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EL PRESTIGIO DEL RECUERDO

La memoria histórica cuenta con formidable prestigio. Un delirante y pernicioso prestigio si nos paramos a ver.

Bajo la tesis de que quien olvida la historia puede volver a incurrir en los mismos errores, la idea de recordar y cuanto más minuciosamente mejor, se ha instalado como incuestionable virtud. En el polo opuesto se coloca, por tanto, al olvido. El desmemoriado pasa por ser un trivial, cuando no un desalmado.

Se diría que la moral se funda en la memoria y la inmoralidad en el olvido. Quien perdona sólo puede salvarse si, simultáneamente, no olvida. Se sugiere de este modo que en los sujetos sin la debida densidad se borran las huellas del pasado, mientras que, por el contrario, las personas de valor guardan los recuerdos como grabaciones a sangre y fuego.

¿Debemos seguir alentando esta ecuación tan apropiada al medievo? En España que, a fuerza de crecer tan velozmente en lo económico ha pasado de largo la reflexión cultural moderna o posmoderna, se habla actualmente de una solemne Ley de la Memoria Histórica. ¿No se acordaban los españoles voluntariamente del pasado? Pues ahora vamos a acordarnos por imperativo legal.

El dictamen de la ley insiste en recordar y  recordar y cuantos más  asuntos de ignominia, injusticia, destrucción o muerte, mejor. En realidad pocas veces se exalta la memoria histórica para aumentar el gozo de vivir. La memoria ha adquirido una consideración tan grave que se emparenta sin dificultad con toda clase de tragedias, holocaustos,  cárceles, hambrunas,  represión y  guerras. De este modo la facultad memorística se comporta como una esponja que absorbe toda especie de amargura y baña el presente con sus secreciones. También, naturalmente, con el dolor de las pérdidas y, de paso, con el ferruginoso sabor de la venganza.

Gracias a la memoria podemos seguir odiando, gracias  a la memoria podemos continuar regurgitando y volviendo a paladear las ofensas, la ingratitud, las desdichas de cualquier género. 

¿La felicidad? Queda asumido que mientras la desventura llega hondo la felicidad es fugaz, resbaladiza y pasajera.  De este modo resulta la desgracia  de más fácil succión porque, en  general, nos hallamos –según la formación cristiana- más  instruidos en la recreación del dolor que del placer, aunque sea posible alguna narración fantástica. Sobre el abigarrado paraje del pasado, la memoria tiende a operar como una pala excavadora sobre una montaña de residuos y no será insólito que al igual que ocurre en los vertederos, el movimiento de su masa apeste.

Seguiremos hurgando.

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21 de junio de 2006
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Para evitar el suicidio

Si alguien (Dios no lo permita) se aburre, se harta, se abruma, se asquea, se hastía de los nacionalistas y del fútbol, siempre puede saltar al primer vuelo que encuentre hacia Zurich y una vez en aquella ciudad alegre y bullanguera, dirigirse al muelle y tomar el hermoso paquebote Glärnisch para cruzar el Zurichsee (que no el Zurichersee, los suizos son muy suyos) y media hora más tarde apearse en el embarcadero de Zurichhorn y allí mismo restaurarse con un wok de pollo y verduras de excelente factura, acompañado por medio litro de apfelwine que es la sidra de toda la vida.

Una vez satisfechas la zonas anímicas inferiores del humano, cruce éste el parque saltando por encima de las parejas que se solazan en la mullida hierba (ayer se alcanzaron los 30º) y lléguese hasta el número 172 de la Zollikerstrasse, en donde encontrará la colección privada del magnate E.G.Bührle a quien hasta el momento no le han pillado material manchado de sangre.

Cruce el umbral neoclásico, pague lo que debe, suba las escaleras, no se distraiga con la esplendorosa Sultane de Manet, una obra maestra, sapristi, busque y husmee.

Casi al final del recorrido, cuando sus fuerzas ya flaqueen, junto al retrato de Hubert Robert a quien Fragonard adivinó como un turbulento heraldo de la revolución, topará el peregrino con un Goya feroz, un archigoya.

Es la Procesión en Valencia de dudosa datación (¿1815, 1820?), pero contundente motivo. Ahí encontrará el curioso la explicación de todos nuestros males, la rabiosa (exacto) actualidad política del país, los trascendentales iconos de una condena: la nuestra.

