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Especies protegidas

Yo no sé, no lo puedo asegurar, si aquel personaje de antaño que vivía en la poesía, dentro de la poesía y exclusivamente para la poesía, sigue existiendo o si ya sólo quedan ejemplares protegidos en parques naturales gracias a la subvención ministerial. Desde luego, yo he conocido una época en la que no diré que abundaran, pero sí que no corrían peligro de desaparición. Por lo general, les resultaba razonablemente sencillo encontrar pareja y reproducirse.

Lo he recordado al leer el muy conmovedor libro de recuerdos sobre Samuel Beckett que escribió hace un par de años Anne Atik. En España lo editó Circe con el título de ¿Cómo era? Pues era un escritor literario, o sea, poético, especie en extinción de peculiares costumbres.

Anne Atik estaba casada con Avigdor Arikha, pintor israelita que debe su importancia a haber sido el amigo íntimo de Beckett durante treinta años. Ella iba tomando nota de las conversaciones entre aquel par de artistas ebrios de alcohol y poesía. El documento es extraordinario. Describe a la perfección de qué se alimentaban los artistas antiguos, cuál era su comportamiento y cuáles sus rituales de apareamiento, lo que explica la calidad y fortaleza de sus crías.

Me emocionó muy especialmente aquella escena que se repite una y otra vez cuando, ya muy borrachos, Arikha y Becket recitan por centésima vez a voz en grito el poema Titanes de Hölderlin. En cada ocasión, de un modo inevitable, van calentándose a medida que el poema avanza hasta que llegan a la estrofa de los muertos y entonces ambos, lentamente, al ritmo del poema, van levantándose de su asiento hasta acabar aullando contra el cielo el último verso. Luego seguían en pie unos minutos, transidos, agotados, enajenados, hasta que uno de los dos podía volver a llenar los vasos.

La estrofa es esta:

Viele sind gestorben
Feldherrn in alter Zeit
Und Schöne Frauen und Dichter
Und in neuer
Der Männer viel
Ich aber bin allein

Y aunque no podría traducirlo, viene a decir lo siguiente: “Muchos han muerto. Generales, en el tiempo antiguo, hermosas damas y poetas. Recientemente, muchos hombres. Yo, sin embargo, estoy solo”.

Ambos en pie, amenazando con el puño en alto al firmamento, los ojos desorbitados, en éxtasis. Animales magníficos.

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4 de abril de 2006
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Un instinto demasiado básico

En la primera escena de esta película, Sharon Stone conduce un Spider a 160 km/h. A su lado, en el asiento del copiloto, un futbolista agoniza por sobredosis de tranquilizantes. A ella, eso le resulta tan excitante que usa su dedo para masturbarse. No deja de acelerar, claro, aunque no está claro cómo pisa el pedal si lleva las piernas separadas. En el preciso instante en que alcanza 200 km/h y llega al orgasmo, el coche se sale de la autopista y va a parar al río. Cuando llegan los créditos iniciales, tenemos la idea bastante clara: sexo, coches, violencia y Sharon Stone ¿Se le puede pedir más a una peli?

Según los productores de Instinto Básico 2, no. Con eso basta. No hace falta, por ejemplo, pedirles a los personajes que piensen. A lo largo de la película, todo bicho viviente que se acueste con la Stone es asesinado. Ella deja su encendedor en la escena de un crimen y es vista entrando a la escena del otro con la víctima. Su ADN está todo derramado entre las piernas de un tercero y ella misma está presente en el cuarto. Pero nadie considera que haya bases sólidas para acusarla. La razón, según explican, es que ella confunde a los investigadores con su brillantez. Pero a uno le da la impresión de que en realidad está rodeada de idiotas.

