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Vini vidi vinci

Discúlpenme que vuelva sobre el asunto, pero no lo puedo evitar. Es que al fin vi V for Vendetta, y me salgo de la vaina!

Todavía no sé si es que la peli me gustó tanto, o si le agradezco que me haya forzado a releer la historieta original de Alan Moore. En todo caso le agradezco sinceramente que haya sido fiel a la visión original del autor, lo cual no es poco, dado que la suerte de otras adaptaciones de la obra de Moore fue funesta. (From Hell, por ejemplo: una obra maestra de la historieta reducida a vulgar peli hollywoodense; y que decir de The League of Extraordinary Gentlemen...) Lo cierto es que todavía estoy revolucionado por la visión de V for Vendetta, y en esta conmoción (amo las obras que lo reducen a uno a esta condición casi infantil, balbuceante y llena de ideas contradictorias, porque significa que han removido algo dentro mío que no puede sino alumbrar un pensamiento nuevo), solo me atrevo a volcar algunas impresiones muy tentativas. Ya casi puedo imaginarme los comentarios del Jevi-llano: "Jo, Figueras, esta película también es un tostón, pero aun así me caes bien". Tu también me caes bien, Jevi-llano; eres puro aliento fresco.

Lo primero que sentí fue deseos de salir a pelear contra aquellos que trataron a la película de manera condescendiente, sugiriendo que su ideología era pueril, o directamente adolescente; para ser preciso, sentí ganas de salpicar con el agua de la calle a la crítica del New York Times, Manohla Dargis, pero no me subí a un avión porque concluí que la chica ya debe tener bastante con eso de llamarse Manohla. Creo que por definición la ideología de cualquier relato de aventuras es adolescente, porque supone que es posible cambiar algo en este mundo mediante acciones que son en buena medida físicas. Yo tengo claro que ningún cambio es perdurable si no entraña una modificación interior (¿puedo decir espiritual?), pero convengamos que el mundo exterior sigue reclamando cambios visibles, y a los gritos. Descartar, pues, un relato de aventuras por su ideología adolescente es casi como decir que todo intento de cambio material es adolescente; lo cual supone una afirmación reaccionaria. En ese caso acepto que mi propia ideología es adolescente. Yo soy de los que creen que un cambio no solo es posible, sino que es necesario.

(Continuará)

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3 de abril de 2006
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Cómo matar a Dios (otra vez)

En otros tiempos, Michel Onfray habría ardido en la hoguera –y luego en el infierno- por un libro como su Tratado de ateología. Pero hoy en día, ha vendido 200.000 ejemplares sólo en Francia y se ha convertido en uno de los más populares catedráticos independientes. Se nota que Dios anda un poco bajo de forma.

Más que un tratado, el ensayo de Onfray es un panfleto contra Dios, al que acusa de ser una mentira, un “cuento para niños”, una “insensatez”, una “necedad”, una “tontería”, cuyos creyentes son perversamente engañados para desconfiar de la única vida real y procurar una inexistente vida eterna.

Sin pelos en la lengua, el autor deconstruye –más bien destruye- cada elemento del mito divino. Denuncia la obsesión de las religiones por prohibir, ya que cada nueva prohibición crea una posibilidad de fallar y, por lo tanto, deja al feligrés a merced del perdón de Dios, que no es otro que el perdón de sus representantes terrenales. Arremete contra el miedo febril al cuerpo, que atribuye a que la experiencia del placer terrenal podría desvelar la falsedad intrínseca de toda religión. Pone en duda el origen de los libros sagrados como la Biblia, la Torá o el Corán, deliberadamente oscuros en su procedencia y contradictorios en su interpretación. En fin, no deja títere con cabeza.    

A Onfray no le interesa explicar los fenómenos, ofrecer una lectura simbólica de ellos o situarse en el tiempo en que se produjeron. Desde una lógica radicalmente materialista, hedonista y actual, ridiculiza la representación de la mujer en los monoteísmos. Según él, el mito de Adán (“un imbécil obediente”) y Eva sexualiza la culpa y endilga a la mujer el papel de tentación, precisamente porque ella representa todo lo que la religión odia: la inteligencia, el placer, el deseo y la vida. Ese miedo a la mujer deriva en una alabanza de la castración y, en el caso de los judíos, en un ataque generalizado contra los prepucios llamado circuncisión.

