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EL SEXO ¿ES ANTISOCIAL?

Los adolescentes tienen relaciones sexuales demasiado pronto y con insólita frecuencia. ¿Bueno? ¿Malo? ¿Indiferente? ¿Regular?

Una reciente encuesta entre escolares madrileños de 15 y 16 años ha registrado que casi el 30% mantuvieron relaciones sexuales. El texto del diario ABC que acompaña a las cifras no califica moralmente estos resultados pero les concede la misma consideración que al consumo de alcohol, de tabaco, de drogas o la falta de uso del casco. ¿Se tratará por tanto de clasificar las relaciones sexuales junto al vicio, el incivismo o, en suma, frente a un mal a erradicar?

“El erotismo -decía Carl Gustav Jung- es algo sospechoso y siempre lo será, diga lo que diga cualquier futura legislación sobre el tema”. No parece, sin embargo, que este juicio se corresponda con el espíritu de nuestra época cuando la sexualidad ha ido girando de su sagrada misión reproductiva a su extendida función recreativa.

Los tiempos burgueses de hace medio siglo dictaban todavía el máximo de reproducción con el mínimo de sexo mientras hoy se trata de mínimo de reproducción con el máximo de sexo.

Gracias al proceso de independencia y liberación de la mujer se han ganado facilidades generales en el disfrute de la lujuria. Con ello ha descendido su tabú (su temor y su mitificación) mientras ha crecido su divulgación incalculablemente. Como efecto de ello, el sexo ha perdido mucho de su antiguo valor de cambio. No ha perdido, desde luego, su gran valor de uso puesto que el sexo es de lo más divertido que cabe imaginar pero se ha despojado simbólicamente de casi todo su carácter trasgresor. Siendo así, ¿por qué se alinea con la droga, por ejemplo? Acaso porque pertenece ya, en grandes números, al género del placer por el placer. El placer sin productividad, sin producción, el placer que –según la vieja concepción- es sinónimo de despilfarro.

Pero, en tiempos, justamente, en que el ahorro ha dejado de ser la base cultural de la sociedad y en su lugar impera la fuerza del consumo ¿cómo seguir juzgando el gasto, la degustación, el gozo, con actitudes de sospecha?

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5 de julio de 2006
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Armas

“Se calcula que en el mundo hay un arma por cada doce personas. La pregunta es ¿cómo se arman las otras once?” Con esa frase comienza El Señor de la Guerra. La dice Nicholas Cage, que lleva un maletín de hombre de negocios mientras disfruta del paisaje: un interminable cementerio de balas. Ahí, entre los coches quemados y la lluvia de bombas, él es feliz.

La estrategia del guionista y director Andrew Niccol para contar esta historia no es muy frecuente en Hollywood: los diálogos citan datos, incluso estadísticos, que dejan muy mal parado a Estados Unidos, un lugar con tanta violencia que las armas “en este país ya no son negocio ni siquiera con todos los mafiosos que hay”. Y cuyo presidente es definido como “el mayor traficante de armas del mundo, seguido por los líderes de Rusia, China, Inglaterra y Francia, precisamente los países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”.

Si EE. UU. tiene algún policía honesto, en esta película es presionado para que no lo sea. La misma ley que le impide a ese policía detener a los traficantes de armas les permite a ellos vender armamento que termina en manos de niños africanos. ¿Alguna duda sobre su posición política? Al menos, los productores americanos no tuvieron esas dudas. La película ha sido plenamente financiada por inversores extranjeros como Philipe Rousselet. Ni un dólar nacido en América alimentó la producción.

Ya, claro, no es la primera película con posición política. De hecho, tampoco es que las películas con posición suelan ser las originales. El género de los poderosos malísimos que persiguen a los jóvenes idealistas –fórmula Agenda oculta, de Ken Loach- es casi tan frecuente como la comedia romántica. Los personajes bienintencionados que descubren la oscura verdad sobre el mundo en que viven –fórmula Missing de Costa Gavras- son un recurso narrativo tan usual como la historia de amor. Y muchas películas –fórmula El jardinero fiel- se limitan a mezclar ambos recursos y preguntarse con gran profundidad: “¿cómo es tan malo el mundo si nosotros somos tan buenos?” Por eso es interesante el planteamiento de El señor de la guerra: el protagonista es el malo. Y para colmo, es simpático.
   
