Jean-François Fogel
Es como la pregunta en el momento de pedir el agua en el restaurante: ¿Con o sin gas? Pasa lo mismo con la literatura: con o sin ficción. El éxito de la película Capote sobre Truman Capote y el viaje de Tom Wolfe por Europa para promocionar su última novela Soy Charlotte Simmons (Ediciones B, en España) nos obliga a volver al viejo debate sobre cuál es la mejor forma de captar al lector: con hechos o con la imaginación del novelista.
Tom Wolfe sigue siendo el mismo: año tras año, es más Tom Wolfe que nunca. Envejece a través de un proceso de caricatura de sí mismo. Me parece que fue hace veinte años que lo vi en la parte sur del parque Gramercy en Nueva York. Recuerdo mucho el episodio. Caminaba en un día de calor aplastante y vi uno de esos coches largos detenerse un poco delante de mí. Se abre la puerta y un zapato de dos colores toca el suelo sin manchar el pantalón de lana blanca que cae con una nobleza divina sobre el cuero. Sin ver más que una pierna y un pie me imaginé que era Tom Wolfe. Y era él, llevando corbata, camisa con algodón y un vestido de oso blanco en un verano que la brisa de mar no sabía cómo suavizar. Es el único autor que se puede reconocer con una pequeña muestra de su presentación.
Tom Wolfe no ha cambiado y sus entrevistas en la radio y la televisión de Francia lo pintan como encerrado en sí mismo. Cuando dice que sus maestros son Balzac y Zola no hace un favor a los franceses. Ya lo decía hace treinta años. Philippe Labro, un autor cuyo mérito principal es un amor real a la literatura americana, hizo en Le Monde un buen relato de su encuentro con este viejo hombre del sur (viene de allá, como Capote) que sigue siendo un maestro. Es importante hablar de Tom Wolfe: ha sido uno de los escritores que más nos ayudaron a entender las herramientas que tenemos para contar algo. Pero lo hizo siempre desde la perspectiva de un periodista inventor del “nuevo periodismo”. Cuando renunció a su oficio, empezó la tragedia. La verdad dura, definitiva, es que el novelista Wolfe nunca superó al periodista. Wolfe, que fue mi ídolo, se fue desde el momento en que empecé la lectura de su primera novela La hoguera de las vanidades, aunque había leído y estudiado tanto sus artículos.
Un texto muy preciso de Jack Shafer (pasamos del francés al inglés) en la Columbia Journalism Review describe de manera sumamente precisa lo que fue, en su época, la irrupción de Wolfe en el periodismo, no de EE.UU. sino del mundo entero, con una pintura dinámica del universo de los drogadictos buscando un nuevo paradigma de comportamiento. Pero no falta en el artículo de Shafter la frase clave: “The New Journalism didn’t replace the novel, as the somewhat messianic Wolfe later predicted it would in 1973’s” (El nuevo periodismo no reemplazó a la novela tal como un mesiánico Wolf lo predecía en 1973).
En su fracaso por dominar el género novelístico tal como fue el maestro del periodismo, Wolfe recuerda que escribir ficción y recopilar hechos son actividades distintas. El artista, como lo fueron Zola o Balzac, tiene que reoganizar el mundo que le ofrece la realidad. No hay que creer a los tontos que dicen que el mundo real es aún más inverosímil que el mundo creado por los artistas. Cuando Wolfe explica que pasó años recopilando informaciones para construir el universo de aquella chica Simmons, una estudiante, sabemos que esto no cambia nada el resultado que tendremos en las manos. Los periodistas entienden el mundo, los artistas crean un mundo para ser entendido. Nada que ver. “De manera general, la naturaleza se equivoca” afirmaba el pintor Whistler.