Félix de Azúa
En la bella literatura crepuscular se expresa el fracaso de la humanidad. Alguien que ha luchado toda la vida para encontrar un sentido que le permita recomendar la prolongación de la especie humana sobre la tierra, constata que no lo ha encontrado; que un bicho tan dañino como el humano es injustificable. La llegada del crepúsculo pone en evidencia que nunca podremos encontrar un sentido suficientemente sólido como para que sea permanente. Todos los sentidos son frágiles, pasajeros y leves. Es cierto, hemos conocido el gozo, el júbilo, el placer, la victoria, la compañía, la generosidad, el consuelo, la alegría, en fin, todo lo afirmativo de la existencia, sus sentidos pasajeros y leves. Pero honradamente debemos reconocer que con eso no es posible justificar la humillación, el crimen, la crueldad, el dolor, y el resto de las oscuras fuerzas que nos trituran cuando llega la noche. Leo en un artículo de Pankaj Mishra que Edmund Wilson describía así a un hombre que había luchado con tenacidad e inteligencia por encontrar algún sentido a su vida, al viejo Santayana en la aislada desolación del final: “Quiso que su tarea fuera la de penetrar en todas las posibles conciencias humanas con las que pudo establecer contacto, y ahora descansa en esta miserable tumbona como una mónada perdida en la mente universal”. Es la figura del anciano al que todavía alcanza un haz de luz en la tenebrosa morada donde lo pinta Rembrandt. Esa luz, sin embargo, ya no es un consuelo. No porque el viejo considere con melancolía su vida perdida, sino porque adivina toda la vida que aún está por venir. El inmenso océano de dolor que está esperando impaciente para penetrar en el corazón del recién nacido y estrenar sus colmillos en el mundo de los vivos. Bien es verdad que un pensamiento tan cenizo sólo puede tener lugar en la literatura crepuscular.