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EL ROCÍO (JURADO) QUE HUMEDECE

Las ediciones digitales, televisivas o radiofónicas –puesto que a las impresas no les dio tiempo- abrieron sus informativos con la muerte de Rocío Jurado. Ni los nuevos asuntos de Irán e Irak en el apartado internacional ni los de ETA y el Estado de la Nación en España, se consideraron más relevantes a juicio de “todos” los informativos periodísticos. Pero ¿qué son hoy los periodistas? Ante todo, los últimos representantes de la emoción popular, ya que no de sus quejas más ciertas. Sin ellos, sin estos periodistas, el pueblo –tras perder voz- dejaría de poseer corazón o su tamaño quedaría reducido al latido imprescindible para depositar el voto, de acuerdo al imperante interés de la política.

Efectivamente los periodistas del corazón vienen ser a menudo carroñeros y tanto menos escrupulosos cuanto mejores profesionales devotos. Su valor conceptual, sin embargo, reside en que barren de la escena y en proporción saludable la omnipresencia de la política siendo ésta, en su etapa actual, un residuo parásito de su propia decadencia. Por efecto de la  insufrible denigración de lo político los ciudadanos ya no se dignifican más sino que aumentan la desconfianza entre sí, según promueven los nacionalismos, o ven estimulada su mezquindad siguiendo el ejemplo de los mandatarios. Los periodistas políticos siguen, por su parte, la estela de los líderes con una dedicación profesional que les deteriora física e intelectualmente y, a la vez, les hace perder la vida en familia.

La cobertura de la larga enfermedad (24 meses) de la famosa cupletista de Chipiona no puede presentarse como  ejemplo de alta profesionalidad puesto que incluso hubo quien se colaba en la misma casa o mentía, al modo de la ministra de Cultura (vergonzoso heraldo de un falso infarto cerebral de la cantante).

Pero puede  estimarse, sin embargo, este largo serial de clínicas, diagnósticos, medicamentos y estados de ánimo, como una aportación de peripecia cotidiana y sentimental que ajustada,  falsa, recreada, oportuna o no, ha entregado en forma sensacionalista, sensaciones humanas, de manera comercializada empatías solidarias y de forma seriada batidas del corazón general. No todo ha de ser razón y pensamiento, ni tampoco crisis bursátil, bélica, política o social. La quiebra individual nos representa directamente y, al margen de las rutinarias y fáciles críticas a los paparazzi, la familia ha obtenido una gloria mediática que sin anular el dolor lo ha anestesiado en su grandiosa proclama. ¿Qué grupo humano, en fin, no desearía para la muerte inexorable un regalo parecido? Pero también ¿cómo no sentir que la muerte propia acaso tan menuda informativamente ha podido encontrar un remedo imaginario en el rocío de la participación? Las cosas significan con frecuencia lo contrario de lo que parecen a primera vista o llegan, a pesar de la previsión más cabal, por el lado estratégico que menos se las espera.

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1 de junio de 2006
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Remontando el río Congo

La primera embarcación a vapor que navegó por aguas suizas cruzó el lago Leman de Ginebra a Ouchy en 1823. Línea y embarcación, todavía funcionan. Como es lógico, no debe de quedar ni un tornillo del original, pero el SS Montreux, bautizado en 1904, sigue disponiendo a los viajeros sobre su cubierta y es tan esbelto como una babucha de sultán.

Más modesto, el Lavaux me acerca a las mansiones de Bellevue y de La Bellotte. Durante el trayecto puede verse entre verduras la villa Diodati, ese lugar en donde ardía la más alta poesía y la más grosera estupidez cuando Byron, Shelley y sus groopies la ocuparon hasta la muerte del poeta, o sea, de Shelley.

La escena del funeral “griego” de Shelley, tal como lo relata en sus memorias Trelawny, que estaba presente, es soberbia. Las damas lloraban por el joven poeta arrebatado por los dioses celosos, mientras sus amigos prendían fuego a la pira funeraria. Pero cuando las llamas causaron la explosión del cráneo de Shelley, huyeron despavoridas y cubiertas de sesos fritos.

En lo alto de la ribera opuesta se ve también la mansión (una más) de los Rotschild, inconfundible por su espantoso mal gusto. Esta familia de familias no logró moderar su tosquedad hasta la segunda guerra mundial.