Pero evidentemente, sus principales dardos apuntan contra el cristianismo, la religión que mejor conoce, a la que acusa de (prepárense): falsificación, hipocresía, apología de la histeria, antisemitismo, misoginia, contradicción endémica, desprecio por la historia y plagio. El peor parado en todo esto es San Pablo. La teoría de Onfray es que era impotente, y que sólo así se explica su miedo cerval al sexo, miedo que trató histéricamente de extender a toda la humanidad, como quien dice, para no fastidiarse solo. Lo mismo ocurre con su masoquismo. El odio de Pablo contra sí mismo explica la vocación de sacrificio y automutilación, así como la afición por el dolor que caracteriza al cristianismo hasta nuestros días. Y es que, como ocurre con muchos santos y mártires, una lectura freudiana lo hace parecer un enfermo.

La religión según Onfray es, en suma, una psicosis de grupo que podría haber sido canalizada positivamente de haberse dedicado realmente a defender a los débiles, a los desposeídos, a los excluidos. Pero su institucionalización y su poder han desbaratado sus propios principios morales. Para Onfray, el lema “si no hay Dios, toda barbaridad queda permitida” queda anulado por las barbaridades cometidas en nombre de Dios, incluido el apoyo de Pío XII al régimen nazi. Por eso, éste es un libro nada recomendable para novicios en crisis de fe, especialmente en estos momentos en que Dios, el pobre, no puede defenderse.

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3 de abril de 2006
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Palabras, palabras, palabras

El otro día, al citar repetidamente el término “renacimiento”, me picó la curiosidad. ¿Cómo y cuando se habría aplicado esta palabra a la historia del arte? La intriga se agudiza si tenemos en cuenta algunas rarezas, como que los ingleses la usen en francés. No dicen Rebirth, sino Renaissance.

No fue fácil dar con una fuente fiable. Panofsky ni lo menciona en su célebre tratado sobre “los renacimientos”. Finalmente la encontré en un artículo de Joseph Rykwert, tan documentado y humorístico como todos los que escribe, y en el imprescindible diccionario de Alain Rey. No es una historia sencilla.

Para empezar, el causante de la popularidad de la palabra es el suizo alemán Jacob Burkhardt quien en su mundialmente divulgado Die Cultur der Renaissance in Italien (1860) no usó der Wiedergeburt o der Ernenerung. Inexplicablemente, para describir en alemán un fenómeno italiano prefirió una palabra francesa. Semejante capricho en una época poco dada a ellos obedecía a que así había sido bautizado algunos años atrás por Stendhal.

Fue en su Histoire de la peinture en Italie de 1817 donde el novelista francés empleó por primera vez el término para designar los más agitados y creativos años de las ciudades-estado del norte de Italia. Seguramente, Stendhal a su vez lo había tomado de la teología francesa, en la que la renaissance par baptême se usa desde el siglo XIV. De Stendhal la palabra pasó a Balzac y a Michelet, de modo que cuando Burkhardt la emplea era ya de uso común en los círculos educados europeos.

Trollope la tomó de Burkhardt y Ruskin de Trollope, así que, tras la bendición del gran pope del arte, ya fue inexcusable referirse a la Renaissance en Gran Bretaña. ¡Pero incluso los italianos se vieron en la obligación de decir Rinascimiento en lugar de Rinascita o Risorgimento! Tambien, claro, las lenguas ibéricas, las escandinavas y las eslavas hablan del “Renacimiento”.

Stendhal se reiría a carcajadas si alguien le susurrara en la tumba unas palabras sobre tan inesperada influencia. Su historia de la pintura italiana fue un grosero plagio escrito a toda velocidad, para la intendencia.

