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El saboteador de las manos limpias

Por 31 de marzo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

John Perkins no era un mercenario armado hasta los dientes listo para asesinar a los presidentes díscolos. Tampoco se colaba vestido de ninja en las casas de sus víctimas. Ni siquiera era un magnate de los negocios prepotente cegado por la ambición. En sus viajes a Indonesia, Panamá o Ecuador, pasaba simplemente por un analista o un pequeño hombre de negocios americano, estudiando el terreno para las inversiones. Y sin embargo, la capacidad de Perkins de hacer daño era mucho mayor que la de un asesino a sueldo, porque su munición disparaba contra países enteros. Perkins era un francotirador económico.

Según cuenta, su rama laboral fue inventada por el agente de la CIA Kermit Roosevelt, el nieto de Theodore. Tras la nacionalización del petróleo en Irán en 1951, EE. UU. descubrió que una intervención militar podría generar una reacción en cadena, involucrar a la Unión Soviética y terminar produciendo una guerra nuclear. Era necesario concebir una estrategia de intervención pacífica, y Kermit tuvo la misión de ejecutarla. El agente compró adhesiones, ofreció prebendas, agitó ánimos, y consiguió desestabilizar y después derrocar al régimen democrático de Mossadegh para reemplazarlo por el más manipulable Reza Shah.

Durante los siguientes años, los desastres militares de Corea y Vietnam persuadieron a EE. UU. de que ésa era la mejor estrategia para controlar gobiernos. El único detalle por resolver era que los agentes no debían estar claramente conectados con el gobierno norteamericano. La CIA los entrenaría, pero debían trabajar nominalmente para compañías privadas.

A partir de entonces, un grupo de hombres –entre los cuales estaba Perkins– fue preparado para la acción económica. Su trabajo era conseguir que los gobiernos nacionales pidiesen préstamos a los organismos multilaterales o a EE. UU. para desarrollar infraestructuras. Las compañías encargadas de desarrollar esas infraestructuras –como Halliburton– siempre eran americanas, de modo que el dinero simplemente pasaba de una oficina a otra en la misma ciudad. Pero los países contraían deudas millonarias, y quedaban enredados en una pegajosa telaraña.

En su calidad de analistas privados, agentes como Perkins preparaban informes muy alentadores sobre el crecimiento macroeconómico de los países en cuestión, para que los funcionarios y la banca aprobasen esos préstamos. Pero los informes tenían que ser falsos, y aunque no lo fuesen, su situación económica debía empeorar. La idea era que los países no pudiesen pagar sus deudas, y EE. UU. se cobrase las pérdidas en recursos naturales, que continuarían siendo administrados por las mismas compañías. Si los análisis financieros no bastaban para convencer a los gobiernos, llegaba el momento de ofrecerles sexo y sobornos a los gobernantes. Y si ni con ésas, los agentes desaparecían y entraban a tallar los “chacales”. Según Perkins, ellos se ocuparon del presidente ecuatoriano Jaime Roldós y el panameño Omar Torrijos, consiguiendo que las muertes parecieran accidentes. 
    
Esa historia, que parece una novela de espías de John LeCarré, está publicada por Perkins en Confessions of an economic hit man. No sé si ha sido traducida al español, pero sería instructivo hacerlo. El gigantesco tinglado de corrupción que Perkins describe cumple los requisitos formales de una democracia. Conocerlo nos permite estar atentos al pulcro y elegante camuflaje de la injusticia.

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