El sol da de lleno sobre la toldilla. Un par de argentinas muy jóvenes duermen tumbadas sobre la cubierta con la cabeza apoyada en los salvavidas. Han pasado una noche agitada y el balanceo lacustre las sosiega.

El Lavaux avanza sobre las aguas quietas. Un hermano del Lavaux debió de remontar los grandes ríos africanos y asiáticos en donde familias como los Rotschild pusieron a navegar sus cañoneras. La conquista colonial no habría sido posible sin estas preciosas máquinas fluviales, armadas con un cañón en la proa. La Reina de África.

Del mismo modo que ahora vamos de un puertecito a otro cargando y descargando pasajeros, iban entonces las cañoneras de fuerte en fuerte y dejaban en cada estación (apenas cuatro maderos en medio de la jungla) a un pelotón de soldados. Luego seguían remontando. Aquellas infernales guarniciones de las Compañías han dado uno de los mejores cuentos de la literatura, Un par de idiotas (Two fools), de Conrad. Aunque la historia esencial, la que dice la verdad sobre la épica colonial, es, naturalmente, El corazón de las tinieblas.

Quizás en alguno de estos remansos del Leman habitado por millonarios de todos los pelajes, sobreviva también un Kurtz. Alguien que ha traficado toda su vida con armas, drogas, petróleo y seres humanos. Alguien que ha conocido todas las mafias, todas las corrupciones. Quizás se esconda en una de estas colosales mansiones, dando tumbos por habitaciones vacías, golpeando su cuerpo desnudo contra las esquinas, pisando botellas rotas y esperando que en algún momento se presente el mensajero con la tan ansiada medicina. El horror, el horror.

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1 de junio de 2006
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La vigencia de un clásico

Quizás sea la película de culto más cara de la historia, porque nació con vocación de blockbuster y fue un fracaso comercial. Pero desde su estreno, hace ya casi 25 años, convirtió a la mayoría de sus pocos espectadores en acólitos –entre los que por cierto me cuento. Blade Runner no ha dejado nunca de ser una de mis películas favoritas.

En aquel entonces atribuí mi fascinación a la mezcla entre la ciencia ficción y el film noir, dos de mis géneros favoritos: Rick Deckard (Harrison Ford) era Philip Marlowe en el siglo XXI. (Ya no estamos tan lejos del futuro descripto en la película: ¡faltan tan sólo trece años para el 2019!) Me gustaba además la descripción de ese mañana, que los films en que Hollywood juega al futurismo suelen pintar sintético y de colores brillantes y que Ridley Scott representaba oscuro, sucio y maloliente. Con el tiempo se hizo posible apreciar hasta qué punto Scott se había anticipado al presente: en su Babel cultural, en la inmigración masiva de los países periféricos hacia los centrales, en su manipulación de lo genético, en su descripción de las grandes empresas corporativas ocupando el sitial de las naciones, en la polarización de las clases sociales. Creo, incluso, que en Blade Runner oí por primera vez la palabra sushi. En el relato en off, que tanto resuena a film noir y que Ridley Scott dice detestar, Deckard aclara que sushi es el sobrenombre con que su ex esposa lo llama: “Pescado frío”.

Hoy estoy convencido de que, más allá de las satisfacciones superficiales que la película concede (en su dirección de arte, por ejemplo, que Scott explota al máximo como elemento narrativo: es posible verla más de veinte veces sin terminar de registrar la cantidad de elementos que el director incluyó en cada encuadre; ¡cada uno de ellos cuenta algo!), la fascinación que Blade Runner sigue ejerciendo sobre mí tiene que ver con su corazón. Blade Runner es una película sobre el más humano de los temas: la conciencia de la mortalidad. Al utilizar como villanos a unos androides que en esencia son una versión destilada de lo humano –más inteligentes, más bellos, más fuertes, pero con una “fecha de expiración” prefijada-, lo que Scott y los guionistas David Webb Peoples y Hampton Fancher hicieron fue poner en negro sobre blanco nuestro dilema cotidiano: ¿cómo vivir, sabiendo que más temprano que tarde habremos de morir?

Creo que he visto pocas escenas más conmovedoras que la de la muerte del androide Roy Batty (inolvidable Rutger Hauer), cuando cuenta las cosas que ha visto durante su corta existencia –y las emociones experimentadas en consecuencia- que ahora, al dejar de existir, se perderán para siempre. Y estoy seguro de que somos miles los que conservamos en la memoria sus palabras finales bajo el aguacero, ante la mirada azorada (¡conmovida!) de Rick Deckard: “All this things will be lost, like tears in the rain”. Todas estas cosas se perderán, como lágrimas en la lluvia.

