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¿QUÉ PASA?

Me despierto en un país donde, ayer, entre uno (según la policía) y tres (según los sindicatos) millones de personas se manifestaron en la calle. Piden al gobierno renunciar a la promulgación de la ley sobre el «Contrat de Première Embauche» (CPE – Primera contratación laboral) que pretende facilitar la entrada en el mundo del trabajo a una persona que no tiene formación. Durante dos años, la empresa puede poner fin al contrato de esta persona sin tener que justificar la razón de su despido. El CPE no quita nada al hermético y complicado "código del trabajo" que rige en Francia las relaciones entre una empresa y sus empleados, sino que intenta probar una solución nueva. No existe algo más peligroso para un gobierno en Francia que intentar hacer algo nuevo para una parte de la población. El resto de la población se moviliza en seguida, pues Francia es el país del igualitarismo ciego y de la defensa de los privilegios.

En las manifestaciones estaban personas que tienen trabajo, que esperan tenerlo en el futuro (estudiantes) o que lo tuvieron (jubilados). Nadie, tanto entre los organizadores de las manifestaciones como en la prensa, ha dicho que en la calle estaban quienes constituyen el objetivo de la nueva ley: los desempleados, sobre todo de los suburbios, donde la tasa de desempleo supera el 40%. Como el gobierno actúa con una pobrísima capacidad de animar un diálogo social o simplemente de explicarse, y la oposición supera cada día su record de mala fe, se vio a la Francia de siempre: el reino de la ideología y de los privilegiados (tener un trabajo ya es un privilegio en ciertas partes de la población).

Cualquier persona que conoce Francia reconoce en lo que ocurrió ayer un juego político, donde cada uno toma una postura en la vieja comedia de la muerte anunciada de un primer ministro (recordamos a Juppe en 1995 con su reforma de las jubilaciones), en lugar de buscar de manera pragmática una solución. Quizás los franceses somos tontos. Lo pensé de verdad al leer los últimos cálculos del profesor Richard Lynn que da un promedio de inteligencia (Intelectual Quotient) de 94 a los franceses en contra de 98 para un español, 100 para un británico y hasta 107 para un alemán.

Al navegar por Internet uno se pregunta si lo que pasa de verdad tiene que ver con las pesadillas clásicas de los franceses o si son cosas más graves, podríamos decir definitivas. Hoy, más que el CPE, me preocupa saber qué pasará con el lince ibérico si siguen las obras de la autopista M-501 cerca de Madrid, o si de alguna manera la mezquita de Córdoba conseguirá recuperar las vigas que se prononen a una subasta en la casa Christie's de Londres o, aún más importante, si la solución del tema de las papeleras que enfrente a Uruguay y Argentina se va a resolver con o sin un impacto ambiental sobre el río Uruguay.

¿Qué hacemos a los animales, a nuestra historia, a nuestra tierra que nunca podremos recuperar?  Esta es la pregunta. En lo que tiene que ver con los franceses no hay que preocuparse. Son tontos y creen más en los gritos de la calle que en la democracia (herencia de la Revolución). Pero como muchos me lo piden, voy a explicar lo que pasa en Francia. Es muy sencillo. Para entenderlo hay que recordar unos segundos de la película Manhattan de Woody Allen cuando, en la inauguración de una exposición, una mujer cuenta que por fin ha tenido un orgasmo el día anterior. «Pero -añade la mujer-, mi analista ha dicho que este orgasmo no vale, no era de los buenos». De esto se trata en Francia: los manifestantes le dicen a los desempleados que quizás podrían conseguir un trabajo pero que su contrato no sería de los buenos.

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29 de marzo de 2006
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Primavera mortal

Ahora que abril ya mocea en algunos árboles del Jardín de Luxemburgo (sólo en algunos, pero no en otros; peculiar e injusto capricho que trae a la resurrección unos individuos antes que otros, como seguramente también sucederá entre los humanos con permiso para resucitar), he recordado una escena antigua, cuando me acerqué a Dachau, el primer campo de concentración que ordenó construir Hitler, cerca de Munich, en fechas también primaverales.