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3 de abril de 2006
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El saboteador de las manos limpias

John Perkins no era un mercenario armado hasta los dientes listo para asesinar a los presidentes díscolos. Tampoco se colaba vestido de ninja en las casas de sus víctimas. Ni siquiera era un magnate de los negocios prepotente cegado por la ambición. En sus viajes a Indonesia, Panamá o Ecuador, pasaba simplemente por un analista o un pequeño hombre de negocios americano, estudiando el terreno para las inversiones. Y sin embargo, la capacidad de Perkins de hacer daño era mucho mayor que la de un asesino a sueldo, porque su munición disparaba contra países enteros. Perkins era un francotirador económico.

Según cuenta, su rama laboral fue inventada por el agente de la CIA Kermit Roosevelt, el nieto de Theodore. Tras la nacionalización del petróleo en Irán en 1951, EE. UU. descubrió que una intervención militar podría generar una reacción en cadena, involucrar a la Unión Soviética y terminar produciendo una guerra nuclear. Era necesario concebir una estrategia de intervención pacífica, y Kermit tuvo la misión de ejecutarla. El agente compró adhesiones, ofreció prebendas, agitó ánimos, y consiguió desestabilizar y después derrocar al régimen democrático de Mossadegh para reemplazarlo por el más manipulable Reza Shah.

Durante los siguientes años, los desastres militares de Corea y Vietnam persuadieron a EE. UU. de que ésa era la mejor estrategia para controlar gobiernos. El único detalle por resolver era que los agentes no debían estar claramente conectados con el gobierno norteamericano. La CIA los entrenaría, pero debían trabajar nominalmente para compañías privadas.

A partir de entonces, un grupo de hombres –entre los cuales estaba Perkins– fue preparado para la acción económica. Su trabajo era conseguir que los gobiernos nacionales pidiesen préstamos a los organismos multilaterales o a EE. UU. para desarrollar infraestructuras. Las compañías encargadas de desarrollar esas infraestructuras –como Halliburton– siempre eran americanas, de modo que el dinero simplemente pasaba de una oficina a otra en la misma ciudad. Pero los países contraían deudas millonarias, y quedaban enredados en una pegajosa telaraña.

En su calidad de analistas privados, agentes como Perkins preparaban informes muy alentadores sobre el crecimiento macroeconómico de los países en cuestión, para que los funcionarios y la banca aprobasen esos préstamos. Pero los informes tenían que ser falsos, y aunque no lo fuesen, su situación económica debía empeorar. La idea era que los países no pudiesen pagar sus deudas, y EE. UU. se cobrase las pérdidas en recursos naturales, que continuarían siendo administrados por las mismas compañías. Si los análisis financieros no bastaban para convencer a los gobiernos, llegaba el momento de ofrecerles sexo y sobornos a los gobernantes. Y si ni con ésas, los agentes desaparecían y entraban a tallar los “chacales”. Según Perkins, ellos se ocuparon del presidente ecuatoriano Jaime Roldós y el panameño Omar Torrijos, consiguiendo que las muertes parecieran accidentes. 
    
Esa historia, que parece una novela de espías de John LeCarré, está publicada por Perkins en Confessions of an economic hit man. No sé si ha sido traducida al español, pero sería instructivo hacerlo. El gigantesco tinglado de corrupción que Perkins describe cumple los requisitos formales de una democracia. Conocerlo nos permite estar atentos al pulcro y elegante camuflaje de la injusticia.

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (III)

Una de mis adaptaciones favoritas de una novela al cine es El paciente inglés. Y lo es precisamente porque no se parece en nada al relato original (un texto magnífico, dicho sea de paso), y aun así funciona en sus propios términos. Es cierto que en una primera lectura El paciente inglés aparece como inadaptable. El escritor Michael Ondaatje narra una historia que le ocurre a gente concreta, en un tiempo concreto, en un lugar concreto; pero su prosa es elíptica, lo cual es otra manera de decir que es poética, porque relega la acción a un segundo plano y se concentra en los pequeños detalles, en el aspecto sensorial de la aventura, en las epifanías mínimas que viven sus protagonistas al toparse con un piano desvencijado, con una ciruela arrancada del huerto, con un hueso que sobresale en el cuerpo de la mujer amada. 