Amo a Blade Runner porque es de esas películas que consigue explotar al máximo las potencialidades del cine. Es entretenida y provoca el pensamiento. Es imaginativa y a la vez piadosa. Es grave y ligera al mismo tiempo. Es una delicia para el ojo y también para el oído. (Ah, esa banda sonora de Vangelis…) Pone la cabeza en movimiento y también el corazón. En suma, es la clase de película que ilustra maravillosamente mi grito de ayer en contra del realismo: habla de cosas que nos son esenciales a todos pero lo hace de manera creativa, activando la imaginación.

La tengo en video, la tengo en laser y seré de los primeros en comprarme la versión multidisco en DVD que saldrá en el 2007, cuando se cumplan los 25 años de su estreno. Blade Runner es una de las películas que me llevaría a mi isla desierta.

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1 de junio de 2006
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Se va el caimán

Y no se va para Barranquilla sino a la Porra. He sido un fanático del primer Nani Moretti (el de la genial Palombella rossa) y muy adicto al segundo (hasta la menos genial La stanza del figlio), pero su Caimán no tiene perdón de Dios.

Primer y magno error: proponer un final apocalíptico, con Berlusconi dando un golpe de estado envuelto en llamas para evitar ir a prisión (muy buena la música de esa escena, digna de Herrmann), cuando hace escasas semanas los electores lo han enviado a su casa sin el menor problema.

Segundo error, bastante considerable: que el propio Moretti interprete a Berlusconi al final de la película para soltar su típico discurso sobre la ineficacia de la izquierda, sobre la incompetencia de la magistratura, sobre el régimen cleptómano de los partidos italianos, sobre la imposibilidad de que un gobierno dure más de dos años, etcétera, mientras los espectadores van dando cabezazos y musitando: “¡Cuánta razón tiene Berlusconi...!”.

Tercer error, comprensible: el desorden argumental, el guión caótico, la acumulación de despropósitos seguramente debidos a los cortes impuestos por los abogados de la productora. De no ser así, sería imperdonable. El protagonista está arruinado, acabado, abandonado por su actor, por su mujer y por su productor en una de las últimas escenas. Sin embargo, en la siguiente continúa el rodaje con un actor nuevo, todo el equipo, los decorados y la utillería, como si tal cosa y sin mayores explicaciones.

En fin, último error, muy humano: a lo largo de la película los actores, productores, directores, todos aquellos a quienes se les propone el guión, dicen que es absurdo rodar una película para contar lo que todo el mundo sabe sobre Berlusconi. En efecto. No tiene ningún sentido rodar una película que cuenta una pequeña parte de lo que todos sabemos sobre Berlusconi. Moretti parece protegerse de la crítica adelantándose a ella. Pero lo que ha rodado es una película que cuenta una pequeña parte de lo que todos sabemos sobre Berlusconi.

En algún momento de Caimán el protagonista dice que no soporta el cine ideológico. Moretti había demostrado que con inteligencia, humor y una viva imaginación, era posible hacer un cine político no inmediatamente obvio o infantil.

Después de Caimán, parece que ya ni siquiera Moretti puede rodar cine político.

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31 de mayo de 2006
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Forever Charly

La primera vez que vi a Charly García era un hombre de color verde que se echaba ketchup en la ropa mientras cantaba: “estoy verde, no me dejan salir. Ya no sirve vivir para sufrir”. Así dicho parece ridículo, y lo era. Pero la canción se me quedó grabada en la memoria. Yo tenía unos diez años, y es la primera canción que recuerdo.

Años después, vi hablar a Charly en el programa de Susana Jiménez. Acababa de salir de una clínica de desintoxicación y Argentina celebraba la campaña “Sol sin drogas”. Susana quería conseguir unas declaraciones del cantante apoyando una vida sana, basado en su dura experiencia para abandonar los fármacos. No sabía con quién hablaba.

-Decime, Charly ¿Qué fue lo primero que hiciste al salir de la clínica?
-Lo mismo por lo que me metieron.

Susana sonrió a la cámara, incómoda.

-Ya, es que, no sé si sabes, estamos apoyando la campaña “Sol sin drogas”.
-¿O sea que cuando llueve sí nos podemos drogar?