Los hornos de Dachau ardieron con maldad metódica y sin descanso, ensayando el camino de los grandes verdugos industriales, Auschwitz, Mathausen, Birkenau, ideados todos y mejorados a partir del prototipo bávaro.

Pero cuando lo visité era primavera y el autobús que lleva hasta el campo cruzaba prados y rodaba bajo enormes tilos como un gran insecto en busca de su efímera pareja, tembloroso y excitado ante tan augusta prueba, la reproducción, ensayo de la resurrección, y como ella otorgada a unos pero no a otros, y a algunos antes que a los demás.

Casi todos los que ocupaban el autobús eran turistas americanos muy jóvenes y yo no comprendía por qué aquellos espléndidos animales de cuerpo atlético (ellos con el pelo corto y camisetas Fred Perry, ellas con escuetos shorts muy ceñidos), acudían a un lugar tan macabro como Dachau. Ajo y zafiros. Estrellas entre gusanos.

Al llegar, se arremolinaron en torno a los carritos que vendían hot dogs, coca cola y bretzels con bulliciosa algarabía. Los caminos entre barracones lucían una cinta floral a modo de zócalo y en las plazas centrales brillaban los arrayanes de mirto recién cortados. Todo lo viviente estaba hinchado de fluidos y a punto de estallar.

Me sentí desolado y perdido, yo que no tenía ningún pariente asesinado por los alemanes, al observar a aquellos jóvenes que acudían joviales “al lugar donde murieron los abuelos”. Comían sus hamburguesas, entraban en los barracones cogidos de la mano, se abrazaban y besaban en los rincones oscuros donde yo creía ver ojos de fósforo, y en fin pasaban unas horas felices en la tierra que acogió la ceniza de sus ancestros. Desolado y perdido.

Hasta que me dije que tenían toda la razón, que había vuelto a resucitar la primavera, que eran hermosos, fuertes y perdurables como los tilos de la carretera, que olían como los arrayanes de mirto recién cortados, y que esa es la mayor victoria de los humanos contra la muerte, la maldad y el odio.

Seguramente, la única.

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29 de marzo de 2006
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El hombre de Marte

“Mis memorias deberían empezar diciendo que yo era un monstruo” afirma Stanislaw Lem, que era un chico problema. Para obedecer a su padre, le exigía que bailase sobre la mesa. Se negaba a comer si no le permitían hacerlo bajo la cama, y en general, se entretenía haciéndole la vida imposible a todos los que tuviese alrededor. Hasta que la vida se le hizo imposible a él.

En 1940, la ciudad de Lvov donde vivía fue ocupada por tropas soviéticas. Lem postuló al politécnico y aprobó el examen, pero las nuevas autoridades le negaron el ingreso por proceder de una familia burguesa. Merced a los contactos de su padre, entró en la escuela de medicina, casi contra su voluntad. Luego llegaron los nazis. Y luego volvieron los soviéticos. Lvov fue separado del territorio polaco y anexado a Ucrania. Lem ya ni siquiera sabía de qué país era.

Un carácter rebelde como él podría haberse convertido en un héroe de la libertad, y acabar con una bala en la cabeza. También podría haberse inscrito en el partido para cambiar al monstruo desde adentro. O simplemente, podría haber sido médico militar, como estaba inscrito en su destino. Pero Lem tenía claro que la realidad era odiosa, y que no le apetecía comprometerse con ella ni para bien ni para mal. Se negó a rendir sus exámenes finales y escribió una novela. Luego trató de publicarla. De ese tiempo recuerda:

“Cada semana tomaba un tren nocturno a Varsovia para sostener interminables discusiones con los editores. Torturaban mi texto con sus críticas, lo acusaban de contrarrevolucionario y decadente, me ordenaban cambios. Consideraban que la novela era “ideológicamente impropia” y me obligaban a añadir episodios para equilibrar su composición”. 

A partir de ese momento, Lem decidió dedicarse a la ciencia ficción.
Sesenta años después, sus libros están traducidos a 41 idiomas y ha vendido más de 27 millones de copias en todo el mundo. Es, sin duda, el autor polaco más leído del siglo XX.

