La memoria histórica cuenta con formidable prestigio. Un delirante y pernicioso prestigio si nos paramos a ver.
Bajo la tesis de que quien olvida la historia puede volver a incurrir en los mismos errores, la idea de recordar y cuanto más minuciosamente mejor, se ha instalado como incuestionable virtud. En el polo opuesto se coloca, por tanto, al olvido. El desmemoriado pasa por ser un trivial, cuando no un desalmado.
Se diría que la moral se funda en la memoria y la inmoralidad en el olvido. Quien perdona sólo puede salvarse si, simultáneamente, no olvida. Se sugiere de este modo que en los sujetos sin la debida densidad se borran las huellas del pasado, mientras que, por el contrario, las personas de valor guardan los recuerdos como grabaciones a sangre y fuego.
¿Debemos seguir alentando esta ecuación tan apropiada al medievo? En España que, a fuerza de crecer tan velozmente en lo económico ha pasado de largo la reflexión cultural moderna o posmoderna, se habla actualmente de una solemne Ley de la Memoria Histórica. ¿No se acordaban los españoles voluntariamente del pasado? Pues ahora vamos a acordarnos por imperativo legal.
El dictamen de la ley insiste en recordar y recordar y cuantos más asuntos de ignominia, injusticia, destrucción o muerte, mejor. En realidad pocas veces se exalta la memoria histórica para aumentar el gozo de vivir. La memoria ha adquirido una consideración tan grave que se emparenta sin dificultad con toda clase de tragedias, holocaustos, cárceles, hambrunas, represión y guerras. De este modo la facultad memorística se comporta como una esponja que absorbe toda especie de amargura y baña el presente con sus secreciones. También, naturalmente, con el dolor de las pérdidas y, de paso, con el ferruginoso sabor de la venganza.
Gracias a la memoria podemos seguir odiando, gracias a la memoria podemos continuar regurgitando y volviendo a paladear las ofensas, la ingratitud, las desdichas de cualquier género.
¿La felicidad? Queda asumido que mientras la desventura llega hondo la felicidad es fugaz, resbaladiza y pasajera. De este modo resulta la desgracia de más fácil succión porque, en general, nos hallamos –según la formación cristiana- más instruidos en la recreación del dolor que del placer, aunque sea posible alguna narración fantástica. Sobre el abigarrado paraje del pasado, la memoria tiende a operar como una pala excavadora sobre una montaña de residuos y no será insólito que al igual que ocurre en los vertederos, el movimiento de su masa apeste.
Seguiremos hurgando.