Eso implica por supuesto, una dosis de humor negro poco habitual en el tratamiento de temas políticamente tan duros. Pero esa distancia, precisamente, es la que hace soportables los diálogos de denuncia demasiado evidentes. Los protagonistas no le dicen al público “mira la realidad: es deprimente” sino “mira la realidad ¿cuánto dinero podremos sacarle?”

Y lo más importante: los malos son como nosotros. No siniestros funcionarios encorbatados que hacen lo que hacen por maldad en estado puro, no. Son tipos que quieren el coche que tú quieres, la casa que tú deseas, y la mujer por la que matarías, y que además, no se aburren trabajando en una oficina. Tipos que dicen “el problema con ser legal es que hay demasiada gente haciéndolo. El trabajo se multiplica y los márgenes son muy estrechos”. Al igual que con Buenos muchachos de Scorsese, uno termina esta película con unas ganas abominables de ser el jefe de la mafia, una sensación repugnantemente deliciosa.

Eso distingue a esta película de las pastillitas de alivio moral para entretener almas caritativas del mundo que luego cenan asombradas por la injusticia. Por el contrario, El señor de la guerra es una denuncia del lugar en que radica el mal, no una entidad abstracta y lejana en algún despacho oficial, sino el corazón humano, el que todos llevamos puesto, y el que tan poco nos importa que reviente a balazos en los pechos ajenos.

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4 de julio de 2006
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REVOLUCIÓN O COPULACIÓN

Frente a la pureza  inane del racismo y el nacionalismo, el vibrante  mundo de la hibridación. En las ciencias, en la tecnología, en la comunicaciones, en el amor, el  mejor perfecto se encuentra en la “combinatoria”.   

Tengo unos amigos catalanes en la red dirigidos por Alfons Cornella  que de vez en cuando cuelgan en su “Infonomía” signos reales de por dónde van las cosas.

La “combinatoria” y el “cruce” son hoy los padres de la innovación.  Los artefactos nuevos, los servicios inéditos, las urbanizaciones originales, no nacen de la revolución sino de la copulación.

Lo innovador proviene de la mixtura y, con ella  surge un  producto que sin perder sus ascendencias se convierte en una criatura inaugural.

Los fabricantes de coches han practicado esta idea en los últimos diez o quince años. No hay una berlina, un deportivo o un cupé en sentido estricto. Prácticamente la totalidad de los modelos son una combinación de tres o cuatro elementos. El familiar posee tracción cuatro por cuatro y aspira a ser a la vez deportivo y monovolumen y camioneta. El cuatro por cuatro posee un interior tan lujoso como un modelo de la serie más alta y ofrece a menudo una respuesta tan ágil como nunca antes se vio en un vehículo con el aspecto de dedicarse a las tareas agrícolas.

Una compañía japonesa StarFlyer ha combinado la vieja idea de una línea aérea de bajo coste con otra de gran estilo. Pero viene a ser lo mismo que previamente hizo Ikea, Zara o Muji combinando los materiales baratos con un diseño igualable al de  marcas altas. Gracias a Infonomía he conocido el trabajo de Virginia Postrel The substance of style donde se redondea este argumento.  Incluso en la educación se ha aplicado el modelo híbrido, de placer y sacrificio mediante el flete de cruceros donde se junta ocio y clases de historia universal. Como también se empelan cada vez más los  videojuegos en las escuelas de Canadá, Estados Unidos o Gran Bretaña para facilitar el gusto por el aprendizaje.

Cruzar es inventar, en las frutas, los animales, los materiales. Inventar desde lo preexistente para superarlo no en dirección vertical sino horizontal. Lo horizontal domina ahora a lo vertical, en la organización laboral lo flat gana prestigio frente a la pirámide jerárquica, en lo cultural lo superficial se impone a lo profundo, en el conocimiento, lo extensivo a través de las pantallas triunfa frente al conocimiento intensivo del libro. La tierra es plana, dice este best seller sobre la globalización. Sobre esta bandeja se ofrecen hoy las nuevas sustancias, la nueva moral, las golosinas.