Una comparación entre la novela y la película permite sacar algunas conclusiones generales sobre las diferencias entre el relato literario y el fílmico. La novela es más libre, se lo permite todo y va inventando sus reglas a medida que avanza. La película es más convencional, porque el relato no puede evocar hechos y sensaciones con la misma ligereza que un verso o una frase dicha al pasar: cada excursión en el tiempo es un flashback, y cada flashback debe cumplir con una función determinada dentro de la apretada estructura narrativa de un film. En algún sentido, la novela de Ondaatje es como esas cajitas llenas de cosas viejas con las que uno se encuentra a veces al mudarse, o al desmontar la casa de parientes que ya no están: llena de elementos diversos que parecen no tener conexión entre sí, pero que evocan infinidad de momentos y de sensaciones a quien las revisa. La película, en cambio, nunca puede ser más compleja que un trencito de esos que nos regalaban cuando niños: seguramente evocará algunos momentos, pero sólo nos maravillará si sigue funcionando.

Supongo que la ventaja de la novela por encima del cine se debe a que su trayecto entre nosotros es mucho más largo, y por lo tanto ha explorado más. Todavía hoy una novela puede experimentar con sus convenciones, ganar premios como el Booker y a la vez permanecer en los primeros puestos de los charts de ventas. Una película también puede experimentar y ganar premios, pero si lo hace no figurará jamás entre las más vistas. La novela es un juguete artesanal, que el escritor concibe para su propio divertimento, y que en todo caso, casi por añadidura, divertirá después a otros. El cine es un juguete demasiado caro para que el director lo conciba con la intención de jugar a solas. El escritor es por definición un francotirador. En el mejor de los casos, el director es el líder de una banda de inadaptados (dentro de la que milita el guionista, por supuesto) a quienes ha guiado hacia la victoria.

Yo creo que un guionista debe abandonar de cuajo la intención de trasladar literalmente una novela al cine. Si yo hubiese adaptado Rosario Tijeras de manera literal, habría a puesto a Rosario como en la novela, contando en un par de frases que ella y sus amigos se llevaron de rumba al cadáver de su hermano. Pero en ese caso la anécdota no tendría el peso que tiene en la película, donde el director Emilio Maillé se lleva al espectador a rumbear con el muerto. (Una de las mejores escenas del film, sin duda alguna.) Lo mejor es leer la novela un par de veces, hacer anotaciones y después regresarla a la biblioteca para entonces escribir un guión que se convierte, en buena medida, en lo que uno recuerda del texto: aquello que más lo conmovió, y por ende más ama del relato. No podemos hacerle justicia a un texto novelístico siéndole fieles, o por lo menos fieles de una forma inimaginativa y servil; para mejor honrarlo hay que traicionarlo, del mismo modo en que el buen traductor traiciona al original al trascender la frase textual para reinventar su música, su ritmo, su pluralidad de sentidos –en suma, su espíritu.

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31 de marzo de 2006
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Para los antiamericanos

El rencor contra los EE. UU. -no contra sus gobiernos, sino contra el país mismo- es tanto más violento cuanto más frustrado se siente el rencoroso. En Francia, país que avanza a gran velocidad hacia el arcaísmo, se da la mayor acumulación de antiamericanos de todo Europa. Casi tanto como en un país árabe. La región con mayor densidad de antiamericanos en España es Cataluña. Muy alejada en este punto del País Vasco, por cierto, que es la región más pro americana de la península.

En 1879, Henry James escribió un ensayo sobre Hawthorne y en un párrafo resumía todo aquello de lo que carecían los EE. UU. de la época. Lo traduzco apresuradamente, adaptando algunos términos intraducibles como thatched cottages, por ejemplo, ya que James lo escribió pensando en sus lectores ingleses.