Ahora Susana estaba francamente de mal humor, buscando la cara de su productor para mandar a comerciales.

-No, Charly. La idea es que no hay que drogarse.
-Ah, entonces mejor “Drogas sin sol”.

Ese día decidí que cuando fuese mayor usaría drogas.

Charly podía ser francamente peligroso si le dejabas abrir la boca. En otra ocasión, mientras en su país se discutía si se juzgaría o no a Videla por sus crímenes, se bajó el pantalón durante un concierto. Creo que fue en Rosario. En represalia, el gobierno de la ciudad amenazó con denunciarlo por faltas a la moral. Cuando un periodista le preguntó su opinión al respecto, respondió:

-¿Me van a meter preso? ¿Por bajarme el pantalón? Che, Videla se tiene que estar muriendo de risa ¿No?

Nadie lo denunció.   

En realidad, Charly no estaba diciendo bobadas. Decía lo que la sociedad no quería oír. Hasta cierto punto, se autoinmolaba por la realidad. Era una constante caricatura de Argentina, y por extensión, de todos los demás países latinoamericanos.  Fue gracias a él que aprendí quién era Videla. Pero también fueron canciones suyas como Rasguña las piedras las primeras que aprendí a tocar en la guitarra, cuando aún ni siquiera sabía que el autor de esos temas de adolescencia hippy era el mismo señor verde que se echaba ketchup en la ropa. Fue con sus canciones ácidas que me enamoré por primera vez, como mis padres hacían con las de Silvio Rodríguez.

De todos modos, lo más importante que Charly ha hecho por mí es salvarme la vida. Cuando eso ocurrió, yo ya no era un niño, pero supongo que mis sentimientos no habían madurado a la velocidad de mi cuerpo. El caso es que me había dejado una chica, y yo pensé en suicidarme. Estaba tirado en mi cama viendo televisión, muy deprimido, y me pasó la idea por la cabeza. No es el tipo de cosa que uno piensa en serio, es verdad. No es un pensamiento que habría durado mucho. Pero soy exagerado y dramático, y tuve uno de esos momentos de preguntarme: “¿y si me tiro por la ventana y acabamos con todo de una vez?”.

No sé cuánto habría durado ese pensamiento en circunstancias normales, pero en ese momento, apareció Charly en la tele tirándose por la ventana. Saltó de un piso nueve, se precipitó hacia el suelo y cayó en una piscina. Pensé que estaba viendo visiones, pero repitieron el salto. Sí. Era él.

Ahora, mientras hojeo el libro de fotos de Charly que ha aparecido en Buenos Aires, me doy cuenta de que él ha estado toda la vida ahí, desde que tengo memoria, marcando de un modo u otro el ritmo de mi existencia y la de toda mi generación, y la anterior, e incluso la anterior de la anterior. Charly haciendo el excéntrico, Charly diciendo boludeces, Charly sacando discos incomprensibles, Charly desmayándose en los conciertos, han sido imágenes constantes. Nuestras vidas se pueden mensurar según el grado de locura del señor García porque, para muchos latinoamericanos, él es la Argentina que hemos habitado.

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31 de mayo de 2006
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¡A la basura con el realismo!

¿Por qué será que hay tantos que confunden el realismo con la realidad, o peor aún: con la verdad?

Conversando ayer con el cineasta Marcelo Piñeyro, la charla derivó a sus años en la Escuela de Cine, cuando discutía a diario con la mayoría de sus compañeros, que sostenían que una cámara sólo sirve para reflejar la realidad, e iba a ver Tiburón con el rostro envuelto en una bufanda para que no lo reconociesen. Piñeyro estudió cine en la Argentina politizada de los 70, aquella Argentina que murió como tal con el golpe militar de 1976. También militaba en política, como casi todos los de su generación, pero esa militancia no le impedía disfrutar del cine grande, del cine que escapa de los dogmas ideológicos que desearían confinarlo a los suburbios del documentalismo.