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4 de julio de 2006
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Crónica de un reencuentro anunciado

Durante el fin de semana volví a ver The Sound of Music, o bien La novicia rebelde, como le pusieron aquí en la Argentina haciendo gala de falta de imaginación. Según mis cálculos, hace casi cuatro décadas que la vi: fue la primera película no animada a la que mi madre me llevó. La experiencia no se repitió hasta hoy (para ser preciso, debería decir que este fin de semana la vi completa por primera vez), a pesar de que vuelvo a ver clásicos todo el tiempo. Pero entiendo mi reticencia: la decepción que produje a mi madre todavía me llena de culpa.

Hasta entonces sólo había visitado los cines para ver dibujos animados. Frecuentaba dos salas, una que se llamaba Real, que ya no existe, en pleno centro de Buenos Aires; y otra llamada Los Ángeles, que aún existe, consagrada a los productos de la fábrica Disney. Todo indica que aproximadamente en 1966 (la película de Robert Wise es de 1965, y en aquel entonces los estrenos del Norte se tomaban un tiempito en llegar a estas costas) mi madre vio The Sound of Music, salió cantando del cine como todo el mundo y concibió la idea de que yo podía llegar a disfrutarla, a pesar de mi corta edad. Nadie debió de convencerla respecto de mi precocidad, ya que ella era la principal inventora del mito que, para ser sinceros, yo venía interpretando hasta entonces con bastante competencia: a los cuatro años ya leía, y por cierto disfrutaba del cine.

Pero mi madre erró el cálculo. Imagino que debo haber tolerado la primera parte, entre los paisajes alpinos, los niños y las canciones pegadizas. Después sobrevino el intervalo, y pasaron más paisajes alpinos, y (ahora lo sé) más intrigas amorosas, y más canciones, y más nazis; y en algún momento de esta segunda mitad –mi madre me expuso a una película que dura casi tres horas- me quedé dormido.

No recuerdo nada de la velada, pero sí recuerdo el enojo de mi madre. Al quedarme dormido, le había fallado: la decepcioné. Imagino que con el tiempo lo habrá superado, especialmente desde que entendió que el cine empezaba a gustarme de verdad, por lo menos tanto como a ella. Recién ahora comprendo que nunca me vio trabajando en cine, murió mucho antes de que publicase mi primera novela y escribiese mi primer guión. (Lo más próximo al rubro que me vio escribir fue crítica cinematográfica.) Quizás sea por eso que no puedo apartar de mi cabeza la idea de que, de alguna forma, me dedico al cine tratando de reparar aquella decepción que le produje.

¿Qué qué me pareció hoy la película? Tan sólo simpática. Para musicales largos, me quedo con My Fair Lady: mejor película, mejores canciones, mejores actores. Para musicales con Julie Andrews, prefiero Mary Poppins. (¡Que sin duda alguna debo haber visto por vez primera en el cine Los Ángeles!) Mi ojo profesional creyó detectar infinitas situaciones –tanto dramáticas como de potencial comedia- desaprovechadas, y demasiados tránsitos bruscos: el guionista Ernest Lehman escribió cosas mucho mejores, como Sabrina, North by Northwest y Sweet Smell of Success.

Pero lo que definitivamente no puedo hacer es negar su influencia en mi vida. Estoy por editar mi cuarta novela, que se llama La batalla del calentamiento pero a la que el título El sonido de la música le quedaría pintado. Tengo tres hijas que estudian actuación, cantan y bailan; una de ellas ya estudia cine y la más pequeña lo hará apenas termine el secundario: esto equivale a media familia Von Trapp. (El resto viene en camino.) Y de hecho me dedico al cine, cosa que sin duda habría cambiado el humor de mi madre de habérselo jurado aquella tarde, al despertar de mi siesta alpina.

Durante muchos años me dije que no me había tenido paciencia. Hoy me pregunto si de alguna manera no habrá sabido que el tiempo que le quedaba era escaso; y si no habrá pretendido avisarme que, una vez muerta, podría reencontrarme con ella cada vez que sonase el sonido de la música.

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4 de julio de 2006
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UN FILÓSOFO DE MODA

Número de verano de Le magazine littéraire. Como siempre, el mensual dedica su portada a un informe que ocupa unas cuarenta páginas. Esta vez, promete decir todo sobre “El deseo, desde Platón hasta Gilles Deleuze”. En España, el deseo es un asunto que Pedro Almodóvar asume por completo (tanto teoría como práctica en la ficción). Me parece insuperable el nombre de su empresa de producción cinematográfica: “El Deseo S.A.”. No hay que añadir nada a una mera línea del registro mercantil para entender una filosofía completa del deseo. El deseo no pertenece a nadie; solo somos sus víctimas.