El más oligofrénico de todos es el psicólogo que coprotagoniza esta desafortunada secuela. Ya era difícil ocupar el lugar de Michael Douglas, pero es que además lo hace en inferioridad de condiciones. Su personaje, que aparentemente es un profesional ejemplar con una fulgurante carrera, está tan embobado con la Stone que se deja involucrar gustoso en todos los crímenes probados y en algunos que ni siquiera se cometen. El espectador sabe que está hundiendo su carrera y corriendo directamente hacia la prisión. El policía se lo advierte. Un periodista lo persigue. Pero ahí está, al pie de cada nuevo cadáver, dejando sus huellas y atrayendo a todo el mundo en su contra: ¿cómo hay que explicarle, por Dios, que bastaría con que no se moviese de su casa?   

Tanta bobaliconería se explica, claro, por el irresistible atractivo de la fría y cautivadora escritora encarnada por la Stone, que le hace perder la cabeza. Es verdad que a su casi medio siglo de edad tiene un cuerpo que parece hasta natural (aunque esos pechos, hace muchos años que ya no son suyos). Y lo más normal del mundo es que el psicólogo se entretenga mirándole un poco el trasero durante las sesiones. Pero cuando ella intercambia los papeles y se pone a psicoanalizarlo a él, y él no sabe qué responder, empezamos a darnos cuenta de que no es un obsesivo, es sólo un papanatas con déficit sexual. Porque más allá de lo que el bisturí ha hecho por ella, Sharon Stone ni siquiera resulta interesante en este papel. Es una caricatura de sí misma que va ataviada como si fuera a recoger un Oscar un miércoles a mediodía, susurra todo el tiempo como si estuviera mal de la garganta y dice cosas tan estereotipadas como “¿te imaginas corriéndote en mi boca?” o “¿en qué posición piensas cuando piensas en follarme?”. Y él babea profesionalmente. Y todo esto ocurre en un edificio con forma de pene.

De modo que, si quieren, vayan a ver Instinto Básico 2. Pero si les da pereza, también pueden aguantar despiertos en casa y poner el canal porno de la madrugada. Tiene menos pretensiones y más escenas calientes. Y es gratis.

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4 de abril de 2006
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Vini vidi vinci (II)

Alan Moore escribió V for Vendetta bajo la profunda impresión que le causaba la Inglaterra regida por Margaret Thatcher; de esa realidad al estado neofascista de Vendetta el salto no era tan grande. Yo leí la historieta original a comienzos de los 90, cuando la marca que me había dejado la dictadura todavía era una herida fresca; no es de extrañar que ese mundo concebido como campo de concentración me hablase al alma. (Las escenas en que una banda de encapuchados secuestra a los padres de Evey me sonaron a música conocida.) Y los hermanos Wachowski escribieron el guión del film a la luz de la experiencia que la administración Bush (h) les había deparado, y todavía nos depara.

¿Cómo evitar que ese personaje misterioso, esa suerte de Conde de Montecristo redivivo que es "V", ese salvador providencial de quien la Historia con mayúsculas tuvo el tino de privarnos, no apareciese ante nuestros ojos como la respuesta a toda plegaria? V for Vendetta no es realismo, es melodrama; la clase de obra concebida, leída y disfrutada por millones de personas que en el fondo siguen (¡seguimos!) siendo niños asustados, temerosos de que alguien derribe la puerta y nos arrastre hacia el infierno.

Vista desde mis ojos argentinos, V for Vendetta (la historieta, la película) da en el clavo de un par de cuestiones nada adolescentes. En un discurso que televisa a toda la nación, "V" les dice a los ingleses que si quieren encontrarse con el responsable de que un gobierno neofascista esté en el poder, "no tienen más que mirarse en el espejo". Aquí en la Argentina seguimos privilegiando la visión que le endilga el grueso de la responsabilidad a los militares del 70, cuando no fueron más que los verdugos. Hubo un gobierno hegemónico que los instruyó, los financió y les dio vía libre; hubo una clase social que les prestó sus estratos dirigenciales; y hubo una masa silenciosa que consintió sus actos. Por supuesto, dudo que muchos argentinos vayan a interpretar Vendetta de ese modo. Para que el pueblo argentino asuma su responsabilidad, vamos a necesitar bastante más que una película de la Warner.