Mientras lo escuchaba, se me ocurrió que la cosa no era hoy tan diferente. Si bien no existe ya la consciencia política de los años 70, en las escuelas de cine se privilegia un estilo despojado (despojado de todo: de historia, de edición, de actuación) que muchos confunden con la verdad. Todo pasa por juntar cuatro adolescentes y seguirlos con la cámara al hombro mientras no hacen nada, o a lo sumo desgranan comentarios que están muy lejos de la prosa de Esperando a Godot. La excusa suele ser que estas películas reflejan una cierta verdad, algo real que ocurriría delante de la cámara, un momento auténtico; la idea es que la ausencia total de acción y de motivación dice algo sobre el estado del alma de los jóvenes de hoy. En todo caso deberían aclarar que se trata del estado del alma de tan sólo algunos, entre aquellos cuyos padres están en condiciones de pagar la matrícula de una escuela de cine. El resto sigue allá afuera, en el mundo verdaderamente real, presentando a diario batallas por la supervivencia cuya violencia no tiene nada que envidiar a las campañas napoleónicas.

¿Realismo? Esta gente pretende que el realismo es esa cosa chata y monocorde, cuando en todo caso la vida es acción pura y constante: nacimientos y muertes, florecimiento y putrefacción, terremotos y supernovas, sexo, pasión, violencia, ternura; esas cosas que ocurren todo el tiempo, todas a la vez.

Habría que decir que el realismo es tan sólo otra forma de contar, cuya relación con la verdad no es más íntima que la del surrealismo, o la de los géneros: se trata de un estilo más, la elección de una cierta mirada, de un punto de vista narrativo. No deja de ser llamativo que en un país cuya producción literaria más excelsa abunda en elementos fantásticos (Borges, Bioy, Cortázar, Horacio Quiroga), produzca un cine tan apegado al deber ser del realismo, más allá de excepciones históricas como la de Leonardo Favio y las de algunas películas de Eliseo Subiela y Pino Solanas. ¿Será que todavía le tememos a las imágenes? ¿Será que es más cómodo pretender que la realidad nos aplasta y determina, cuando –por ejemplo- su transformación por la vía de lo narrativo fantástico sugeriría que podemos cambiarla –cosa que preferimos no hacer?

A mí me interesan las mismas cosas que a todos: las pasiones humanas, el mundo que nos tocó en suerte y el mundo que querríamos dejarle a nuestros hijos. A este respecto no me diferencio en nada de un realista. Sólo que me divierte más explorar esas verdades y hablar de esos temas mezclándolos con figuritas de colores: cohetes, explosiones, viajes en el tiempo y en el espacio, lobos que hablan, el fondo del mar y la estratosfera, el misterio de un crimen y el misterio de la vida, las posibilidades creativas del lenguaje… A veces creo que muchos artistas olvidan el valor de la imaginación. ¿Y para qué quiero la imaginación, sino para vivir todas aquellas vidas y todas aquellas experiencias que no podré vivir por medios naturales? ¿Y para qué quiero la imaginación, si no la uso para ponerme en la piel del otro, del que es distinto a mí? Ya sé que películas como El niño, de los hermanos Dardenne, hablan del mundo por el que estamos transitando. Pero yo soy de los que cree que Matrix también habla de nuestro mundo, ¡y de una forma más divertida e infinitamente más creativa!

A la basura con el realismo. Que es donde le gusta hurgar, dicho sea de paso.

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31 de mayo de 2006
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URIBE Y KIRCHNER

Del caribe a la Tierra del Fuego, de la reelección de Álvaro Uribe, el domingo, en Colombia, al discurso de Kirchner recordando el lunes a los militares argentinos que tienen su casa en los cuarteles, no en el palacio presidencial, vemos dos caras de América Latina, dos caras del autoritarismo. No hay que equivocarse en la interpretación de cada episodio, pues puede ser que Hugo Chávez no sea siempre la figura que cambia el juego político del continente. Colombia y Argentina se mueven también.

En el caso de Colombia, Uribe no acaba de ganar un partido sino de cambiar las reglas de la política. La BBC se equivoca cuando ve, como muchos medios de comunicación en el mundo occidental, un éxito de la mano dura, el triunfo de un presidente que se encerró en una política de restablecimiento del orden público. Uribe representa mucho más, lo adivina El Tiempo en su editorial: con este presidente se termina el viejo juego que permitía un vaivén entre liberales y conservadores en el ejercicio del poder. Hay que volver al general Gustavo Rojas Pinilla (hablamos de los años cincuenta) para entender lo que se produce en Colombia.