Claro que Francia, tierra del existencialismo, del estructuralismo y post-estructuralismo, no se puede comer una explicación tan sencilla. Francia necesita dudas y pensamiento revolucionario. Los franceses necesitan teorías para prescindir de la realidad. El informe de Le magazine littéraire da vueltas a una única pregunta: ¿existe el deseo? No, dice en la conclusión el ensayista Charles Dantzig, en una especie de necrológica donde anuncia a la vez la muerte del deseo y el nombre de su heredero: se llama “placer”. Caso cerrado: el placer no necesita al deseo; estamos en Francia...

Lo más significativo del informe es lo que estuve a punto de no ver: el principio. En una pugna de representantes de la élite francesa, profesores, periodistas, historiadores y sociólogos, el que habla primero es un filósofo esloveno: Slavoj Žižek. Aparece en una entrevista para encuadrar el tema. En Francia, siempre existe el deseo de tener un hombre que alimente a la clase intelectual, un hombre que finge molestar al burgués con una postura rebelde que provoca un sentimiento general de falsa complicidad. Sartre, Barthes, Deleuze, Foucault, Bourdieu, Derrida asumieron este papel en su momento. Es algo que va más allá de lo que ellos dijeron o escribieron. Para un intelectual, se trata de expresarse en público y convertirse en un punto de referencia utilizado por todos, incluyendo a sus no lectores. Hoy en día, el que parece listo para asumir este cargo de intelectual de amplio consumo es el filósofo esloveno.

Después de una entrada tímida en pequeñas casas editoriales (como Climats, Nautilus, Amsterdam) Žižek es ahora un autor de Flammarion o Le Seuil. Tiene formación de psicoanalista; fue alumno de Lacan (publicó Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock); ofrece el perfil responsable de un intelectual que fue candidato a la presidencia de su país en 1990, en nombre del partido social-demócrata. En Francia, un intelectual de izquierda que actúa en el campo socio-político pero utiliza la dimensión psico-afectiva es pan caliente para la prensa de izquierda. Žižek ya tiene tremenda presencia en medios que se dedican a reproducir los extraños acentos que coronan las dos zetas de su apellido.

Encontré un solo sitio en español que presenta, en una buena recopilación, la figura del filósofo. Basta ver la lista de sus artículos o textos para adivinar la dosis de provocación y estimulación que ofrece Žižek. Pocos columnistas entregan a su periódico títulos como “Aprendiendo a amar a Leni Riefenstahl”, “Bienvenido al desierto de lo real”, “Capitalistas, sí..., pero zen…”, “¿Demasiada democracia?”, “La pasión en la era descafeínada”, “OTAN, la mano izquierda de Dios”, “¿Un Lenin ciberespacial? ¿por qué no?”, “La medida del verdadero amor es «puedes insultar al otro»”, “Estados Unidos debería intervenir más y mejor”, “Y vivieron felices y descontentos”, etc.

Žižek es un pensador tutelar para el movimiento altermundista. Desencadenó, hace poco, en la London Review of Books un ataque fenomenal en contra de los “comunistas liberales”, como George Soros o Bill Gates, denunciando “la máscara humanitaria que se esconde tras la explotación económica”. Entonces, el producto Žižek es garantizado de izquierda. Pero, como el filósofo va y viene entre Liubliana, París, Buenos Aires y Nueva York, es también un producto de exportación. Y además está muy presente en el mejor mercado: las universidades americanas.

Para la izquierda francesa, Žižek combina las ventajas de un Deleuze (que nunca se cansó de pintar de nuevo la vieja casa de la lucha de clases) y de un Derrida (que EE. UU. compró sin parar). Puede ser el resultado de la globalización o del cansancio de las ciencias sociales en Francia, pero me parece que este esloveno gana el combate mediático en Francia en lo que tiene que ver con la posición de profeta socio-político de la clase intelectual. Es divertido, produce mucho, y decenas de sus libros están listos para una traducción al francés. Creo que en Francia tenemos Žižek para rato.