Lo otro que Vendetta comprende bien es el uso del miedo como mecanismo de control. La gente teme perder sus vidas, su comodidad, su rutina, sus negocios, y por eso calla; por eso consiente. Alan Moore sostiene que es necesario trascender ese miedo para atreverse a decir la verdad, sí, y para oponerse a toda forma de injusticia, pero también (he ahí el quid de la cuestión) para lograr algo que no es menos importante. El corazón de V for Vendetta está en el texto de una carta que una prisionera del gobierno llamada Valerie escribe poco antes de morir. En esa carta, escrita con lápiz sobre papel higiénico, Valerie resume la historia de su vida y termina diciéndole a su lector, a quien no conoce, que lo ama. "No sé si eres hombre o mujer. Quizás nunca te vea. Nunca te abrazaré, ni lloraré contigo, ni me emborracharé en tu compañía. Pero te amo". Una vez superado el miedo, Valerie entiende que esa nueva libertad le permite amar a sus congéneres más allá de sus características personales y más allá de los convencionales lazos afectivos. Y una vez que uno entiende que puede amar al otro, sea blanco o negro o lesbiana o mormón o drogadicto o lo que fuere, ¿qué sentido tiene luchar en su contra? ¿Para qué agredir, reprimir o castigar a quien se ama? Uno suele creer que es necesario vencer el miedo para dar la cara, o para oponerse a algo. Pero ante todo hay que vencer el miedo para atreverse a amar. Amar en general, y en particular amar al distinto sobre quien solemos descargar nuestras fobias.

Alan Moore es un genio. Cualquiera que escriba un relato que mezcla El conde de Montecristo con 1984 y lo lleva a uno a pensar en cosas como estas, no puede ser sino brillante. Sirva esto como homenaje, dado que Moore es un cabrón difícil y se negó a que su nombre figurase en los créditos del film.

Él es el verdadero héroe de la película.

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4 de abril de 2006
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MACHACANDO A SARTRE Y A BARTHES

Hoy me pongo pesado; es decir, francés, sumamente francés para hablar de un libro de casi ochocientas páginas: Exercices de lecture (Ejercicios de lectura) de Marc Fumaroli, publicado por Ediciones Gallimard. Se trata de la recopilación de diecinueve estudios sobre obras o autores de la literatura francesa cuyas vidas abarcan desde el siglo XVI hasta el siglo XIX. Ya conocía varios textos. Se nota un enfoque grande en los hermanos Goncourt y en el siglo XVII que es la gran especialidad de Fumaroli.

Hay que suponer que este libro enorme (también por su tamaño), nunca se va a traducir al inglés y tampoco al castellano. Fumaroli es, hoy en día, el gran crítico francés, miembro del Collège de France y de la Académie Française, editorialista en Le Monde. Ocupa una posición de poder insuperable. La merece pues cualquier persona que lee el francés encontrará en este libro un estudio sobre la tragedia Phèdre de Racine que da mucho para pensar que no hay otro lector de tanta calidad en Francia.

Pero lo que quiero comentar no es el contenido del libro sino la introducción donde Fumaroli justifica su título: el uso de los sustantivos “ejercicios” y “lectura”. Fumaroli resucita la palabra “acedia” que se utilizaba en la edad media para describir la locura triste amenazando a los monjes atrapados en la vida contemplativa de un monasterio. Necesita aquella palabra para recordar que todo lo que ocurre en Francia, y en muchos casos sale muy mal, viene de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial (fin de Europa) y de 1940 (derrota francesa frente a las tropas alemanas y victoria final no de Francia sino de EE. UU.). Según Fumaroli, Bataille y Blanchot, dos críticos mayores, constituyen dos casos de “acedia”. Y basta decir esto para entender hacia dónde vamos. Se cita a Bataille y a Blanchot, no a Sartre o Barthes; ya viene la polémica.