Rojas Pinilla era un militar al servicio de una política de mano dura que utilizaba para salir del ciclo de las violencias y otros bogotazos. Desde entonces, un presidente era un señor que tenía una casa en la zona norte de Bogotá y, más allá de la lucha entre los partidos liberal y conservador, defendía los intereses de una oligarquía única (la que va de compras a Miami y cuyos hijos encuentran su pareja en la Universidad de Los Andes). Esa oligarquía está todavía en el poder pero tiene que compartirlo. Con Uribe, no es solo la mano dura la que aparece; ya existió antes, lo he dicho, con los militares en el poder. No, con Uribe se construye el poder presidencial con el trabajo de un cacique, de un jefe que manda al Estado tal como se habla en un consejo comunal; es decir, de un hombre que no se siente cómodo con la sociedad bogotana. Tarde o temprano habrá que entender esto: Uribe es el presidente de la Colombia que Pablo Escobar dejó a los colombianos, un país donde cambió la distribución de la riqueza, con nuevos ricos y una competencia entre paramilitares y guerrillas. Otro país.

No se trataba de esto cuando Kirchner habló el lunes frente a los militares argentinos. El espectáculo de un presidente democráticamente elegido que dice a los oficiales: “No tengo miedo, no les tengo miedo”, tal como lo cuenta Clarín, es también la imagen de un poder fuerte. Pero, al contrario de lo que representa Uribe en Colombia, traduce la continuidad de la sociedad argentina, y de su clase rica. De verdad, el gran acto de Kirchner en los últimos días fue su discurso público para el tercer aniversario de su llegada al poder, en lo que él llamó “la plaza del amor y la reconstrucción”. Era la Plaza de Mayo, la plaza de siempre, arrebatada por sindicalistas y miembros del justicialismo en un acto de falsa espontaneidad que recordaba las horas más altas del peronismo. No faltaron grupos para gritar “Borombombón, borombombón, todos queremos la reelección”. El presidente no les hizo caso pero parece claro que ya se ha metido en el mismo camino que Uribe, con una gran diferencia: no busca otro cambio en Argentina que el retorno a una cultura política autoritaria y el mantenimiento de la distribución de la riqueza tal como funcionó siempre en un país con una corrupción grande.

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30 de mayo de 2006
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El taxista que jugó con Maradona

Es difícil escribir sobre Argentina. Cuando viajo a un lugar del que no sé nada, como Marruecos, todo me llama la atención, cualquier detalle da para contar una historia. Cuando voy a cualquier otro país de América Latina, por el contrario, me bastan unos minutos para comprender los códigos, los sobreentendidos, las situaciones, porque son equivalentes a los del Perú. Pero en Argentina, siempre tengo la sensación de que algo se me escapa, de que hay una parte del código que no llego a entender.

Quizá se deba a que éste es un país con más clase media, y un país hecho por inmigrantes, de modo que los conflictos habituales de los demás latinoamericanos aquí no operan. Por lo que sea, el caso es que me paso un día entero rumiando ideas, sin saber qué cuernos escribir para este blog. Un periodista me sugiere visitar las tiendas de armas de una céntrica galería comercial, pero cuando voy, no hay más que un pequeño puesto de cuchillos. No me sirve, y las horas pasan sin saber de qué escribir.

Aún no lo sé cuando tomo el taxi para la presentación de mi novela, en la Boutique del libro de Palermo. Estoy inquieto y de mal humor. Por eso, cuando noto que el taxista quiere conversar, trato de responder con monosílabos para ver si se aburre. Pero es inconmovible:

-¿De dónde es usted?
-Soy peruano.
-¡Ah! Tenían buen equipo de pelota.
-Sí. Cuando los partidos eran en blanco y negro.
-No. Aún mucho después. Lo sé porque yo jugaba por el equipo argentino.
-¿En serio?
-Yo jugaba con Maradona.

Mientras el taxi abandona la avenida Corrientes, pienso: porteño mentiroso ¿esperas que te crea este cuento para turistas? Pero él continúa:

-Jugamos en la categoría juvenil. Primero fuimos al Sudamericano de Uruguay, luego al mundial de Tokio, en el 79. Y lo ganamos. 3-1 les dimos a los rusos.

Sí, hombre, y yo soy el Nene Cubillas.