Su obra más famosa, Solaris, ha sido llevada al cine por dos talentos tan dispares como Tarkovsky y Steven Soderbergh. Cuenta la historia de un científico que llega a una lejana estación espacial y se encuentra con su novia, que se ha suicidado años antes. Al principio, el científico cree que ha enloquecido, o que ha encontrado un fantasma. Luego descubre que esa es la forma de vida de ese lugar, una especie que escanea su cerebro y se materializa ante sí como su mayor miedo o su más fuerte deseo. O ambas cosas. Y empieza a convivir con esa proyección de sí mismo.

Solaris es una fábula sobre el amor y los insondables límites de la realidad. En vez de pistolas láser e invasiones marcianas, muestra los interiores de una aséptica nave y los páramos acuáticos de un planeta muerto. Sus escenarios son una metáfora de la soledad, su historia es un retrato de la persistencia de la memoria y la inevitabilidad de la muerte. En un siglo de utopías científicas, Lem –como Bradbury en sus mejores momentos– consiguió transfigurar la ciencia en poesía, y con ella, escapar de las estrechas restricciones de la realidad, incluso de la rigidez ideológica de la ficción. Si hay algo más allá de la vida, debe parecerse a los lugares que él imaginó. Desde ayer, Lem puede verlo con sus propios ojos, pero ya no nos lo puede enseñar.

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29 de marzo de 2006
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Misión: Burman

Tengo con el cine argentino el mismo problema que tantos españoles tienen con el cine español, y tantos mexicanos con el cine mexicano, y así. Le veo demasiado las costuras. Me parece que en demasiadas oportunidades el subtexto de nuestras películas dice: Y bue, esto es todo lo que pudimos hacer con este presupuesto, así que no se quejen. Se trata de películas que tematizan la imposibilidad del cine, una suerte de aquí no podemos hacerlo. Por eso cuando surgen autores que se pasan la sensación de impotencia por el forro, a pesar de que cuentan con presupuestos tan magros como los de la mayoría, la sensación de victoria es adrenalínica. Gente como el Aristarain de los 80, como el Piñeyro de los 90 y como el Fabián Bielinsky de hoy nos hacen olvidar toda impotencia, toda debilidad narrativa, en el hall de entrada del cine. Ellos sabrían narrar una historia apasionante aun cuando contasen con una cámara de Super 8 y un único actor. Narran porque les apasiona narrar y porque tienen una visión; en sus manos el cine es cine, no una disculpa proyectada sobre la pantalla.

La semana pasada descubrí una película argentina que disfruté mucho: Derecho de familia, de Daniel Burman. Es una historia que seduce a partir de una engañosa simpleza: el relato que un abogado de treintaipico llamado Ariel Perelman (un contenido y a pesar de todo graciosísimo Daniel Hendler), hace de su propia vida, con el acento puesto en la relación con su padre –otro abogado Perelman- y con su propio hijo de dos años. Desde las primeras escenas queda en claro que Burman tiene algo que contar, y que sabe cómo hacerlo; por eso el público responde al relato a pesar de que vulnera todas las reglas del Buen Guión Según Hollywood: uno se pasa minutos y más minutos sin saber exactamente hacia dónde va la historia pero poco importa, porque el relato se impone con buenas artes.

Derecho de familia emociona con un pudor enorme, y divierte sin golpes bajos, y hace pensar sin necesidad de machacarnos la cabeza con martillitos ideológicos u otros sucedáneos de la reflexión. Es la obra de un cineasta con un corazón enorme, con la cabeza bien puesta y con un gran dominio de su arte. Se le nota su amor por la vida, que es evidente en los detalles que sólo puede incluir un gran observador de lo cotidiano, y en la construcción de sus personajes más entrañables (como Perelman padre, interpretado por Arturo Goetz), que lo dicen todo sin necesidad de decir nada. Disfruto mucho cuando encuentro a alguien que contempla la vida como quien asiste a un espectáculo extraordinario; porque cada vida es, estoy convencido, un espectáculo extraordinario, cuente con presupuesto de muchos millones o de pocos pesos. El truco está en saberlo ver. Y Burman ya demostró que tiene buen ojo. Ojalá Derecho de familia se vea pronto en todas partes.