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4 de julio de 2006
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GUMUCIO EN LAS AMÉRICAS

Después de recorrer el “viejo nuevo mundo” (segunda mitad de Páginas coloniales de Rafael Gumucio), me encuentro con una alternativa. De dos cosas una: o entregar una fe de erratas con relación a lo que escribí en el post anterior; o reconocer que acabo de redescubrir con estas páginas las Américas, una tierra que no se parece a Europa. Voy por los dos. Y con tremendo entusiasmo, pues Gumucio respira de otra manera al otro lado del Atlántico pero sigue siendo un ensayista de primer orden.

Fe de erratas:
Al contrario de lo que se publicó antes (es decir abajo) en este blog, Gumucio puede ser un reportero. No renuncia a su condición de ensayista, pero trae también imágenes, colores, lenguajes ajenos hasta configurar el panorama completo de una realidad. Cuando dice “la pobreza es el drama de Haití; su tragedia es la belleza” se acerca de perfil a la noción de belleza, hablando de la ropa de una persona, de un formalismo cuidadoso de la apariencia que poco a poco construye el contraste entre la basura repugnante de las calles de Puerto Príncipe y el almidón que arma las impecables camisas blancas. Se huele al uno tanto como se siente la textura del otro.

Aún mejor: un retrato de Buenos Aires arruinada en el otoño del 2002. El texto es corto pero hace pensar al Naipaul de La muerte de Eva Perón. Me gusta la agudeza casual en el momento de apuntar “el daño que le hizo el rock a la Argentina, al ofrecer al apasionado hincha de fútbol una manera de continuar toda la semana su anarquismo pagado por papá y su resentimiento ruidoso y vacío”. La Bombonera, Charly García, Fito Páez y otro partido: el ciclo de la vida diaria. Me encanta también la manera directa de retratar un pueblo que pasó del modelo económico de la “Pizza con champán” a una explicación absurda y veraz del deterioro global de sus sueños individuales: “Éramos ricos, nos robaron; ahora, somos pobres”. El diagnóstico es acertado: la muerte fue provocada, como para Borges o Perón, por una crisis aguda de inmortalidad.

Redescubrimiento de las Américas:
Gumucio utiliza más una cámara que un bolígrafo cuando pinta a varias ciudades. Sus bocetos tienen chispa y se leen como una serie de definiciones.
Ottawa: “lo que queda de cualquier capital de Norteamérica cuando le quitas toda idiosincrasia, color o interés turístico”.
Nueva Orleáns: “una cansada puta que participa de la fiesta con descuido, contando de antemano el dinero que ganará y los destrozos”.
Ciudad de México: “la ciudad mas descentrada del mundo”.
Nueva York: “la ciudad del Primer Mundo que más se parece a una capital del Tercero”.

Ya he dicho a propósito del retrato de Buenos Aires que Gumucio alcanza en las Américas un nivel que no tenía al pasear por Europa. Cuando escribe “En los balcones la maleza vence al cemento y carcome al bronce” estamos tanto en un verso de Reverdy como en la metáfora de la imposibilidad de quedarse inmóvil frente a la crisis argentina. Obviamente, aquí hay una especie de vitalidad eléctrica que es lo que anima a la prosa de Gumucio en sus momentos de duende. Culmina con un texto para quitarse el sombrero frente al autor, una pieza fragmenta titulada “11 tesis sobre Nueva York”. Se puede comparar, de manera muy favorable, con el clásico Here is New York de E.B. White o con las primeras páginas del retrato de la ciudad que publicó Paul Morand. Nada menos.

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3 de julio de 2006
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Vampiresas

He estado leyendo la antología El vampiro, editada este año por Siruela, que recoge los mejores cuentos de vampiros del siglo XIX y comienzos del XX, con la participación de autores como Bram Stoker, E.T.A. Hoffman, Charles Baudelaire o incluso Horacio Quiroga. Como todo el mundo, yo esperaba los relatos viriles del Drácula habitual, un elegante caballero y feroz perseguidor de quinceañeras cuyo principal delito no es el homicidio sino la pederastia. Pero para mi sorpresa, he descubierto que la mayoría de protagonistas no son varones. Son chicas. No hay –aparte de Stoker y Polidori- condes morbosos con inclinación por las jovencitas, nada de caballeros de oscuro pasado: casi todos los cuentos, por el contrario, están poblados de mujeres con colmillos puntiagudos. La antología debería llamarse La vampiresa.

