Félix de Azúa
La primera embarcación a vapor que navegó por aguas suizas cruzó el lago Leman de Ginebra a Ouchy en 1823. Línea y embarcación, todavía funcionan. Como es lógico, no debe de quedar ni un tornillo del original, pero el SS Montreux, bautizado en 1904, sigue disponiendo a los viajeros sobre su cubierta y es tan esbelto como una babucha de sultán.
Más modesto, el Lavaux me acerca a las mansiones de Bellevue y de La Bellotte. Durante el trayecto puede verse entre verduras la villa Diodati, ese lugar en donde ardía la más alta poesía y la más grosera estupidez cuando Byron, Shelley y sus groopies la ocuparon hasta la muerte del poeta, o sea, de Shelley.
La escena del funeral “griego” de Shelley, tal como lo relata en sus memorias Trelawny, que estaba presente, es soberbia. Las damas lloraban por el joven poeta arrebatado por los dioses celosos, mientras sus amigos prendían fuego a la pira funeraria. Pero cuando las llamas causaron la explosión del cráneo de Shelley, huyeron despavoridas y cubiertas de sesos fritos.
En lo alto de la ribera opuesta se ve también la mansión (una más) de los Rotschild, inconfundible por su espantoso mal gusto. Esta familia de familias no logró moderar su tosquedad hasta la segunda guerra mundial.
El sol da de lleno sobre la toldilla. Un par de argentinas muy jóvenes duermen tumbadas sobre la cubierta con la cabeza apoyada en los salvavidas. Han pasado una noche agitada y el balanceo lacustre las sosiega.
El Lavaux avanza sobre las aguas quietas. Un hermano del Lavaux debió de remontar los grandes ríos africanos y asiáticos en donde familias como los Rotschild pusieron a navegar sus cañoneras. La conquista colonial no habría sido posible sin estas preciosas máquinas fluviales, armadas con un cañón en la proa. La Reina de África.
Del mismo modo que ahora vamos de un puertecito a otro cargando y descargando pasajeros, iban entonces las cañoneras de fuerte en fuerte y dejaban en cada estación (apenas cuatro maderos en medio de la jungla) a un pelotón de soldados. Luego seguían remontando. Aquellas infernales guarniciones de las Compañías han dado uno de los mejores cuentos de la literatura, Un par de idiotas (Two fools), de Conrad. Aunque la historia esencial, la que dice la verdad sobre la épica colonial, es, naturalmente, El corazón de las tinieblas.
Quizás en alguno de estos remansos del Leman habitado por millonarios de todos los pelajes, sobreviva también un Kurtz. Alguien que ha traficado toda su vida con armas, drogas, petróleo y seres humanos. Alguien que ha conocido todas las mafias, todas las corrupciones. Quizás se esconda en una de estas colosales mansiones, dando tumbos por habitaciones vacías, golpeando su cuerpo desnudo contra las esquinas, pisando botellas rotas y esperando que en algún momento se presente el mensajero con la tan ansiada medicina. El horror, el horror.