Marcelo Figueras
Resulta natural suponer que la mayor parte de la gente decodifica la vida de acuerdo a la órbita de su saber. Que el biólogo debe verla como un proceso orgánico, y el físico como una sucesión de efectos que suceden a sus causas. Que aquel afecto a los motores y las máquinas privilegiará los aspectos mecánicos del fenómeno, y aquel devoto de los juegos será parcial a las consecuencias del azar –imaginando, siempre, que podrá anticiparse a su lógica.
Debería resultar igualmente predecible que un escritor tienda a interpretarla como una manifestación, quizás la más excelsa, del arte que practica. Yo estoy convencido de que mi vida evoluciona de acuerdo a las reglas de los relatos de ficción. Creo con toda certeza que podría escribir mi vida desde el comienzo, e incluso desde antes del comienzo (ah, los pecados heredados de nuestros mayores), y que el relato resultante sería una novela con todas las de la ley. No se preocupen, que no pienso afligirlos con una obra semejante; lo que quiero decir es que cuando considero las circunstancias de mi origen, las experiencias de mi infancia, las rebeldías de mi adolescencia y mis errores de adulto encuentro la misma progresión que es común a los buenos personajes de ficción. Al revisar mi pasado, encuentro los signos que preanuncian la caída. Y aun en la penumbra del fondo en que caí, distingo (la luz es tenue, pero me alcanza para ver) el hilo de Ariadna que alienta mi esperanza de salir del laberinto.
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Ayer encontré un texto de los Recuerdos de Máximo Gorki en el que refiere uno de sus encuentros con León Tolstoi. Gorki cuenta que Tolstoi le permitió leer su diario privado. Allí Gorki dio con una frase que llamó su atención: “Dios es mi deseo”, había escrito el autor de Anna Karenina. Cuando Gorki le pidió explicación, todo lo que Tolstoi comentó fue que se trataba de un pensamiento inacabado, y después cambió de tema.
No me pregunten qué tiene que ver esta anécdota con lo que dije al principio respecto de la vida entendida como novela. Tan sólo sé que son nociones vinculadas, aunque todavía no pueda entender cómo. Ningún personaje de ficción comprende de inmediato los signos que recibe, pero siempre reconoce que se trata de un signo, que llevará dentro el tiempo que sea necesario hasta que pueda decodificar su acertijo. Porque si hay algo que está claro en la conciencia del escritor es que nada ocurre porque sí; un escritor nunca cree del todo en la idea del azar, aunque diga lo contrario; cree, más bien (¡aunque no se atreva a confesarlo!) en la noción del destino.