“No hay soberanos, ni cortes, ni lealtades personales, ni aristocracia, ni Iglesia, ni eclesiásticos, ni ejército, ni servicio diplomático, ni hidalgos rurales, ni palacios, ni castillos, ni alcázares, ni antiguas mansiones, ni parroquias, ni quintas pintorescas, ni ruinas comidas por la hiedra, ni catedrales, ni abadías, ni ermitas prerrománicas, ni grandes Universidades, ni colegios para los poderosos, ni Oxford, ni Eton, ni Harrow, ni literatura, ni novelas, ni museos, ni pintura, ni mundillo político, ni aficionados al deporte”.

Es difícil saber si lo escribió como un elogio o todo lo contrario, pero han pasado casi ciento treinta años y unas cuantas ausencias se han desvanecido (curiosa construcción). Constato, sin embargo, que las instituciones antes ausentes y hoy presentes en EE. UU., como el ejército, los museos, los politicastros, el deporte o la literatura, están entre las más potentes instituciones europeas, por lo que podemos decir que en este siglo y pico, contra lo que piensan los rencorosos, no es que Europa se haya americanizado, sino que los EE. UU. se han europeizado considerablemente.

¿Será esa la causa del odio antiamericano? ¿Que cada vez se parezcan más a Europa? ¿Que ya vayan siendo como nosotros? ¿Que un día de estos ya estén preparados para una guerra mundial o un genocidio a la europea?

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (II)

Muchos suponen que en el proceso de adaptar una novela al cine, la tarea de un guionista es tan sólo la de limpiar la horajasca del texto original para quedarse con la acción, las escenas que encapsulan el argumento. Si bien hay novelas que permiten realizar una transposición más lineal (adaptar El silencio de los inocentes es relativamente sencillo, pero eso no es posible con novelas como Desde el volcán o Lord Jim), hay otras que lo pierden casi todo al saltar al cine a pesar de que su anécdota se conserve intacta. Es lo que suele pasar con los libros de Dickens, o los de John Irving. Sus relatos están tan llenos de sucesos, que los adaptadores suelen creer que la solución es eliminar unos cuantos personajes y proceder a toda velocidad, saltando de un incidente a otro. Y así se pierden dos ingredientes fundamentales de sus historias. El primero es el proceso interior que los incidentes disparan en los protagonistas: estas novelas son largas porque, entre otros motivos, nos proporcionan tiempo para asimilar la dimensión de los hechos del mismo modo en que se lo proporcionan a sus personajes. Esta “larga” marcha (porque en realidad no es tan larga, tan sólo lo simula) nos permite además obtener algo similar a una perspectiva panorámica: el manejo literario del tiempo nos convence de que estamos asistiendo al desarrollo completo de una o más vidas en el exiguo margen de unos centenares de páginas. Lo cual nos deja en el umbral del segundo ingrediente vital en estas novelas grandes /grandes novelas: la representación del paso del tiempo.

Es cierto que un novelista puede poner punto y aparte e iniciar el párrafo siguiente diciendo: “Veinte años después…” Pero además de la indicación literal del paso del tiempo, el relato literario tiene otras, múltiples maneras de sugerir el transcurrir de las horas y de los años. Esto es lo que muchos adaptadores tienden a tachar o pasar por alto cuando buscan material para su guión: cortan lo que parece tiempo muerto, disquisición, detalle innecesario, descripción, monólogo interior. Visto desde el prisma de la acción pura es posible que esos pasajes parezcan inertes, pero son vitales para introducir al lector en un ritmo parecido al de la vida misma, con altos y bajos, que encapsule los dos tiempos de la respiración: para que la caída en la montaña rusa obtenga su emoción siempre hace falta un trepar lento hasta la máxima altura. En las últimas décadas, quizás inspirado por la acción constante de los videogames, el cine de Hollywood ha pretendido hilar un climax detrás de otro, prescindiendo de los valles. Yo creo que ese machacar al público con un peligro tras otro sólo produce anestesia. La pantalla estalla en mil pedazos y yo ronco como un bendito, porque todo ese estruendo se vuelve tan monótono como lo sería un plano único de un edificio que se prolongase durante seis horas.