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28 de marzo de 2006
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LOS DE L.A.

Lo que hay que leer en estos días en Internet es el diario La Opinión. El periódico casi no se ve cuando uno viaja a la parte rica de Los Ángeles. Es normal: su audiencia se encuentra en la parte este de la metrópolis, donde viven chicanos que pasan al oeste para trabajar en zonas muy bien delimitadas: jardines, cocinas, habitaciones de niños, etc.

En su editorial del domingo, La Opinión hablaba del día anterior como de un “día histórico” para Los Ángeles. Medio millón de personas en las calles ya es algo. Cuando este medio millón de personas está compuesto en su gran mayoría por “ilegales” que no tienen ni el derecho de respirar el aire de EE.UU. estamos frente a un proceso nuevo. Un acontecimiento mayor que nos obliga a entender por qué ocurre ahora y no antes.

No hay que dudar de lo que explica la presencia de tantos inmigrantes ilegales: los gringos, que temen por su salud y se preocupan por la seguridad de sus hijos, aceptan sin problema que una persona que prepara su comida o cuida sus criaturas sea un trabajador clandestino, sin recursos ni acceso al sistema de salud y, por tanto, con una probabilidad más alta de caer enfermo. Pero el inmigrante cobra menos y se calla cuando alguien le manda a la calle. Su presencia, tolerada, se explica solo por razones económicas.

Lo que acaba de ocurrir es que el “clandestino” quizás no va a callarse más. Y la muchedumbre que salió a las calles de L.A. representaba un fenómeno tan masivo que podemos adivinar que habrá un antes y un después de aquella fenomenal manifestación duplicada a lo largo de muchas metrópolis. Pero nos equivocamos si pensamos que se trata meramente de la aparición de personas que antes se escondían. Es otra cosa: la comunidad de los latinos va cambiando. Sin romper con sus orígenes cobra una identidad norteamericana (hay que movilizarse, hay que presionar, hay que conquistar puestos políticos para cambiar algo) y se pone en marcha para conseguir lo que le corresponde.

Para decirlo de manera sencilla: los latinos actúan como gringos. Saben que ya constituyen la minoría más grande de un país que es la suma de minorías. A la mitad de este siglo van a representar la cuarta parte de la población de EE.UU. Piden no tanto porque tienen derecho a conseguir algo sino que piden porque saben cómo pedir. Existe un libro, escrito en inglés por Héctor Tobar, un periodista nacido en una familia guatemalteca de Los Ángeles y galardonado con un premio Pulitzer, que lo cuenta muy bien. Se titula Translation Nation. Fue publicado por Riverhead Books el año pasado y lo fascinante es que se trata de un auténtico relato de viaje por EE.UU., dentro de una comunidad que habla español pero que ya tiene una identidad norteamericana. Tobar llama “americanismo” a la aparición de una nueva cultura mixta incipiente entre los latinos.

Ya José Martí explicaba que vivir en EE.UU. era como vivir en las “entrañas del monstruo” y no hay nada soprendente en la ineludible asimilación de los inmigrantes. Pero, cuidado, los tiempos van cambiando, aquel auge de los “clandestinos” ocurre en un momento en que la distancia crece entre ambas Américas. Todavía se puede leer (en inglés), en el sitio del New York Times, un excelente artículo de Peter Hakim importado desde la revista Foreign Affairs. Su título es una pregunta: “Is Washington losing Latin America?” (¿Se le escapa América Latina a Washington?). La respuesta, positiva, se podía ver el sábado en las calles del centro de Los Ángeles. La pérdida del miedo a presentarse en público como ilegal indica una pérdida de influencia de EE.UU. Y no se trata de chavezismo o de la subida de una u otra izquierda en América del Sur. Es un síntoma de retirada, en casa.

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28 de marzo de 2006
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Rebelde sin cauce

Cuando le conocí se llamaba Gonzalo Suárez, pero no era Gonzalo Suárez, entonces era Martín Girard. Por las mismas fechas, Pere Gimferrer era todavía Pedro Gimferrer, aunque la chica que le gustaba era la misma con la que se ha casado hace unos días. Tras las crecidas y desbordamientos de la vida, cada río acaba por regresar a su cauce y fluye confiadamente hacia su destino.