Fumaroli habla de Sartre, sí, pero vale la pena traducir unas valoraciones de su obra en el campo de la crítica literaria: es “un comisario” en “un ministerio terrorista”, el “dictador filosófico de la Letras”, tiene el mérito de nunca haber disimulado su condición de “sepia emitiendo interminables y cegadoras nubes de tinta”, tenía la “autoridad de un usurpador del imperio literario” dedicado a la “movilización general y permanente en contra de los cabrones” (aquí tengo una duda, no sé si la palabra francesa “salaud” corresponde más a cabrón o a canalla, manera sartriana de pintar a la burguesía en la literatura). Barthes recibe mejor tratamiento: Fumaroli no lo nombra pero es claro que la persona que pone el concepto de “escritura” por encima de todo para satisfacer su odio hacia la literatura es el autor del Grado cero de la literatura.

Lo que me fascina de este ataque, que pertenece a una denuncia justificada del daño hecho a la literatura en Francia por los dos maestros, es que se puede publicar ahora, algo impensable hace diez años. Prueba de esto La diplomatie de l’esprit (La diplomacia del espíritu), otro libro de recopilación que publicó Fumaroli en 1995. Es un libro magnifico donde el autor nos ayuda a entender el momento, a final del siglo XVI y principio del XVII, en que la literatura francesa contribuye a la creación de un sentimiento nacional y, a la vez, empieza a dar mas importancia a la prosa que a los versos. En la introducción Claudel y Tocqueville son citados por Fumaroli, que concluye con una frase clásica: “nuestro destino está colgado a la inteligencia de nuestra prosa”. Era un manifiesto a favor del clasicismo pero que no se atrevía a denunciar a los bárbaros del existencialismo y del post-estructuralismo. Uno tiene la sensación de que por fin se cierra el paréntesis abierto por Barthes cuando se dedicó a denunciar los libros de Gustave Lanzón de fines del siglo XIX (Histoire de la littérature française – Hachette) que se utilizaba todavía en la Universidad francesa después de la Segunda Guerra Mundial. Vamos bien. Solo un siglo perdido.

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3 de abril de 2006
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Vini vidi vinci

Discúlpenme que vuelva sobre el asunto, pero no lo puedo evitar. Es que al fin vi V for Vendetta, y me salgo de la vaina!

Todavía no sé si es que la peli me gustó tanto, o si le agradezco que me haya forzado a releer la historieta original de Alan Moore. En todo caso le agradezco sinceramente que haya sido fiel a la visión original del autor, lo cual no es poco, dado que la suerte de otras adaptaciones de la obra de Moore fue funesta. (From Hell, por ejemplo: una obra maestra de la historieta reducida a vulgar peli hollywoodense; y que decir de The League of Extraordinary Gentlemen...) Lo cierto es que todavía estoy revolucionado por la visión de V for Vendetta, y en esta conmoción (amo las obras que lo reducen a uno a esta condición casi infantil, balbuceante y llena de ideas contradictorias, porque significa que han removido algo dentro mío que no puede sino alumbrar un pensamiento nuevo), solo me atrevo a volcar algunas impresiones muy tentativas. Ya casi puedo imaginarme los comentarios del Jevi-llano: "Jo, Figueras, esta película también es un tostón, pero aun así me caes bien". Tu también me caes bien, Jevi-llano; eres puro aliento fresco.

Lo primero que sentí fue deseos de salir a pelear contra aquellos que trataron a la película de manera condescendiente, sugiriendo que su ideología era pueril, o directamente adolescente; para ser preciso, sentí ganas de salpicar con el agua de la calle a la crítica del New York Times, Manohla Dargis, pero no me subí a un avión porque concluí que la chica ya debe tener bastante con eso de llamarse Manohla. Creo que por definición la ideología de cualquier relato de aventuras es adolescente, porque supone que es posible cambiar algo en este mundo mediante acciones que son en buena medida físicas. Yo tengo claro que ningún cambio es perdurable si no entraña una modificación interior (¿puedo decir espiritual?), pero convengamos que el mundo exterior sigue reclamando cambios visibles, y a los gritos. Descartar, pues, un relato de aventuras por su ideología adolescente es casi como decir que todo intento de cambio material es adolescente; lo cual supone una afirmación reaccionaria. En ese caso acepto que mi propia ideología es adolescente. Yo soy de los que creen que un cambio no solo es posible, sino que es necesario.

