la red…” El tema de la desnaturalización de la vida contemporánea es uno que me obsesiona. Vivimos en una sociedad que nos soborna para que renunciemos a la posibilidad de una existencia intensa. Está claro que aquellos que se benefician con el statu quo no nos quieren en la calle, poniendo el cuerpo en reclamo por nuestros derechos o por algún otro derecho conculcado; prefieren, en todo caso, que nos sumemos a cadenas de pedidos humanitarios por la red: no hay nada más fácil que apretar la tecla que dice delete. Esta es una cuestión tan delicada como urgente. El morbo que despierta en la mayor parte de nosotros la contemplación del dolor ajeno por TV es resultado, en buena medida, de la necesidad de sentir algo parecido al dolor sin sufrir ninguna de sus consecuencias. Con tal de preservarnos de cualquier tipo de desgarro, preferimos renunciar a la intensidad de los sentimientos verdaderos. Estaba dándole vueltas al asunto cuando me topé con un texto de Samuel Johnson que me hizo dudar respecto de la modernidad del problema. Comentando el monólogo del Duque en la comedia shakespiriana Measure for Measure, Johnson se detiene en los versos que dicen: “No tienes ni juventud ni vejez; / pero, como si estuvieses en una siesta después de comer, / sueñas con ambas”. Lo primero que me sorprendió fue la lectura que Johnson hacía de estos versos. El crítico comenta la tan humana característica que nos hace desperdiciar la juventud trazando planes, y languidecer cuando viejos recordando nuestros primeros años. “Nuestra vida,” dice Johnson, “que nunca hemos ocupado plenamente en el momento presente”. Creo que el viejo Samuel tiene razón, querida navaja. Por más que entendamos que estos tiempos nos facilitan la evasión, debemos aceptar que la incapacidad para habitar el hoy, para vivir con intensidad el momento presente, es un rasgo inseparable de lo humano desde el principio de los tiempos. Somos criaturas dadas a la ensoñación. Parafraseando a Erich Heller, podríamos decir: “¿Cuál es el pecado del hombre? Su capacidad de soñar. ¿Y cuál es la salvación del hombre? Su capacidad de soñar”. Lo segundo que me sorprendió, cuando Johnson me forzó a revisar la obra de Shakespeare, fue descubrir que a pesar de los cuatro siglos que los separan, el Duque y navaja se estaban formulando la misma pregunta. “What’s yet in this / That bears the name of life?” pregunta el Duque en el monólogo al que Johnson alude. Y navaja, reconociéndose hijo de esta sociedad de la información que nos inmoviliza todo el tiempo delante de una pantalla, se lo cuestiona también: “¿Qué es la vida?”. Nadie imaginará que yo tengo la respuesta. Pero mientras hago planes para los tiempos que vendrán, me tranquiliza saber que seguimos formulándonos la pregunta.

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23 de febrero de 2006
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Cuando la luz del sol se esté apagando

En la bella literatura crepuscular se expresa el fracaso de la humanidad. Alguien que ha luchado toda la vida para encontrar un sentido que le permita recomendar la prolongación de la especie humana sobre la tierra, constata que no lo ha encontrado; que un bicho tan dañino como el humano es injustificable. La llegada del crepúsculo pone en evidencia que nunca podremos encontrar un sentido suficientemente sólido como para que sea permanente. Todos los sentidos son frágiles, pasajeros y leves. Es cierto, hemos conocido el gozo, el júbilo, el placer, la victoria, la compañía, la generosidad, el consuelo, la alegría, en fin, todo lo afirmativo de la existencia, sus sentidos pasajeros y leves. Pero honradamente debemos reconocer que con eso no es posible justificar la humillación, el crimen, la crueldad, el dolor, y el resto de las oscuras fuerzas que nos trituran cuando llega la noche. Leo en un artículo de Pankaj Mishra que Edmund Wilson describía así a un hombre que había luchado con tenacidad e inteligencia por encontrar algún sentido a su vida, al viejo Santayana en la aislada desolación del final: “Quiso que su tarea fuera la de penetrar en todas las posibles conciencias humanas con las que pudo establecer contacto, y ahora descansa en esta miserable tumbona como una mónada perdida en la mente universal”. Es la figura del anciano al que todavía alcanza un haz de luz en la tenebrosa morada donde lo pinta Rembrandt. Esa luz, sin embargo, ya no es un consuelo. No porque el viejo considere con melancolía su vida perdida, sino porque adivina toda la vida que aún está por venir. El inmenso océano de dolor que está esperando impaciente para penetrar en el corazón del recién nacido y estrenar sus colmillos en el mundo de los vivos. Bien es verdad que un pensamiento tan cenizo sólo puede tener lugar en la literatura crepuscular. 

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23 de febrero de 2006
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El Rambo turco

Los villanos de esta película de acción recorren el país asesinando y maltratando a gente inocente, incluso niños, y dinamitando sus templos. De tan malos que son, secuestran a sus propios aliados y trafican con los órganos de sus víctimas. ¿Son comunistas de una película de los ochenta? ¿O quizá traficantes latinoamericanos llamados Ramón? ¿O terroristas islámicos? No, son los nuevos malos de las películas. Acertó usted: son americanos. Y es que el último taquillazo de acción no viene de Hollywood sino de Turquía. Se llama Valle de Lobos y su protagonista, el agente Polat Alemdar, viaja a Irak a vengar las afrentas norteamericanas contra turcos, kurdos y árabes. Y lo hace a lo bestia, con una cantidad de persecuciones, asesinatos y disparos que la han convertido en la película más cara de la historia turca: ocho millones y medio de euros. Y sin duda la más exitosa: ha convocado ya a más de medio millón de personas en su país de origen, donde el presidente del parlamento y otros políticos consideraron que representa un acontecimiento histórico. Eso sí, no todo el mundo está tan contento. En Alemania, donde la han visto 200,000 personas, el primer ministro bávaro Edmund Stoiber ha exhortado a los dueños de las salas "retirar de inmediato esta película racista y antioccidental que incita al odio". También el ministro del Interior de Baden Wurttemberg, el conservador Heribert Rech, expresó su mal humor: "la película azuza resentimientos antisemitas y antiestadounidenses, abre brechas entre culturas y radicaliza sobre todo a jóvenes turcos". Imagino que estos señores, tan preocupados por la imagen de EEUU, también se escandalizaron cuando Rambo azuzaba resentimientos antivietnamitas. O con la última película de Steven Seagal, en la que Uruguay (¡?) aparecía gobernado por una dictadura terrorista. En ese caso, su protesta será cotidiana, porque aparece una película norteamericana “racista que incita al odio” más o menos cada dos días. O quizá ellos piensen que todos los árabes son unos terroristas salvajes y sanguinarios y, por lo tanto, pintarlos así no es peyorativo sino descriptivo. Cuando salieron las caricaturas de Mahoma, machacamos todos en Europa y América que la libertad de expresión es intocable aunque sea para proteger bodrios de mal gusto. Pero para los conservadores alemanes, los bodrios de mal gusto deben ser permitidos sólo si fastidian a los demás. El cine de acción siempre ha sido el espacio en que la gente gana las batallas que pierde en la realidad. Ojalá no sirva esta vez para sumar batallas al mundo real, que ya tiene bastantes.

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23 de febrero de 2006
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