Así ocurre, por ejemplo, en No despertéis a los muertos, una historia de Johann Ludwig Tieck, en que un hombre, contra los consejos de un mago y el sentido del común, decide recuperar a su novia muerta, Brunhilda, que regresa de la tumba para beber la sangre de sus hijos y de él mismo. Y en el cuento de Hoffman, Vampirismo, el espectro es Aurelia, condenada por una maldición a consumir la vida del hombre que la ama. Incluso hay clásicos: la Berenice de Poe, la conmovedora Muerta enamorada de Gautier, el cadáver purulento y femenino que describe en uno de sus poemas Baudelaire o la lésbica Carmilla de Sheridan Le Fanu. Todo tías, digamos. En cambio, donde la sobrepoblación masculina es abrumadora es en el bando de las víctimas, pobres señores que sufren el ataque perverso de mujeres que sólo quieren sorberles la existencia.

Quizá por eso, no sorprende que todos los autores de la antología sean varones. Al contrario, el libro puede leerse como una venganza de los escritores contra las mujeres que les procuraron amargas decepciones amorosas. Es significativo, por ejemplo, que ninguna de las vampiresas descritas sea fea o gorda, aunque alguna que otra se desmejora un poquito cuando saca los colmillos. Por el contrario, son todas hermosas, y todas depositarias y aspirantes a la cama de los hombres, los pobres, que sólo cuando ya es demasiado tarde descubren que esas mujeres sólo los quieren por su cuerpo, para ser precisos, por su sistema circulatorio.

Pero quizá esa misma condición nos permite esbozar una teoría más sofisticada: al vivir de la sangre de los demás, la figura del vampiro se alimenta de los productos del corazón. Al atacar sólo de noche, queda asociado al lado oscuro de la existencia. Al negarse a morir, su silueta va materializando la idea del pecado. El vampiro es, en suma, una metáfora de la seducción más pecaminosa, y en un mundo en que la mayoría de los escritores eran hombres, esa seducción sólo puede quedar retratada con naturalidad mediante personajes femeninos.

Me gustaría saber cómo sería una antología de este tipo con autoras en vez de autores. Porque, más allá del género de terror, este libro traza la geografía de los deseos ocultos de los autores del siglo XIX, y dibuja los retratos de las mujeres que los arrastrarían al más dulce y negro pecado. A fin de cuentas, los narradores alimentan sus historias con sus propias emociones, en este caso, recurriendo a esos placeres culpables con que sueñan en sus pesadillas más húmedas.

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3 de julio de 2006
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VIVIENDAS DIGNAS

Este fin de semana han vuelto a manifestarse, por sexta vez, centenares de jóvenes en varias ciudades españolas reclamando una vivienda digna. Reclamando sin conseguir nada.

La democracia tenía por objetivo fundamental conseguir una sociedad más libre, igualitaria y justa. Los logros fueron al comienzo relativamente sustanciosos pero poco a poco han languidecido entre la mansedumbre de los electores.

En poco tiempo, la libertad se ha acortado bajo el chantaje de la seguridad; la igualdad se ha olvidado bajo la incuestionable ley del mercado y la justicia sigue lenta, discriminadora y cómplice del poder como no habría podido imaginarse.

En estas condiciones de lasitud democrática cualquier país se autotitula  democrático: basta que celebre elecciones limpias y periódicas para formar un par de cámaras. Cámaras que debaten, legislan y promulgan leyes pero que, a menudo, son ineficaces o indiferentes a los problemas más acuciantes. Esta mala situación se ha prolongado durante los últimos decenios. Sólo ahora en el siglo XXI aparece un nuevo sujeto nacido inesperadamente de la experiencia consumidora que reclama sus derechos con un vigor que se había olvidado. Este ciudadano/consumidor requiere al productor o al gobernante que le sirva artículos dignos a cambio del precio, la fiscalidad o las promesas de su partido.

Este ciudadano/consumidor no se conforma con más discursos ni tampoco, de acuerdo a la cultura de consumo, está dispuesto a esperar demasiado. Exige eficiencia en los servicios públicos  y exige, de acuerdo a la misma Constitución, una vivienda apropiada.

La verdadera calidad de la democracia auténtica se decide en la responsabilidad y competencia para atender esta clase de demandas. Y la  calidad será pésima si no permite acceder a una vivienda digna o si la ordenación urbanística convierte en un martirio la vida ciudadana,  si la justicia continúa expuesta a la indolencia y la manipulación o si la educación y la sanidad públicas se degradan día tras día. Si cada día, en fin, aumenta el caos y el desaliento escolar y crece paralelamente, en los hospitales, la ominosa longitud de las listas de espera.

