Quizá hayas leído algún libro de H. P. Lovecraft, y muy probablemente lo hayas detestado. El terror de sus historias no tiene nada que ver con atmósferas psicológicas o amenazas verosímiles, sino que es del tipo “monstruo del pantano”: criaturas repugnantes descritas al milímetro que representan el mal en estado puro, como Hastur del Destructor, el amorfo Azathoth que echa espumarajos o Nyarlathothep, el caos reptante, ese tipo de bichos repelentes.
Claro, ya estás cansado de eso. Se llame extraterrestre o Satanás, lo has visto en miles de películas viejas y comics baratos. Pero precisamente, si puedes estar cansado, es porque Lovecraft lo inventó, y su influencia ha marcado hasta el tuétano la literatura y el cine del siglo XX. Todas esas alimañas nacieron con él.
A setenta años de su muerte, aparece en las librerías españolas Contra el mundo, contra la vida, un ensayo sobre Lovecraft escrito por Michel Houellebecq (Siruela). El libro tiene el atractivo de presentar a un degenerado hablando de otro degenerado. Pero además, es interesante cómo dos autores tan opuestos pueden alimentarse del mismo odio por la humanidad.
Pruebas al canto: a Houellebecq le encanta hablar de sexo y de lo que la gente hace con su dinero (a menudo, comprar sexo). Lovecraft elude esos dos temas sistemáticamente, y en sus cartas, se manifiesta abiertamente en contra de escribir sobre ellos. Houellebecq escribe sobre lo detestable de la existencia cotidiana. Lovecraft prefiere a Azathoth y su jauría babeante. Houellebecq enfatiza que la vida no tiene sentido. Lovecraft añade que la muerte tampoco.
Y sin embargo, al menos según este ensayo, ambos comparten una visión completamente oscura de la existencia. La de Houellebecq está bastante clara, pero lo sorprendente es la de Lovecraft, un hombre ignorado por el éxito, incapaz de conseguir trabajo o de conservar su matrimonio, ni tan siquiera de sobrevivir fuera de la casa de su vieja tía Lillian, un racista, un reaccionario, un tipo convencido de que el mundo no hace más que involucionar para olvidar que, haga lo que haga, será devorado por las fuerzas oscuras que habitan en su interior desde los orígenes de la especie y hasta antes, en suma, un batracio él mismo.
Tratando de escapar de la humanidad, a la que desprecia altivamente, Lovecraft construyó un retrato exacto de ella tal y como la veía. Al ignorar el sexo y el dinero, simplemente describió los dos elementos que lo ignoraban a él, que son los que definen el éxito en un mundo material. El horror de sus historias era precisamente un horror material y tangible, porque Lovecraft no se sentía atormentado por alguna sutileza metafísica, sino por el mundo tal y como es en todos sus detalles visibles.
Mario Vargas Llosa afirma que la literatura es un acto de rebeldía contra “la insuficiencia de la realidad”. Fiel a su estilo, Houellebecq prefiere decir que la literatura es para los que “están un poco hasta el gorro”. Hasta el gorro de la realidad, Lovecraft trató de crear una ficción para refugiarse de ella, y sólo consiguió la fiel descripción de un mundo de monstruos. Un mundo en el que, paradójicamente, la única criatura extraña e inadaptada era él.