Marcelo Figueras
Hasta no hace mucho no había una sola mujer entre los directores de cine que me gustan de verdad. Durante algún tiempo seguí a Kathryn Bigelow, especialmente a causa de Point Break, pero Bigelow filma a la manera de un hombre, películas de género violentas y adrenalínicas; en este sentido, es más de lo mismo. Además el ídolo se me quebró con K-19, esa de submarinos en la que Harrison Ford pretende hablar con acento ruso. Ahora hay dos cineastas que me fascinan: Claire Denis e Isabel Coixet. (Intuyo que le está faltando Lucrecia Martel a esta lista, pero debo admitir, ¡mea culpa!, que no he visto ni La ciénaga ni La niña santa.)
Durante este fin de semana disfruté de un programa doble de películas de Claire Denis, que constó de su debut, Chocolat (1988) y de la hipnótica Beau Travail (2000). Chocolat es producto de la infancia que Denis pasó en África, pero está lejos de ser la postal edulcorada de la niñez a que Hollywood nos tiene acostumbrados. Ni siquiera creo que sea un film sobre el colonialismo, como se dice por ahí. Sería inapropiado decir que las películas de Denis tratan sobre un tema determinado: más bien están construidas sobre la certeza de que ninguna película puede agotar un tema ni ser definitiva al respecto, por lo que Denis se contenta con establecerlo y dejarnos en su compañía para que los espectadores hagamos el trabajo que nos toca –y al que de esta manera ya no podremos rehuir- una vez que salimos de la sala. En todo caso Chocolat es una película sobre el despertar del erotismo, visto por una mujer que recuerda su infancia en Camerún. Uno de los rasgos que valoro en Denis es la simpleza con que aborda cuestiones engorrosas. En Chocolat el fin de la infancia no es un relato romantizado y lírico sino apenas algo inevitable, como el fin del colonialismo. Me gusta el detalle de la pequeña France quemándose la mano con el caño del generador y borrando las líneas de su palma: dejar de ser niño significa, ante todo, comprender que nuestro futuro ya no es predecible.
Beau Travail es una adaptación del Billy Budd de Herman Melville, trasladada al presente, al norte de África y a los hombres de la Legión Extranjera. La década transcurrida desde Chocolat se hace evidente en la libertad con que la narración procede, a esa altura Denis ya es una cineasta segura de sí misma y de sus recursos estilísticos. Nuevamente se trata de la crónica de una obsesión, en este caso la de un oficial por un nuevo legionario: como en Billy Budd, la perfección del recién llegado inspira en el oficial la necesidad de destruirlo. Y otra vez Denis construye tensión de manera magistral, para al fin privarnos de una catarsis predigerida, tranquilizadora. El momento del estallido, en que el joven legionario golpea a su superior, está filmado de forma no naturalista: Gregoire Colin no finge golpear, tan sólo mueve su puño lentamente hasta la mandíbula de Denis Lavant, sin falsa violencia; no simula el acto, apenas lo indica.
Me gusta que las películas de Denis me obliguen a moverme, que me expulsen de ese paraíso autoindulgente que es la butaca de un cine; a veces lo hace trasladándome a sitios exóticos, como en Chocolat y Beau Travail, y en otras mostrándome lugares incómodos del alma, como en la canibalística Trouble Every Day. Me gusta que entienda tan claramente que el cine es una experiencia sensorial, del cual la narrativa convencional es apenas la punta del iceberg; la escena final de Beau Travail es inolvidable aun cuando sólo muestra a un tipo que baila delante de un espejo: ese muñeco desarticulado –inmejorable Denis Lavant- expresa todo lo que hay que expresar. Y me gusta que no haga todo el trabajo por uno. Claire Denis nos niega la catarsis, el contraplano, la satisfacción artificial, del mismo modo en que la vida se lo niega a sus personajes: France no llegará a ver la casa de la infancia en Camerún, Galoup es expulsado de la Legión para enfrentarse a un futuro tan incierto para él como para el espectador.
Cada vez que veo una película de Claire Denis, la palma de mi mano pierde todas sus líneas y el cine se convierte en un viaje que nunca es turístico. ¿Qué más se le puede pedir a un autor, en un mundo que suele conferir a las películas la predictibilidad de un videogame?