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Cómo matar a Dios (otra vez)

Por 3 de abril de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

En otros tiempos, Michel Onfray habría ardido en la hoguera –y luego en el infierno- por un libro como su Tratado de ateología. Pero hoy en día, ha vendido 200.000 ejemplares sólo en Francia y se ha convertido en uno de los más populares catedráticos independientes. Se nota que Dios anda un poco bajo de forma.

Más que un tratado, el ensayo de Onfray es un panfleto contra Dios, al que acusa de ser una mentira, un “cuento para niños”, una “insensatez”, una “necedad”, una “tontería”, cuyos creyentes son perversamente engañados para desconfiar de la única vida real y procurar una inexistente vida eterna.

Sin pelos en la lengua, el autor deconstruye –más bien destruye- cada elemento del mito divino. Denuncia la obsesión de las religiones por prohibir, ya que cada nueva prohibición crea una posibilidad de fallar y, por lo tanto, deja al feligrés a merced del perdón de Dios, que no es otro que el perdón de sus representantes terrenales. Arremete contra el miedo febril al cuerpo, que atribuye a que la experiencia del placer terrenal podría desvelar la falsedad intrínseca de toda religión. Pone en duda el origen de los libros sagrados como la Biblia, la Torá o el Corán, deliberadamente oscuros en su procedencia y contradictorios en su interpretación. En fin, no deja títere con cabeza.    

A Onfray no le interesa explicar los fenómenos, ofrecer una lectura simbólica de ellos o situarse en el tiempo en que se produjeron. Desde una lógica radicalmente materialista, hedonista y actual, ridiculiza la representación de la mujer en los monoteísmos. Según él, el mito de Adán (“un imbécil obediente”) y Eva sexualiza la culpa y endilga a la mujer el papel de tentación, precisamente porque ella representa todo lo que la religión odia: la inteligencia, el placer, el deseo y la vida. Ese miedo a la mujer deriva en una alabanza de la castración y, en el caso de los judíos, en un ataque generalizado contra los prepucios llamado circuncisión.

Pero evidentemente, sus principales dardos apuntan contra el cristianismo, la religión que mejor conoce, a la que acusa de (prepárense): falsificación, hipocresía, apología de la histeria, antisemitismo, misoginia, contradicción endémica, desprecio por la historia y plagio. El peor parado en todo esto es San Pablo. La teoría de Onfray es que era impotente, y que sólo así se explica su miedo cerval al sexo, miedo que trató histéricamente de extender a toda la humanidad, como quien dice, para no fastidiarse solo. Lo mismo ocurre con su masoquismo. El odio de Pablo contra sí mismo explica la vocación de sacrificio y automutilación, así como la afición por el dolor que caracteriza al cristianismo hasta nuestros días. Y es que, como ocurre con muchos santos y mártires, una lectura freudiana lo hace parecer un enfermo.

La religión según Onfray es, en suma, una psicosis de grupo que podría haber sido canalizada positivamente de haberse dedicado realmente a defender a los débiles, a los desposeídos, a los excluidos. Pero su institucionalización y su poder han desbaratado sus propios principios morales. Para Onfray, el lema “si no hay Dios, toda barbaridad queda permitida” queda anulado por las barbaridades cometidas en nombre de Dios, incluido el apoyo de Pío XII al régimen nazi. Por eso, éste es un libro nada recomendable para novicios en crisis de fe, especialmente en estos momentos en que Dios, el pobre, no puede defenderse.

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