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3 de julio de 2006
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Las músicas que cuentan tu vida

Todos tenemos no uno, sino muchos artistas que nos han iluminado; y por ende libros, películas o músicas que simbolizan algún momento de nuestra historia o encapsulan una revelación de esas que, estamos convencidos, nos enseñaron a vivir mejor. Esto es muy fácil de medir en materia musical. Seguramente nos gustan o han gustado cientos de músicos, pero si hubiese que reducir la lista a los esenciales, a aquellos cuyas canciones constituyen un sumario de nuestra existencia, no nos costaría demasiado: se trata de aquellos artistas a quienes no podemos recordar sin recordar también alguna parte de nuestra biografía.

En los últimos días este viaje en máquina del tiempo me ocurrió dos veces. El sábado fui a ver a La Portuaria porque iba a cantar con ellos David Byrne, que supo ser frontman de la banda Talking Heads. Me impresionó verlo tan grande –el pelo blanco, que además el trasluz revelaba ralo-, pero su voz estaba intacta. Cantó dos temas con Diego Frenkel, el líder de La Portuaria, y después versionaron canciones de la última etapa de Talking Heads, Road to Nowhere y And She Was. El lunes me metí en un negocio buscando Cds de los Heads (esta es otra de las señales del paso del tiempo: cuando uno entiende que partes esenciales de su colección discográfica permanecen en vinilo, sin haber hecho el recambio a la tecnología del CD) y todo lo que encontré fue un doble en vivo: The Name of the Band is Talking Heads. La cosa me frustró un poco, pero cuando la música empezó a sonar comprendí que no se trataba de una mala opción, ya que este disco me ofrecía un panorama de la música con que me habían impresionado primero, las obras que iban desde Talking Heads: 77 a Remain in Light. ¿No les ha ocurrido nunca eso de oír canciones después de veinte años y recordar cada letra, cada cambio de acordes, cada solo?

Esos Talking Heads de los comienzos simbolizan la época en que logré la independencia: mis comienzos como periodista, la partida de la casa familiar, mi casamiento. Quizás el mejor espejo de ese proceso lo encarne otro álbum en vivo de la banda, que también es una película de Jonathan Demme: Stop Making Sense. (También hay partes esenciales de mi colección de cine que conservo tan sólo en video, ¡y hasta en discos laser!) La película Stop Making Sense es el registro de un concierto, pero su puesta narra un viaje interior: el que va del hombre solo y neurótico que arranca cantando Psycho Killer con su guitarra y un grabador, al mismo hombre después de reencontrarse con su cuerpo y con su comunidad en los temas de Remain in Light, tribales, profundamente rítmicos. Ese era yo entonces: el chico neurótico y solitario que ensayaba encontrarse con su cuerpo y con el mundo que existía más allá del solar paterno.

El domingo me vi obligado a pensar en Los Redonditos de Ricota, al encarar la escritura de un texto que me pidió la revista La Mano para una edición monográfica en las que les rendirá homenaje. Esta vez sí encontré muchos Cds en el negocio, me compré cinco. Y al revisarlos comprendí que Los Redondos sintetizaban la época de mi vida que sucedió a la de los Talking Heads, aquella en que el mundo me reclamó como suyo y detonó la crisis con el microuniverso familiar: el divorcio, el (verdadero) descubrimiento del sexo, la experiencia de primera agua y los golpes que entraña, de manera inevitable. Tampoco es casual que los Talking encarnasen la música que uno recibe del disco –una experiencia íntima, en suma- y que Los Redondos encarnasen la música de la que uno participa en vivo –una experiencia comunitaria, intensa como el pogo asesino que se desataba en cada uno de sus conciertos.

La obra de Los Redondos es también un retrato de la Argentina, del viaje emprendido entre su versión psicotizada y violenta del fin de la dictadura hasta el cabaret brechtiano que anticipaba la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. Yo puse en el artículo que el Indio Solari y Skay Beilinson, cantante y guitarrista de Los Redondos, eran los Gardel y Le Pera de esta Argentina, pero quizás sería más preciso decir que entre ambos constituyeron un nuevo Discépolo, por su visión ácida de la realidad y su trasfondo de ternura hacia todos los marginados.