Desde donde estamos aún se ve el obelisco, cada vez más lejos. No es tan grande como Maradona, pero también es un símbolo. Trato de pillar al taxista en alguna mentira:

-¿Y no jugó en la de mayores?
-No me convocaron. Tampoco duré mucho en el fútbol. Jugué en el Español cuatro años más y me lesioné la rodilla. Dos veces me lesioné. La segunda acabó con mi carrera.
-¿Y cómo era Maradona?
-Un pibe más. Igualito. Luego ha cambiado.
-¿Cómo ha cambiado?
-Un hijo de puta se volvió.
-¿Ah, sí? ¿Qué te ha hecho?
-No, a mí, nada. Pero a muchos otros los ha tratado muy mal. Yo debo haberlo visto unas diez veces más, y siempre fue un pedante que se creía más que todos los demás.
-¿Por ejemplo?
-Lo que te digo, un hijo de puta.

Por más que lo intento, no consigo sacarle detalles sobre cómo se volvió Maradona tan mala gente. Quiero alguna anécdota sórdida, al menos picante, pero el taxista se limita a repetir su adjetivo. Al final, antes de bajar, le pregunto su nombre.
Minutos después, le pregunto a Fernando, el librero de la boutique, si Argentina ganó el mundial juvenil de Tokio en 1979.

-¡Claro! Todos madrugamos ese día para ver el partido. 3-1 les dimos a los rusos.
-¿Y te suena el nombre de Sergio García?
-Era el portero. Era bueno. Pero no se volvió a saber de él. Creo que jugaba en el Chacarita o en el Español.

Por la noche, al volver al hotel, busco datos en Internet sobre esa final, de ser posible, sobre ese portero. Me encuentro con unas declaraciones de Maradona sobre el mundial juvenil: "nunca me divertí tanto dentro de una cancha. Sacando mis hijas, me cuesta encontrar una alegría semejante". También encuentro un artículo de Página 12 que conmemora las bodas de plata del campeonato y narra un conversatorio entre ocho de los participantes, incluidos el entrenador del equipo, César Menotti y el portero García. Todos recuerdan el equipo con ilusión. Uno habla de Maradona como “un pibe que tenía la misma alegría dentro y fuera de la cancha”. Otro añade: “Cuando fuimos a Japón, Diego ya era una figura a nivel mundial, y jamás hizo diferencias con sus compañeros”.

Más abajo, en la misma nota, leo que el gobierno trató de convertir la final de Tokio “en una manifestación política contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que recogía denuncias de familiares de desaparecidos en la Avenida de Mayo, intentando manipular para beneficio de la dictadura militar lo que había sido una conquista deportiva legítima”.

Escudriño la minúscula foto que ilustra el artículo tratando de reconocer al taxista en el borroso caballero que abraza a Menotti. Supongo que puede ser, como también puede ser cualquier otro. Pero me pregunto, ¿qué le habrá hecho Maradona? De verdad, lo odia.

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30 de mayo de 2006
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¡Menuda cara!

Doscientas cincuenta fotografías de Cindy Sherman en el Jeu de Paume de París, dan para un buen rato. Cada una de ellas es una historia, pero el conjunto también lo es.

Las fotografías, especialmente las de los años setenta, pequeñas y en blanco y negro, nos invitan a fantasear la vida de cientos de mujeres irrepetibles, como esa atractiva ama de casa que recoge su cabello con un pañuelo y mira de reojo mientras cierra la puerta del chalecito suburbial.

Está asustada, pero también excitada. ¿Ha visto algo inquietante? ¿Un extraño? ¿O acaso no está saliendo de su casa? ¿Quizás estaba abriendo la puerta cuando alguien apareció a su espalda? ¿Alguien excesivamente conocido? ¿No sabe si dejarle entrar o gritar pidiendo auxilio? ¿Es su exmarido? ¿Será el inspector de Hacienda?

Esta primera época es excelente porque Sherman conoce muy bien los arquetipos populares del cine negro, de los seriales televisivos, de la cultura barata, de las revistas femeninas de los años cincuenta y sesenta. Esas figuras están fijadas para siempre en las portadas de miles de noveluchas. Son su pasión, las ama, quiere ser como ellas. Pero entonces sucedió algo terrible: tuvo un éxito loco. Se convirtió en una estrella. Ganó muchísimo dinero.

El resto es la historia de una decadencia. Las fotografías de los años ochenta son más grandes y en color. Las de los noventa aún mayores (ocupan toda una pared), utilizan soportes muy caros de un vívido cromatismo hiperrealista. Las más recientes hacen llorar: son mediocres, carecen de imaginación (las que imitan cuadros de maestros antiguos), buscan un efecto inmediato y banal (las pseudoporno), se dan facilidades intolerables (esa serie dedicada al gore), resultan pretenciosas (las llamadas “surrealistas”).