Martín Girard tenía entonces dos leyendas como dos espadas de combate. La primera, que era hijo de Helenio Herrera, el hombre más importante de España y entrenador del Inter de Milán. Que alguien llamado Helenio fuera capaz de tener hijos, nos parecía algo teratológico. Y que Martín Girard pudiera entrar gratis en todos los partidos del Barça, una tremenda injusticia que se le perdonaba porque había escrito el gran libro del siglo, Rocabruno bate a Ditirambo. Pedro Gimferrer y Paco Ferrer Lerín siempre lo llevaban en el bolsillo de su abrigo, fueran a donde fueran. Yo les imité.

La segunda leyenda llegó más tarde, cuando Martín Girard abandonó la literatura para hacer cine bajo el pseudónimo de Gonzalo Suárez. ¿Cómo pudo elegir filmar muñecos bidimensionales cuando había oído atentamente las infinitas voces sin dimensión de la literatura? Era incomprensible, escandaloso, intolerable. Para justificarlo, nació la segunda leyenda. Se dijo que en una de sus películas había logrado seducir a Jean Seberg y que su dedicación al cine obedecía a ese único propósito.

La diminuta muchacha que vendía periódicos en Au bout du souffle era nuestra actriz adorada, a una muy solemne distancia de Anouk Aimée la cual ya entonces tenía algo de ministra socialista. Años más tarde, tras el suicidio de Jean Seberg, cuando supimos lo desdichada que había sido aquella delicada miniatura y el tsunami de locura y fuego que arrasó su delicada cabecita, aún la amamos más desesperadamente. Por ella merecía la pena haber abandonado la literatura y haberse convertido en Gonzalo Suárez.

Ahora, con el título Las suelas de mis zapatos, Seix Barral ha recogido las crónicas deportivas de Martín Girard, aquel artista supremo, ignorante de que a la vuelta de la esquina le estaba esperando Gonzalo Suárez con dos espadas de combate.

Todo pincha, todo corta, todo mancha, y luego todo acaba por regresar a su cauce. Menos las bellas muchachas suicidas. Ningún cauce puede acompañarlas hasta su destino. 

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28 de marzo de 2006
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Ampliación del campo de batalla

Hace unos años, mientras trabajaba como periodista en Lima, un turista japonés desapareció en la selva. Su familia viajó al Perú a buscarlo y ofreció una conferencia de prensa, a la que asistí con mi fotógrafo. El padre del desaparecido estaba consternado. Conforme hablaba, se le quebraba la voz. Y aprovechaba las pausas de la traducción para tragar saliva. Sus ojos enrojecían. En un momento, cuando estaba a punto de terminar, tuvo que detenerse. Su mandíbula empezó a temblar. Mi fotógrafo y yo nos sorprendimos pensando al mismo tiempo: “llora, llora de una maldita vez”.

En cuanto el japonés derramó la primera lágrima, una ráfaga de flashes estremeció la sala de prensa. Todos teníamos la foto que esperábamos. Todos salimos satisfechos.
A veces, la práctica periodística te obliga a ser ciego para ver con claridad. No debes sentir, no debes pensar, no estás tratando con personas sino con titulares potenciales. Cubres a un niño mutilado y al día siguiente comentas: qué bien, el periódico me dio la primera página.

De eso habla la última novela de Arturo Pérez Reverte, El pintor de batallas, la más reflexiva de su autor. De hecho, el argumento implica ya una reflexión sobre la responsabilidad del autor de imágenes: el protagonista es un fotógrafo de guerra que se retira y se encierra solo en una torre a pintar una gran batalla. Pero su pasado lo alcanza, y le exige responsabilidades por sus fotografías, que han determinado la vida –y la muerte– de personas reales.

Los periodistas no somos inocentes de las imágenes que escogemos. Nuestras imágenes y textos no son sólo cosas que encontramos y enseñamos. Están diseñados para causar reacciones, y a menudo no controlamos las reacciones que puedan producir. No sólo hablamos sobre la realidad. Creamos nuevas realidades.