(Continuará)

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3 de abril de 2006
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Cómo matar a Dios (otra vez)

En otros tiempos, Michel Onfray habría ardido en la hoguera –y luego en el infierno- por un libro como su Tratado de ateología. Pero hoy en día, ha vendido 200.000 ejemplares sólo en Francia y se ha convertido en uno de los más populares catedráticos independientes. Se nota que Dios anda un poco bajo de forma.

Más que un tratado, el ensayo de Onfray es un panfleto contra Dios, al que acusa de ser una mentira, un “cuento para niños”, una “insensatez”, una “necedad”, una “tontería”, cuyos creyentes son perversamente engañados para desconfiar de la única vida real y procurar una inexistente vida eterna.

Sin pelos en la lengua, el autor deconstruye –más bien destruye- cada elemento del mito divino. Denuncia la obsesión de las religiones por prohibir, ya que cada nueva prohibición crea una posibilidad de fallar y, por lo tanto, deja al feligrés a merced del perdón de Dios, que no es otro que el perdón de sus representantes terrenales. Arremete contra el miedo febril al cuerpo, que atribuye a que la experiencia del placer terrenal podría desvelar la falsedad intrínseca de toda religión. Pone en duda el origen de los libros sagrados como la Biblia, la Torá o el Corán, deliberadamente oscuros en su procedencia y contradictorios en su interpretación. En fin, no deja títere con cabeza.    

A Onfray no le interesa explicar los fenómenos, ofrecer una lectura simbólica de ellos o situarse en el tiempo en que se produjeron. Desde una lógica radicalmente materialista, hedonista y actual, ridiculiza la representación de la mujer en los monoteísmos. Según él, el mito de Adán (“un imbécil obediente”) y Eva sexualiza la culpa y endilga a la mujer el papel de tentación, precisamente porque ella representa todo lo que la religión odia: la inteligencia, el placer, el deseo y la vida. Ese miedo a la mujer deriva en una alabanza de la castración y, en el caso de los judíos, en un ataque generalizado contra los prepucios llamado circuncisión.

Pero evidentemente, sus principales dardos apuntan contra el cristianismo, la religión que mejor conoce, a la que acusa de (prepárense): falsificación, hipocresía, apología de la histeria, antisemitismo, misoginia, contradicción endémica, desprecio por la historia y plagio. El peor parado en todo esto es San Pablo. La teoría de Onfray es que era impotente, y que sólo así se explica su miedo cerval al sexo, miedo que trató histéricamente de extender a toda la humanidad, como quien dice, para no fastidiarse solo. Lo mismo ocurre con su masoquismo. El odio de Pablo contra sí mismo explica la vocación de sacrificio y automutilación, así como la afición por el dolor que caracteriza al cristianismo hasta nuestros días. Y es que, como ocurre con muchos santos y mártires, una lectura freudiana lo hace parecer un enfermo.

La religión según Onfray es, en suma, una psicosis de grupo que podría haber sido canalizada positivamente de haberse dedicado realmente a defender a los débiles, a los desposeídos, a los excluidos. Pero su institucionalización y su poder han desbaratado sus propios principios morales. Para Onfray, el lema “si no hay Dios, toda barbaridad queda permitida” queda anulado por las barbaridades cometidas en nombre de Dios, incluido el apoyo de Pío XII al régimen nazi. Por eso, éste es un libro nada recomendable para novicios en crisis de fe, especialmente en estos momentos en que Dios, el pobre, no puede defenderse.

