Marcelo Figueras
Tengo con el cine argentino el mismo problema que tantos españoles tienen con el cine español, y tantos mexicanos con el cine mexicano, y así. Le veo demasiado las costuras. Me parece que en demasiadas oportunidades el subtexto de nuestras películas dice: Y bue, esto es todo lo que pudimos hacer con este presupuesto, así que no se quejen. Se trata de películas que tematizan la imposibilidad del cine, una suerte de aquí no podemos hacerlo. Por eso cuando surgen autores que se pasan la sensación de impotencia por el forro, a pesar de que cuentan con presupuestos tan magros como los de la mayoría, la sensación de victoria es adrenalínica. Gente como el Aristarain de los 80, como el Piñeyro de los 90 y como el Fabián Bielinsky de hoy nos hacen olvidar toda impotencia, toda debilidad narrativa, en el hall de entrada del cine. Ellos sabrían narrar una historia apasionante aun cuando contasen con una cámara de Super 8 y un único actor. Narran porque les apasiona narrar y porque tienen una visión; en sus manos el cine es cine, no una disculpa proyectada sobre la pantalla.
La semana pasada descubrí una película argentina que disfruté mucho: Derecho de familia, de Daniel Burman. Es una historia que seduce a partir de una engañosa simpleza: el relato que un abogado de treintaipico llamado Ariel Perelman (un contenido y a pesar de todo graciosísimo Daniel Hendler), hace de su propia vida, con el acento puesto en la relación con su padre –otro abogado Perelman- y con su propio hijo de dos años. Desde las primeras escenas queda en claro que Burman tiene algo que contar, y que sabe cómo hacerlo; por eso el público responde al relato a pesar de que vulnera todas las reglas del Buen Guión Según Hollywood: uno se pasa minutos y más minutos sin saber exactamente hacia dónde va la historia pero poco importa, porque el relato se impone con buenas artes.
Derecho de familia emociona con un pudor enorme, y divierte sin golpes bajos, y hace pensar sin necesidad de machacarnos la cabeza con martillitos ideológicos u otros sucedáneos de la reflexión. Es la obra de un cineasta con un corazón enorme, con la cabeza bien puesta y con un gran dominio de su arte. Se le nota su amor por la vida, que es evidente en los detalles que sólo puede incluir un gran observador de lo cotidiano, y en la construcción de sus personajes más entrañables (como Perelman padre, interpretado por Arturo Goetz), que lo dicen todo sin necesidad de decir nada. Disfruto mucho cuando encuentro a alguien que contempla la vida como quien asiste a un espectáculo extraordinario; porque cada vida es, estoy convencido, un espectáculo extraordinario, cuente con presupuesto de muchos millones o de pocos pesos. El truco está en saberlo ver. Y Burman ya demostró que tiene buen ojo. Ojalá Derecho de familia se vea pronto en todas partes.