Los que leemos el periódico tampoco somos inocentes. Las fotos nos traen el horror a casa, pero por eso mismo nos relevan de verlo con nuestros propios ojos. En realidad, generan más conciencia de lo bien que vivimos nosotros que de lo mal que viven los demás. Pero a la vez, nos permiten fingir que nos importa cómo viven los demás. No sabemos qué periódico es más veraz. Compramos el que nos haga sentir mejor con nosotros mismos, y lo comentamos con los amigos, con una cerveza.

La metáfora más bonita del libro de Pérez Reverte es la del efecto mariposa: el batir de las alas de una mariposa en América puede producir un huracán en África. En nuestro mundo interconectado, el clic de una cámara de fotos en Bagdad puede movilizar a miles de manifestantes en todo el planeta. Y también puede dejarlos indiferentes. Lo aceptemos o no, las imágenes del dolor ajeno amplían el campo de batalla hasta la puerta de nuestras casas, hasta nuestro tarro de mermelada, hasta nuestro café.

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28 de marzo de 2006
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FICCIÓN

Es como la pregunta en el momento de pedir el agua en el restaurante: ¿Con o sin gas? Pasa lo mismo con la literatura: con o sin ficción. El éxito de la película Capote sobre Truman Capote y el viaje de Tom Wolfe por Europa para promocionar su última novela Soy Charlotte Simmons (Ediciones B, en España) nos obliga a volver al viejo debate sobre cuál es la mejor forma de captar al lector: con hechos o con la imaginación del novelista.

Tom Wolfe sigue siendo el mismo: año tras año, es más Tom Wolfe que nunca. Envejece a través de un proceso de caricatura de sí mismo. Me parece que fue hace veinte años que lo vi en la parte sur del parque Gramercy en Nueva York. Recuerdo mucho el episodio. Caminaba en un día de calor aplastante y vi uno de esos coches largos detenerse un poco delante de mí. Se abre la puerta y un zapato de dos colores toca el suelo sin manchar el pantalón de lana blanca que cae con una nobleza divina sobre el cuero. Sin ver más que una pierna y un pie me imaginé que era Tom Wolfe. Y era él, llevando corbata, camisa con algodón y un vestido de oso blanco en un verano que la brisa de mar no sabía cómo suavizar. Es el único autor que se puede reconocer con una pequeña muestra de su presentación.

Tom Wolfe no ha cambiado y sus entrevistas en la radio y la televisión de Francia lo pintan como encerrado en sí mismo. Cuando dice que sus maestros son Balzac y Zola no hace un favor a los franceses. Ya lo decía hace treinta años. Philippe Labro, un autor cuyo mérito principal es un amor real a la literatura americana, hizo en Le Monde un buen relato de su encuentro con este viejo hombre del sur (viene de allá, como Capote) que sigue siendo un maestro. Es importante hablar de Tom Wolfe: ha sido uno de los escritores que más nos ayudaron a entender las herramientas que tenemos para contar algo. Pero lo hizo siempre desde la perspectiva de un periodista inventor del “nuevo periodismo”. Cuando renunció a su oficio, empezó la tragedia. La verdad dura, definitiva, es que el novelista Wolfe nunca superó al periodista. Wolfe, que fue mi ídolo, se fue desde el momento en que empecé la lectura de su primera novela La hoguera de las vanidades, aunque había leído y estudiado tanto sus artículos.

Un texto muy preciso de Jack Shafer (pasamos del francés al inglés) en la Columbia Journalism Review describe de manera sumamente precisa lo que fue, en su época, la irrupción de Wolfe en el periodismo, no de EE.UU. sino del mundo entero, con una pintura dinámica del universo de los drogadictos buscando un nuevo paradigma de comportamiento. Pero no falta en el artículo de Shafter la frase clave: “The New Journalism didn’t replace the novel, as the somewhat messianic Wolfe later predicted it would in 1973’s” (El nuevo periodismo no reemplazó a la novela tal como un mesiánico Wolf lo predecía en 1973).