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3 de abril de 2006
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Palabras, palabras, palabras

El otro día, al citar repetidamente el término “renacimiento”, me picó la curiosidad. ¿Cómo y cuando se habría aplicado esta palabra a la historia del arte? La intriga se agudiza si tenemos en cuenta algunas rarezas, como que los ingleses la usen en francés. No dicen Rebirth, sino Renaissance.

No fue fácil dar con una fuente fiable. Panofsky ni lo menciona en su célebre tratado sobre “los renacimientos”. Finalmente la encontré en un artículo de Joseph Rykwert, tan documentado y humorístico como todos los que escribe, y en el imprescindible diccionario de Alain Rey. No es una historia sencilla.

Para empezar, el causante de la popularidad de la palabra es el suizo alemán Jacob Burkhardt quien en su mundialmente divulgado Die Cultur der Renaissance in Italien (1860) no usó der Wiedergeburt o der Ernenerung. Inexplicablemente, para describir en alemán un fenómeno italiano prefirió una palabra francesa. Semejante capricho en una época poco dada a ellos obedecía a que así había sido bautizado algunos años atrás por Stendhal.

Fue en su Histoire de la peinture en Italie de 1817 donde el novelista francés empleó por primera vez el término para designar los más agitados y creativos años de las ciudades-estado del norte de Italia. Seguramente, Stendhal a su vez lo había tomado de la teología francesa, en la que la renaissance par baptême se usa desde el siglo XIV. De Stendhal la palabra pasó a Balzac y a Michelet, de modo que cuando Burkhardt la emplea era ya de uso común en los círculos educados europeos.

Trollope la tomó de Burkhardt y Ruskin de Trollope, así que, tras la bendición del gran pope del arte, ya fue inexcusable referirse a la Renaissance en Gran Bretaña. ¡Pero incluso los italianos se vieron en la obligación de decir Rinascimiento en lugar de Rinascita o Risorgimento! Tambien, claro, las lenguas ibéricas, las escandinavas y las eslavas hablan del “Renacimiento”.

Stendhal se reiría a carcajadas si alguien le susurrara en la tumba unas palabras sobre tan inesperada influencia. Su historia de la pintura italiana fue un grosero plagio escrito a toda velocidad, para la intendencia.

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3 de abril de 2006
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Para los antiamericanos

El rencor contra los EE. UU. -no contra sus gobiernos, sino contra el país mismo- es tanto más violento cuanto más frustrado se siente el rencoroso. En Francia, país que avanza a gran velocidad hacia el arcaísmo, se da la mayor acumulación de antiamericanos de todo Europa. Casi tanto como en un país árabe. La región con mayor densidad de antiamericanos en España es Cataluña. Muy alejada en este punto del País Vasco, por cierto, que es la región más pro americana de la península.

En 1879, Henry James escribió un ensayo sobre Hawthorne y en un párrafo resumía todo aquello de lo que carecían los EE. UU. de la época. Lo traduzco apresuradamente, adaptando algunos términos intraducibles como thatched cottages, por ejemplo, ya que James lo escribió pensando en sus lectores ingleses.

“No hay soberanos, ni cortes, ni lealtades personales, ni aristocracia, ni Iglesia, ni eclesiásticos, ni ejército, ni servicio diplomático, ni hidalgos rurales, ni palacios, ni castillos, ni alcázares, ni antiguas mansiones, ni parroquias, ni quintas pintorescas, ni ruinas comidas por la hiedra, ni catedrales, ni abadías, ni ermitas prerrománicas, ni grandes Universidades, ni colegios para los poderosos, ni Oxford, ni Eton, ni Harrow, ni literatura, ni novelas, ni museos, ni pintura, ni mundillo político, ni aficionados al deporte”.