Un cineasta también puede recurrir al cartel que indica el paso del tiempo. Pero una vez retirado el cartel, necesita además hacernos sentir que el tiempo pasó. Ese es uno de los problemas que tengo con Brokeback Mountain a partir de la media hora del relato: no siento el paso del tiempo, y en cambio veo que todo sigue igual a excepción del maquillaje de Jake Gyllenhaal y de Heath Ledger. ¡Son los mismos chicos de antes, con bigotes y patillas! Esta es una de las diferencias fundamentales entre cualquier novela y su traslación al cine: el texto literario produce la sensación del paso del tiempo con mayor facilidad, quizás porque, entre otros motivos, incluye el tiempo en su relación con el lector. Uno puede tomarse semanas, meses en terminar un libro; se envejece naturalmente con el relato, uno se aparta de él, lo deja fermentar en su mente y regresa cuando quiere o puede. Pero las películas están concebidas para ser registradas de una sentada.

Uno de los mayores desafíos de adaptar Plata quemada fue el de representar la espera. El relato se inicia con un estallido, el del robo, y concluye con otro, el del enfrentamiento final de los delincuentes con la policía. Pero el grueso de la historia está ocupado por tiempo muerto: tres hombres encerrados en un apartamento, contando ovejas hasta que la policía desista de buscarlos. ¿Cómo narrar cinematográficamente este encierro, esta espera desesperante, este aburrimiento de los protagonistas, sin aburrir al público? Supongo que buena parte del mérito es del director Marcelo Piñeyro. Pero en el terreno del guión, dado que teníamos consciencia de las ventajes de la literatura sobre el cine para representar la espera, tratamos de robarle a la narración escrita algunas de sus técnicas; así usamos las voces interiores, por ejemplo, para mostrar la disociación entre la quietud del cuerpo y el torbellino que sacudía mientras tanto las mentes de sus personajes.

Desde entonces quedé fascinado por los desafíos que presenta el cine para representar el tiempo. Las novelas me presentan otros desafíos, pero la compresión del relato cinematográfico hace que el tema del tiempo sea una de sus mayores dificultades. De hecho, cuando el productor Matthias Ehrenberg me ofreció adaptar al cine la novela Rosario Tijeras mi primera respuesta fue negativa: pensé que la intención era hacer otra película sobre latinos drogones y violentos, puro estereotipo, perpetuación de un lugar común que considero lamentable. Pero entonces Matthias me dijo: “Para mí, Rosario Tijeras es un relato sobre el tiempo”. Y así me enganchó.

        (Continuará.)

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30 de marzo de 2006
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Amor en occidente

Era opinión de Denis de Rougemont que el amor burgués, el que se impone como único “natural” después de la Revolución Francesa, obliga a la coincidencia entre el objeto de deseo y el objeto de respeto. Dicho en plata: que a partir de entonces nos tienen que gustar nuestros cónyuges, además de casarnos con ellos. Un asunto que nunca había sido ni necesario ni honesto.

Los campesinos se casaban con quien podían. Los aristócratas con quien debían. Luego cada cual se las arreglaba para tener una actividad sexual conforme a sus gustos, de modo que matrimonio y sexualidad sólo coincidían para la reproducción.

¿Por qué, entonces, esa abundancia de historias románticas desde la antigüedad? La pregunta aparecía en presencia de un medievalista, Carlos Alvar, que acababa de contar la extravagante historia de Flamenca, una novelita del siglo XIV. En ella se narra la historia de una mujer casada y un caballero enamorado, el cual recurre a un medio de seducción curiosísimo. Como sólo puede verla en misa, se sitúa cerca y aprovecha cada vez que los fieles besan el misal como despedida litúrgica, para soltar dos palabras. Al domingo siguiente, dos más. Al cabo, ella le contesta con otras dos. Y así sucesivamente hasta que con el tiempo (mucho, se supone), el caballero logra seducirla, los adúlteros organizan un plan delirante y finalmente lo llevan a cabo con gran regocijo y ludibrio. No lo cuento por si alguien se anima a editarla.