En su fracaso por dominar el género novelístico tal como fue el maestro del periodismo, Wolfe recuerda que escribir ficción y recopilar hechos son actividades distintas. El artista, como lo fueron Zola o Balzac, tiene que reoganizar el mundo que le ofrece la realidad. No hay que creer a los tontos que dicen que el mundo real es aún más inverosímil que el mundo creado por los artistas. Cuando Wolfe explica que pasó años recopilando informaciones para construir el universo de aquella chica Simmons, una estudiante, sabemos que esto no cambia nada el resultado que tendremos en las manos. Los periodistas entienden el mundo, los artistas crean un mundo para ser entendido. Nada que ver. “De manera general, la naturaleza se equivoca” afirmaba el pintor Whistler.

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27 de marzo de 2006
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Criaturas repugnantes

Quizá hayas leído algún libro de H. P. Lovecraft, y muy probablemente lo hayas detestado. El terror de sus historias no tiene nada que ver con atmósferas psicológicas o amenazas verosímiles, sino que es del tipo “monstruo del pantano”: criaturas repugnantes descritas al milímetro que representan el mal en estado puro, como Hastur del Destructor, el amorfo Azathoth que echa espumarajos o Nyarlathothep, el caos reptante, ese tipo de bichos repelentes.

Claro, ya estás cansado de eso. Se llame extraterrestre o Satanás, lo has visto en miles de películas viejas y comics baratos. Pero precisamente, si puedes estar cansado, es porque Lovecraft lo inventó, y su influencia ha marcado hasta el tuétano la literatura y el cine del siglo XX. Todas esas alimañas nacieron con él.

A setenta años de su muerte, aparece en las librerías españolas Contra el mundo, contra la vida, un ensayo sobre Lovecraft escrito por Michel Houellebecq (Siruela). El libro tiene el atractivo de presentar a un degenerado hablando de otro degenerado. Pero además, es interesante cómo dos autores tan opuestos pueden alimentarse del mismo odio por la humanidad.

Pruebas al canto: a Houellebecq le encanta hablar de sexo y de lo que la gente hace con su dinero (a menudo, comprar sexo). Lovecraft elude esos dos temas sistemáticamente, y en sus cartas, se manifiesta abiertamente en contra de escribir sobre ellos. Houellebecq escribe sobre lo detestable de la existencia cotidiana. Lovecraft prefiere a Azathoth y su jauría babeante. Houellebecq enfatiza que la vida no tiene sentido. Lovecraft añade que la muerte tampoco.

Y sin embargo, al menos según este ensayo, ambos comparten una visión completamente oscura de la existencia. La de Houellebecq está bastante clara, pero lo sorprendente es la de Lovecraft, un hombre ignorado por el éxito, incapaz de conseguir trabajo o de conservar su matrimonio, ni tan siquiera de sobrevivir fuera de la casa de su vieja tía Lillian, un racista, un reaccionario, un tipo convencido de que el mundo no hace más que involucionar para olvidar que, haga lo que haga, será devorado por las fuerzas oscuras que habitan en su interior desde los orígenes de la especie y hasta antes, en suma, un batracio él mismo.

Tratando de escapar de la humanidad, a la que desprecia altivamente, Lovecraft construyó un retrato exacto de ella tal y como la veía. Al ignorar el sexo y el dinero, simplemente describió los dos elementos que lo ignoraban a él, que son los que definen el éxito en un mundo material. El horror de sus historias era precisamente un horror material y tangible, porque Lovecraft no se sentía atormentado por alguna sutileza metafísica, sino por el mundo tal y como es en todos sus detalles visibles.

Mario Vargas Llosa afirma que la literatura es un acto de rebeldía contra “la insuficiencia de la realidad”. Fiel a su estilo, Houellebecq prefiere decir que la literatura es para los que “están un poco hasta el gorro”. Hasta el gorro de la realidad, Lovecraft trató de crear una ficción para refugiarse de ella, y sólo consiguió la fiel descripción de un mundo de monstruos. Un mundo en el que, paradójicamente, la única criatura extraña e inadaptada era él.   