Es difícil saber si lo escribió como un elogio o todo lo contrario, pero han pasado casi ciento treinta años y unas cuantas ausencias se han desvanecido (curiosa construcción). Constato, sin embargo, que las instituciones antes ausentes y hoy presentes en EE. UU., como el ejército, los museos, los politicastros, el deporte o la literatura, están entre las más potentes instituciones europeas, por lo que podemos decir que en este siglo y pico, contra lo que piensan los rencorosos, no es que Europa se haya americanizado, sino que los EE. UU. se han europeizado considerablemente.

¿Será esa la causa del odio antiamericano? ¿Que cada vez se parezcan más a Europa? ¿Que ya vayan siendo como nosotros? ¿Que un día de estos ya estén preparados para una guerra mundial o un genocidio a la europea?

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31 de marzo de 2006
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El saboteador de las manos limpias

John Perkins no era un mercenario armado hasta los dientes listo para asesinar a los presidentes díscolos. Tampoco se colaba vestido de ninja en las casas de sus víctimas. Ni siquiera era un magnate de los negocios prepotente cegado por la ambición. En sus viajes a Indonesia, Panamá o Ecuador, pasaba simplemente por un analista o un pequeño hombre de negocios americano, estudiando el terreno para las inversiones. Y sin embargo, la capacidad de Perkins de hacer daño era mucho mayor que la de un asesino a sueldo, porque su munición disparaba contra países enteros. Perkins era un francotirador económico.

Según cuenta, su rama laboral fue inventada por el agente de la CIA Kermit Roosevelt, el nieto de Theodore. Tras la nacionalización del petróleo en Irán en 1951, EE. UU. descubrió que una intervención militar podría generar una reacción en cadena, involucrar a la Unión Soviética y terminar produciendo una guerra nuclear. Era necesario concebir una estrategia de intervención pacífica, y Kermit tuvo la misión de ejecutarla. El agente compró adhesiones, ofreció prebendas, agitó ánimos, y consiguió desestabilizar y después derrocar al régimen democrático de Mossadegh para reemplazarlo por el más manipulable Reza Shah.

Durante los siguientes años, los desastres militares de Corea y Vietnam persuadieron a EE. UU. de que ésa era la mejor estrategia para controlar gobiernos. El único detalle por resolver era que los agentes no debían estar claramente conectados con el gobierno norteamericano. La CIA los entrenaría, pero debían trabajar nominalmente para compañías privadas.

A partir de entonces, un grupo de hombres –entre los cuales estaba Perkins– fue preparado para la acción económica. Su trabajo era conseguir que los gobiernos nacionales pidiesen préstamos a los organismos multilaterales o a EE. UU. para desarrollar infraestructuras. Las compañías encargadas de desarrollar esas infraestructuras –como Halliburton– siempre eran americanas, de modo que el dinero simplemente pasaba de una oficina a otra en la misma ciudad. Pero los países contraían deudas millonarias, y quedaban enredados en una pegajosa telaraña.

En su calidad de analistas privados, agentes como Perkins preparaban informes muy alentadores sobre el crecimiento macroeconómico de los países en cuestión, para que los funcionarios y la banca aprobasen esos préstamos. Pero los informes tenían que ser falsos, y aunque no lo fuesen, su situación económica debía empeorar. La idea era que los países no pudiesen pagar sus deudas, y EE. UU. se cobrase las pérdidas en recursos naturales, que continuarían siendo administrados por las mismas compañías. Si los análisis financieros no bastaban para convencer a los gobiernos, llegaba el momento de ofrecerles sexo y sobornos a los gobernantes. Y si ni con ésas, los agentes desaparecían y entraban a tallar los “chacales”. Según Perkins, ellos se ocuparon del presidente ecuatoriano Jaime Roldós y el panameño Omar Torrijos, consiguiendo que las muertes parecieran accidentes. 
    
Esa historia, que parece una novela de espías de John LeCarré, está publicada por Perkins en Confessions of an economic hit man. No sé si ha sido traducida al español, pero sería instructivo hacerlo. El gigantesco tinglado de corrupción que Perkins describe cumple los requisitos formales de una democracia. Conocerlo nos permite estar atentos al pulcro y elegante camuflaje de la injusticia.