Calixto y Melibea, Lanzarote y Ginebra, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda... ¿Qué necesidad había de este tipo de historias en unas sociedades que diferenciaban a la perfección entre la sexualidad y el amor? Pero es que, en efecto, hay una acronía sentimental que parece substancial de la especie. Como si la prensa del corazón fuera una constante ontológica de los humanos.

La escena de anacronismo sentimental que más me ha sorprendido en mi corta vida es la del hijo de Héctor que, espantado por el casco de su padre, rompe a llorar cuando el guerrero se despide de su esposa. Es una sutil sugerencia de que Andrómaca no llora por dignidad, pero sabe que no volverá a ver vivo a su esposo. Esta confesión de amor conyugal, de sentimentalidad burguesa, me parece rotundamente incongruente con el resto del poema y la orgía de sangre y divinidad a la que se entregan aqueos y troyanos. Como si fuera una interpolación de Stendhal. Habría que suprimirla.

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30 de marzo de 2006
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El amargado filosófico

Te levantas por la mañana y te preguntas para qué. Al anudarte la corbata, te parece estarte ajustando tú mismo un collar perruno. Al llegar al trabajo, te das cuenta de que sonríes con amabilidad a gente que no te importa y a la que tampoco le importas tú. Sin embargo, no puedes expresar tus verdaderos sentimientos. Tampoco puedes dejar de asistir sin más. Ya puestos, ni siquiera puedes ir vestido como quieras. Y ahora piensa que la empresa es sólida y el sueldo es bueno. O sea, esa esclavitud es lo mejor que la vida va a ofrecerte. Bienvenido al universo de Michel Houellebecq.

En los últimos años, inesperadamente, Houellebecq se ha convertido en el escritor más exitoso de Francia. No es que tenga frases maravillosas, ni una gran imaginación. Sus novelas tampoco son obras maestras de estructura o investigación. De hecho, lo único realmente característico de Houellebecq es su ferocísima mala leche, la incapacidad de sus personajes de encontrar una vida que valga la pena, sin importar donde busquen.

Parte de eso no es nuevo. El trabajo de un escritor es precisamente descubrir lo que funciona mal en el espíritu de una sociedad. El Quijote habla de una España imperial pero pauperizada y sin ilusiones, que se refugia en las leyendas de héroes de caballería. Los Miserables son la crónica de un mundo en que la ley y la justicia no van de la mano. Conversación en la Catedral denuncia la sistemática demolición de la libertad. Todas esas novelas estaban animadas por la esperanza de un mundo mejor o más justo: aún podía llegar la verdad, o la democracia, o la justicia. Aún se podía construir una sociedad mejor.

Ahora bien ¿Qué haces si eres un francés del siglo XXI? Vives en un país rico con un sistema igualitario y una democracia indiscutible. Puedes pensar lo que quieras, puedes decir lo que quieras y vivir a tu manera sin importar tu origen, religión, sexo u opción sexual. Estás obligado a ser feliz. Y si no lo eres, preocúpate, porque donde ya no hay problemas, tampoco queda la esperanza de resolverlos.

Houellebecq es el escritor del mundo perfecto, que constata que en ese mundo también hay soledad, y tristeza, y mediocridad, pero lo que no hay es una posibilidad de mejorar, una utopía. A sus personajes les han robado hasta el consuelo, porque el bienestar de que gozan les impide culpar a nadie de sus desgracias y los obliga a asumir la total responsabilidad por sus fracasos. Y la libertad los arroja a un mundo de desarraigo y amargura, donde todos son tan iguales y tan libres que nadie tiene nada en común, ningún puente les permite comunicarse en realidad.

Un ejemplo es su concepto de la libertad sexual. Según uno de sus personajes, igual que el liberalismo económico produce desigualdades sociales, el liberalismo sexual produce diferencias: algunos tienen más de lo que necesitan y otros no tienen nada. En un mundo en que estuviese prohibido el adulterio, todos terminarían por encontrar su lugar y su pareja. Pero librar el sexo a las leyes de oferta y demanda es condenar a los feos a la soledad.

