Félix de Azúa
Ni siquiera de las frases más sencillas y engañadoramente hermosas podemos fiarnos. Véase si no.
Cuando Manrique escribe una de las más perfectas frases del castellano: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, ¿alguien tiene la pretensión de saber qué ríos y qué mares pasaban por la cabeza del poeta? ¿Acaso no sabemos que los mares, en tiempos de Manrique, eran pocos, discretos y como lagunillas tachonadas de galeones en estaciones de bonanza? ¿Y que los ríos eran feroces, atacaban sin aviso, se precipitaban por tierras salvajes y apenas eran navegables en la desembocadura? ¿Y que nadie, absolutamente nadie, en vida de Manrique sabía nadar?
Pues si en una frase como ésta, tan transparente, limpia como el cristal, de una fabulosa simpatía con la naturaleza misma de la lengua castellana, no es posible saber cuál era la figura que la produjo, ¿cómo vamos a saber de qué habla realmente el escritor cuando se propone un ejercicio difícil? Ahí va un ejemplo.
“Las «verduras de las eras» son el ralo brote espontáneo de los escasos granos de cereal que, tras el levantamiento de la parva, han quedado adheridos a la tierra y que una tormenta de agosto ha hecho germinar, pero que por lo avanzado de la estación, jamás llegarán a hacer espiga ni a engranar, y morirán, por tanto, sin dar fruto, sin posteridad alguna”.
Esto es lo que comenta Sánchez Ferlosio en Las semanas del jardín, sobre la simplísima pregunta de Manrique: “¿qué fueron sino verduras de las eras?”. No es tan simple, presten ustedes atención, dice Ferlosio. Y a continuación nos persuade de que toda la mención de las verduras reposa sobre esta inesperada conclusión: “sin posteridad alguna”. Las “verduras de las eras” son aquí alegoría de la esterilidad, no de la fragilidad o de la apariencia engañosa.
Ferlosio no nos adoctrina sobre un contenido, sino que hace girar el verso de Manrique en el aire, como el niño fascinado por un cubo de galena. Sólo quiere estar un rato más junto a ese verso, volver a leerlo. Una vez más.