Y al final, en 2003/04, el batacazo descomunal. La serie de los payasos. Una payasada en la que los críticos desesperados tratan de ver alguna trascendencia. La burla de sí misma, el descrédito del arte, etcétera. La nausea.

He aquí una joven inteligente y creativa que inventa un género fotográfico, pero que, incapaz de sostener la tensión artística, deriva hasta convertirse en una fábrica de objetos cada vez más caros, espectaculares y ordinarios.

Tengo para mí que el concepto mismo de decadencia se define con el helenismo. Los llamados primitivos griegos inventaron recipientes de alfarería cuyas formas admirables, el kilix, el skyphos, la cratera, perduraron durante siglos. Llamamos decadencia a esos mismos objetos, pero producidos por artesanos sin imaginación en tamaño gigante y con materiales lujosos como el ónice, la plata y el oro.

La mejor historia femenina de Cindy Sherman es la suya. Y lo más curioso es que esa historia carece de imagen.

 

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30 de mayo de 2006
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Héroes al gusto del consumidor

En su edición dominical, el New York Times informaba de la tendencia de las editoriales de comics más populares (DC, la de Batman y Superman, y Marvel, la de Spiderman y X-Men) a crear cada vez más superhéroes que representan a minorías. Parece ser que ahora existe una BatWoman que es lesbiana, y un tal Blue Beetle que extrae su poder de un amuleto precolombino y que en su vida civil, esto es cuando no se disfraza como Blue Beetle, es un muchacho de origen mexicano. Le va a hacer falta ese amuleto y muchos más para revertir la política del gobierno norteamericano hacia los inmigrantes ilegales.

No niego que la tendencia pueda ser positiva, pero como tantas cosas que hacen los norteamericanos, huele más a mercadotecnia que a buenas intenciones. Si de verdad están tan interesados en representar a las minorías, ¿por qué accionaron legalmente para prohibir una exposición de arte que mostraba a Batman y Robin embarcados en actos sexuales –el uno con el otro? Si aspiran a la corrección política, ¿por qué no permiten que cada tribu urbana se apropie de los héroes clásicos como más le guste?

Estoy seguro de que los departamentos de comercialización de Marvel y DC cuentan con estudios que informan sobre la composición étnica y orientación sexual de su público; deben estar tratando de entregarle a sus compradores lo que imaginan que desean, y por eso alteran sus líneas narrativas y sacan a luz proyectos que habían enterrado. Esta suerte de “creaciones dirigidas”, que tanto tienen de laboratorio, no suelen dar buenos resultados. El artículo informa que muchas series concebidas de esta manera ya han sido discontinuadas, porque el público no respondió como esperaban.

Los cálculos aplicados al arte nunca funcionan bien. Pocos días atrás, el mismo New York Times publicó una encuesta que realizó entre doscientos escritores, críticos y editores en busca de la mejor novela norteamericana de los últimos veinticinco años. El resultado es el paradigma de la corrección política aplicada al arte: triunfó Beloved, de Toni Morrison, por encima de novelas indiscutiblemente superiores como Underworld y Libra de Don DeLillo, la saga de Rabbit Angstrom escrita por John Updike y American Pastoral de Philip Roth. Imagino que la mayoría de los votantes puso Beloved alto en la lista para cubrirse de cualquier sospecha (Toni Morrison es negra, y Beloved habla de la dolorosísima experiencia negra en los Estados Unidos), y al hacer la cuenta final los votos para DeLillo, Updike y Roth resultaron divididos entre muchas de sus novelas y terminó triunfando la culpa (norte)americana por encima de la literatura. Toda la lista final transpira cierta angustia introspectiva, se trata de novelas que aunque más no sea tácitamente intentan responder a la pregunta: ¿Qué fue lo que salió mal? Yo prefiero toda la vida Wonder Boys y The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, de Michael Chabon, antes que Beloved.

En lo que respecta a los superhéroes que representan a las minorías, me gustaría decirle a los señores de Marvel y DC que no se preocupen por crear personajes de origen latino, que de eso nos encargamos nosotros.

O por lo menos deberíamos estarlo haciendo.

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30 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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