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31 de marzo de 2006
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Traductor traidor (III)

Una de mis adaptaciones favoritas de una novela al cine es El paciente inglés. Y lo es precisamente porque no se parece en nada al relato original (un texto magnífico, dicho sea de paso), y aun así funciona en sus propios términos. Es cierto que en una primera lectura El paciente inglés aparece como inadaptable. El escritor Michael Ondaatje narra una historia que le ocurre a gente concreta, en un tiempo concreto, en un lugar concreto; pero su prosa es elíptica, lo cual es otra manera de decir que es poética, porque relega la acción a un segundo plano y se concentra en los pequeños detalles, en el aspecto sensorial de la aventura, en las epifanías mínimas que viven sus protagonistas al toparse con un piano desvencijado, con una ciruela arrancada del huerto, con un hueso que sobresale en el cuerpo de la mujer amada. 

Una comparación entre la novela y la película permite sacar algunas conclusiones generales sobre las diferencias entre el relato literario y el fílmico. La novela es más libre, se lo permite todo y va inventando sus reglas a medida que avanza. La película es más convencional, porque el relato no puede evocar hechos y sensaciones con la misma ligereza que un verso o una frase dicha al pasar: cada excursión en el tiempo es un flashback, y cada flashback debe cumplir con una función determinada dentro de la apretada estructura narrativa de un film. En algún sentido, la novela de Ondaatje es como esas cajitas llenas de cosas viejas con las que uno se encuentra a veces al mudarse, o al desmontar la casa de parientes que ya no están: llena de elementos diversos que parecen no tener conexión entre sí, pero que evocan infinidad de momentos y de sensaciones a quien las revisa. La película, en cambio, nunca puede ser más compleja que un trencito de esos que nos regalaban cuando niños: seguramente evocará algunos momentos, pero sólo nos maravillará si sigue funcionando.

Supongo que la ventaja de la novela por encima del cine se debe a que su trayecto entre nosotros es mucho más largo, y por lo tanto ha explorado más. Todavía hoy una novela puede experimentar con sus convenciones, ganar premios como el Booker y a la vez permanecer en los primeros puestos de los charts de ventas. Una película también puede experimentar y ganar premios, pero si lo hace no figurará jamás entre las más vistas. La novela es un juguete artesanal, que el escritor concibe para su propio divertimento, y que en todo caso, casi por añadidura, divertirá después a otros. El cine es un juguete demasiado caro para que el director lo conciba con la intención de jugar a solas. El escritor es por definición un francotirador. En el mejor de los casos, el director es el líder de una banda de inadaptados (dentro de la que milita el guionista, por supuesto) a quienes ha guiado hacia la victoria.

Yo creo que un guionista debe abandonar de cuajo la intención de trasladar literalmente una novela al cine. Si yo hubiese adaptado Rosario Tijeras de manera literal, habría a puesto a Rosario como en la novela, contando en un par de frases que ella y sus amigos se llevaron de rumba al cadáver de su hermano. Pero en ese caso la anécdota no tendría el peso que tiene en la película, donde el director Emilio Maillé se lleva al espectador a rumbear con el muerto. (Una de las mejores escenas del film, sin duda alguna.) Lo mejor es leer la novela un par de veces, hacer anotaciones y después regresarla a la biblioteca para entonces escribir un guión que se convierte, en buena medida, en lo que uno recuerda del texto: aquello que más lo conmovió, y por ende más ama del relato. No podemos hacerle justicia a un texto novelístico siéndole fieles, o por lo menos fieles de una forma inimaginativa y servil; para mejor honrarlo hay que traicionarlo, del mismo modo en que el buen traductor traiciona al original al trascender la frase textual para reinventar su música, su ritmo, su pluralidad de sentidos –en suma, su espíritu.

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31 de marzo de 2006
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