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27 de marzo de 2006
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V de victoria

Supongo que habrá quienes consideren necesario reivindicar la estatura de la historieta como arte, pero no es mi caso. En mi biblioteca las colecciones del Corto Maltés y Nippur de Lagash están ubicadas entre Yeats y los dos volúmenes de The Meaning of Shakespeare, de Harold Goddard; El Eternauta, del desaparecido autor argentino (desaparecido por los oficios de la dictadura militar, quiero decir) Héctor G. Oesterheld, está entre mi volumen de relatos y novelas completos de Sherlock Holmes y The Blind Assassin, de Margaret Atwood. El primer tomo de Los Archivos de Batman, la colección de las primeras historietas de Bob Kane, está pegado a La Odisea y a pocos centímetros de otras historias inolvidables del Hombre Murciélago: The Dark Knight Returns y Batman: Year One, ambas escritas por Frank Miller.

Pero el autor de historietas que tengo más cerca, hablando incluso en términos de espacio, es Alan Moore. Si estiro el brazo izquierdo hacia delante, pasando por el costado de la pantalla del ordenador, encuentro From Hell, que está ubicado entre The Complete Works of Lewis Carroll y The Gnostic Scriptures, una colección de textos gnósticos compilada por Bentley Layton. Si estiro el mismo brazo hacia la izquierda encuentro Watchmen, una de los mejores relatos sobre (super)héroes jamás escrito. Y si no tengo a mano The League of Extraordinary Gentlemen es porque fui comprando la serie en revistas a medida que salía y nunca conseguí la edición en libro. Esta Liga es el sueño húmedo de cualquier escritor: sólo a Moore podía ocurrírsele mezclar en un mismo relato de aventuras a personajes de ficción que en la teoría fueron coetáneos como Allan Quatermain (el explorador de Las minas del rey Salomón), el capitán Nemo (y el Nautilus, por supuesto), el Dr. Jeckyll (y su inevitable alter ego Mr. Hyde), el Hombre Invisible de H. G. Wells y la Mina Harker de Drácula.

El único motivo por el que no tengo que estirar ningún brazo para consultar V for Vendetta es porque tengo el libro aquí, abierto a un costado del teclado. Me había prometido no releer la historia antes de ver la película guionada por los Wachowski, pero el deseo fue demasiado fuerte. V for Vendetta es uno de mis libros favoritos del mismo modo en que Alan Moore es uno de mis escritores favoritos, y punto. Supongo que su descripción de una sociedad neofascista mezclada con una fantasía de venganza digna de El conde de Montecristo no podían sino arrebatar mi corazoncito criado en dictadura y hambriento de justicia. Lo único cierto es que V for Vendetta es un ejemplo inmejorable de los primeros dos mandamientos que yo mismo trato de respetar como escritor, a saber:

1. No aburrirás; y
2. No subestimarás la inteligencia de tu lector / público.

Y que conste que entiendo que parte del significado del Segundo Mandamiento alude al derecho del narrador a hacer pensar a su público, informarlo sobre aquello de lo que sabe poco o nada y también ayudarlo a considerar puntos de vista novedosos, o simplemente anticonvencionales.

Todo esto en realidad es un rodeo para que no se note tanto que estoy muerto de ganas de ver la película V for Vendetta. Es cierto que Alan Moore ha tenido pésima suerte con las adaptaciones al cine de sus historias (The League of Extraordinary Gentlemen era bochornosa, y From Hell no llegaba a los talones del original), pero en este caso parece haber razones para la esperanza. Se trata de una adaptación escrita por los hermanos Wachowski, que dejaron claro en Matrix que eran devotos de los dos primeros Mandamientos y que manejaban el género a las mil maravillas. Pero también es verdad que nadie desecró tanto los mismos Mandamientos como los mismos Wachowskis en las dos continuaciones de Matrix, así que se trata del típico caso del vaso medio vacío o medio lleno.

Al menos hoy yo lo veo medio lleno. Y eso es algo que agradezco a Moore por su parte, y a los Wachowski por otra. ¿Cuándo fue la última vez que sintieron un entusiasmo infantil por una película a punto de estrenarse, al punto de comprar la entrada con siglos de anticipación y presentarse en la primera función del día del estreno?

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27 de marzo de 2006
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