Horrendo ¿Verdad? Sí, Houellebecq es un grandísimo reaccionario. Pero resulta que ha sintonizado con la sensibilidad de millones de personas. Quizá, en una sociedad escéptica y satisfecha, la única manera de proyectar el pensamiento hacia el futuro es volverlo hacia el pasado.

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30 de marzo de 2006
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Traductor traidor

La tarea de adaptar una novela al cine es de las más ingratas para los guionistas. Lo cual no es poco, considerando que la labor del guionista es ingrata de por sí.

Para empezar hay que desmontar la construcción que el libro presenta, con el propósito de volver a armarla desde cero: más allá de sus obvias afinidades, el cine y la literatura son soportes diferentes. Concebir una película a partir de un libro puede ser un afán tan absurdo y tan engorroso como el de utilizar el papel del libro como materia prima de una escultura. Pero claro, casi nadie se da cuenta de la dificultad del proceso. Empezando por los productores.

La primera novela que adapté al cine fue Plata quemada, de Ricardo Piglia. Todo el mundo me decía que Plata quemada ya era “casi una película”. Es verdad que la anécdota suena cinematográfica: el robo fallido, la fuga, la persecución y el asedio final son la materia prima de infinidad de películas. Pero el mérito de Piglia como escritor fue valerse de ese material para convertirlo en literatura. Plata quemada es una novela que, por ejemplo, va y viene varias veces en el tiempo y en el espacio en una cantidad de líneas que no excede las que puede contener una página. Es cierto que el cine cuenta con el recurso del flashback, el recuerdo, un salto hacia atrás, pero este recurso no opera de la misma forma en la página que en la pantalla. En el texto uno puede divagar, ir y venir, siguiendo la lógica propia del discurrir mental. En el cine este proceso es más engorroso, uno no puede ir y venir en cuestión de segundos sin perder el hilo de la narración: cada flashback necesita su tiempo, su puesta en escena, su exposición.

Plata quemada también funciona de acuerdo a un recurso literario de interposición: el relator no nos pone en medio de la acción, sino que más bien tiende a referirla. No es alguien que hace presente lo que ocurre, sino alguien que refiere lo que ocurrió, a la manera del informe, de la crónica, del diagnóstico clínico. Sólo vemos a sus personajes a través del reflejo que generan en distintos espejos. Piglia hace objetiva la existencia del narrador no como criatura omnisciente, que todo lo ve, sino criatura subjetiva y sesgada. Se alude todo el tiempo a la historia de amor entre los dos protagonistas, a su relación casi telepática, pero casi nunca la vemos en acto. ¡Casi no existen diálogos que nos muestren cómo se hablaban entre ellos! Lo cual no nos dejaba a los adaptadores (el director Marcelo Piñeyro y yo) más remedio que inventarles un lenguaje común, con sus códigos, con sus recurrencias y con sus silencios.

Trasladar literalmente al cine el recurso literario de Piglia hubiese supuesto poner en primer plano a los múltiples relatores y en un plano distante, casi borroso, a los protagonistas. Esa habría sido una película interesantísima, pero también árida y fría. En el cine es más obvia que en la literatura la necesidad del público de identificarse con los protagonistas, de meterse en su cuerpo y en su circunstancia para atravesar la aventura hasta el final; de alguna manera, la narración del cine siempre ocurre en primera persona aun cuando parezca narrar objetivamente, porque nos mete dentro de la acción de forma casi virtual: nosotros no observamos el relato, estamos dentro del relato. Ver una película es como estar en un simulador de vuelo: lo más parecido a la verdadera experiencia, sin afrontar ninguno de los riesgos. Y en aquel entonces, en una Argentina paranoica donde todo el mundo creía que en cualquier momento podía ser asaltado o secuestrado, Piñeyro y yo creímos que la apuesta más osada era valerse de ese poder del cine y hacer que la gente se identificase y padeciese con estos protagonistas, ¡y hasta llorase por ellos!, aun cuando eran delincuentes, asesinos, drogadictos y además homosexuales: la encarnación de todos los miedos de nuestra sociedad pacata y represiva.

        (Continuará.)

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29 de marzo de 2006
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