Tanto los Talking Heads como Los Redondos me ayudaron a revisar momentos claves de mi historia, de la construcción de la persona que ahora soy: el momento en que decidí dejar de make sense, de encontrar sentido en el legado familiar y cultural, desconociéndolo para conocerme; y el momento en que me rompí para empezar a rearmarme de acuerdo a mis propias instrucciones. A los artistas como éstos, que nos dan fuerza para realizar procesos vitales y a la vez echan luz sobre el proceso, les estamos eternamente agradecidos.

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3 de julio de 2006
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No es un adiós

Hace unos años, cuando todavía existía el reportaje turístico filmado en 35 milímetros por el ente estatal y con locutor de Radio Nacional al micrófono, solíamos ver, entre el NoDo y la película, unos cortos multicolores sobre las Islas Canarias, el Delta del Ebro o el Monasterio de Piedra que inevitablemente concluían con un crepúsculo y la voz del locutor, profundamente emocionado, asegurando que aunque debíamos despedirnos de tanta belleza y de tan acogedor y gentil paisanaje, esa despedida sin embargo, no era un adiós sino un hasta siempre.

La frase se repitió de tal manera que las gentes, cuando se encontraban por la calle o volvían al trabajo después del desayuno, se despedían de los amigos y conocidos con la fórmula “no es un adiós etc.” El régimen, sin embargo, toleraba muy mal el cachondeo, de modo que se impartieron severas órdenes desde el ministerio de Información para que nunca volviera a repetirse la despedida ritual del hasta siempre.

Durante los siguientes años, cien reportajes sobre las playas de Cadaqués, el palmeral de Elche, las casas colgantes de Cuenca y demás lugares que siguen siendo hoy exactamente lo mismo que entonces, es decir, marcos incomparables, se despidieron con: “no es un adiós, es un hasta luego”, o bien “no es un adiós sino un hasta pronto”, “no es un adiós, sino un hasta más ver”, “no es un adiós sino un hasta la próxima”, o incluso “no es un adiós, sino un hola que tal algo adelantado”. La orden había quedado registrada para toda la eternidad en algún fichero de aquella fortaleza burocrática y los redactores seguían obedeciendo escrupulosamente al jerarca.

También a mí me ha llegado la hora de decirlo y no sé qué fórmula elegir. El caso es que me voy a lugares que carecen de la conexión adecuada para poder mantener esta voz en el cosmos. Regresaré, si nada lo impide, el primero de agosto.

Mientras tanto, estas palabras que ahora envío al espacio se mantendrán en pantalla como si cada día fueran nuevas, y si hemos de hacer caso a los deconstructivos, seguramente renovarán su sentido cada día sin necesidad de que nadie modifique ni una letra.

Porque no es lo mismo decir, por ejemplo, “el alma del humano es como el agua, pero su destino es como el viento” en el siglo XVIII y en Alemania, que en el siglo XXI y en Irak. Su sentido, vaya, no es el mismo.

El mundo gira, gira. Con cada rotación gira también el sentido de nuestras palabras. Hoy leía yo en un diario que el papel de las mujeres prehistóricas (vale decir, troglodíticas) era más “participativo” que en la actualidad, o sea, que también cazaban. Es una lástima que el concepto de “participación” sea difícil de aplicar a una sociedad seguramente caníbal, pero es cierto que las mujeres troglodíticas han cambiado mucho de sentido con el paso del tiempo. En la actualidad están más cerca de una ministra de cultura que de las augustas paridoras de la vieja antropología.

Cuando el redactor bíblico escribió aquello de “En el principio era el Verbo”, como enunciado de origen divino, no podía ni imaginar el sentido que tomaría la frase tras la publicación del curso de lingüística de Saussure. La célebre frase, con el Verbo en su versión Logos durante un tiempo, había tenido que esperar treinta siglos para alcanzar su sentido verdadero. O al menos eso cree nuestra petulante civilización.

Dejo pues al cuidado del tiempo estas palabras y espero encontrarlas de nuevo a mi regreso con un sentido nuevo por completo. Por lo tanto, inevitablemente, de un modo riguroso, esto no puede ser un adiós.

Porque también yo, si regreso, seré necesariamente otro. Y a lo mejor coincidimos.

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3 de julio de 2006
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El Boomeran(g)
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