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Amor en occidente

Por 30 de marzo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Era opinión de Denis de Rougemont que el amor burgués, el que se impone como único “natural” después de la Revolución Francesa, obliga a la coincidencia entre el objeto de deseo y el objeto de respeto. Dicho en plata: que a partir de entonces nos tienen que gustar nuestros cónyuges, además de casarnos con ellos. Un asunto que nunca había sido ni necesario ni honesto.

Los campesinos se casaban con quien podían. Los aristócratas con quien debían. Luego cada cual se las arreglaba para tener una actividad sexual conforme a sus gustos, de modo que matrimonio y sexualidad sólo coincidían para la reproducción.

¿Por qué, entonces, esa abundancia de historias románticas desde la antigüedad? La pregunta aparecía en presencia de un medievalista, Carlos Alvar, que acababa de contar la extravagante historia de Flamenca, una novelita del siglo XIV. En ella se narra la historia de una mujer casada y un caballero enamorado, el cual recurre a un medio de seducción curiosísimo. Como sólo puede verla en misa, se sitúa cerca y aprovecha cada vez que los fieles besan el misal como despedida litúrgica, para soltar dos palabras. Al domingo siguiente, dos más. Al cabo, ella le contesta con otras dos. Y así sucesivamente hasta que con el tiempo (mucho, se supone), el caballero logra seducirla, los adúlteros organizan un plan delirante y finalmente lo llevan a cabo con gran regocijo y ludibrio. No lo cuento por si alguien se anima a editarla.

Calixto y Melibea, Lanzarote y Ginebra, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda… ¿Qué necesidad había de este tipo de historias en unas sociedades que diferenciaban a la perfección entre la sexualidad y el amor? Pero es que, en efecto, hay una acronía sentimental que parece substancial de la especie. Como si la prensa del corazón fuera una constante ontológica de los humanos.

La escena de anacronismo sentimental que más me ha sorprendido en mi corta vida es la del hijo de Héctor que, espantado por el casco de su padre, rompe a llorar cuando el guerrero se despide de su esposa. Es una sutil sugerencia de que Andrómaca no llora por dignidad, pero sabe que no volverá a ver vivo a su esposo. Esta confesión de amor conyugal, de sentimentalidad burguesa, me parece rotundamente incongruente con el resto del poema y la orgía de sangre y divinidad a la que se entregan aqueos y troyanos. Como si fuera una interpolación de Stendhal. Habría que suprimirla.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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