En primer plano, un par de arrieros acarrean un inmenso cofre, un tesoro, pero la acémila de la derecha ha caído cuan larga es y el mozo se ejercita deportivamente moliéndola a palos. Dos paisanos lo observan con aguda curiosidad científica y las manos a la espalda. Por detrás de la escena serpentea la procesión encabezada por un robusto canónigo cuyo bostezo descomunal ocupa el centro geométrico del cuadro. Le siguen monaguillos, tullidos, piadosas ancianas, tarados, frailes, y todo transcurre bajo la atenta vigilancia de un hidalgón rechoncho a quien acompaña un escomendrijo, probablemente su hijo.

Nuestros iconos familiares cambian de aspecto: dejan los hábitos frailunos, las gorgueras, los jubones, pero conservan el interior del cráneo inalterado a través de los siglos. Antes trepaban a un púlpito para berrear sus sandeces, ahora lo hacen desde el estudio de televisión. La grandeza de sus ideas no ha cambiado de tamaño. Tampoco nosotros hemos cambiado: somos los que se largaron a uña de caballo con Napoleón. Mejor aún, con Pepe Botella, bendito sea.

La eternidad de la tertulia barroca y milagrera no explica nada, pero alivia la desesperación de los afrancesados. Quiere decirse que la insoportabilidad peninsular es cosa meteorológica, orográfica, tectónica, en todo caso, sobrehumana, algo que se produce debido a la deriva de los continentes y no por culpa nuestra y de nuestros padres.

Al atardecer, Zurich es una fiesta. Las terrazas son hormigueros, los cafés bullen, los bares, las brasseries, los restaurantes al aire libre invitan a vivir sin hacer el ridículo. Uno cree estar a orillas del Guadalquivir entre gente sensata y mira con curiosidad los precios de los alquileres, por si las moscas.

Luego recuerda que aquí el verano dura una semana.

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20 de junio de 2006
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Negros y blancos

Cuando Crash ganó el Oscar a la mejor película, lo único recordable de su triunfo fue la imagen de una Sandra Bullock rubia chillando de felicidad en las gradas del auditorio. Y luego, el silencio. Con premio y todo, ni los periódicos ni el público hablaron de esa película como hablaban de Brokeback mountain o Buenas noches y buena suerte, sus competidoras. Este año, las nominadas fueron todas producciones de gran calidad, sabor independiente –incluso la de Spielberg- e inédito interés por los temas sociales y políticos. De modo que la ganadora debía ser realmente excepcional. Pero aún después de la ceremonia, nadie parecía demasiado convencido. Las opiniones sobre la película oscilaban entre la indiferencia y el desinterés. Así que no fui a verla.

Sin embargo, ayer vi en el periódico que Crash sigue en cartelera tres meses después, lo cual representa un silencioso pero notable éxito. Y me decidí a comprobar por qué.

De arranque, el planteamiento es interesante. Se trata de una historia coral cuyos relatos giran en torno a la violencia racial en los EEUU. Algo así como Magnolia o Happiness en clave social. Como Traffic. Los personajes son todos víctimas y verdugos de los demás, y a pesar de que tienen buenas intenciones, terminan por hacerles daño casi sin querer, frecuentemente debido a la suma de estrepitosos malentendidos implicados en la relación entre negros y blancos.

Así funciona el policía que encarna Matt Dillon, que no consigue salvar a su padre enfermo de la burocracia de la seguridad social. Sus enfrentamientos con el estado le roban los ideales y lo llevan a desfogar sus frustraciones amparándose en su pequeño poder en las calles. Y también está el fiscal representado por Brendan Frasier, que en la primera escena es víctima de un asalto y en la segunda, trata de usar ese episodio para conseguir votos. O el cerrajero con la cabeza rapada y el tatuaje carcelario que resulta el mejor padre que una niña puede tener. Lección número uno del manual del guionista: personajes ricos, ambiguos, humanos. Aprobada.

La lección número dos del guión: una acción que atrape al espectador, también queda aprobada con sobresaliente. Durante toda la primera parte, la historia es trepidante, y cada escena nos deja sin respiración. Queremos saber qué ocurrirá con la historia a su regreso, pero también quedamos fascinados con la nueva historia que se desarrolla mientras tanto, y con los momentos en que las tramas se cruzan siempre sorprendentemente.

Cerca de la media hora final, casi todos los personajes tienen buenas razones para matarse entre ellos, y para colmo, van a hacerlo debido a una serie de tonterías y malentendidos. A estas alturas, uno está convencido de que Crash es el mejor filme social que ha visto en su vida. Y entonces, todo se viene abajo.

Conforme llega la hora de cerrar las historias, el funcionamiento del guión se vuelve mecánico. Los malos se tienen que volver buenos aunque sus actos sean inverosímiles. Y los buenos se tienen que redimir de sus malas acciones aunque para ello haga falta la magia (¡Sí, la magia!). Los personajes dejan de actuar según su lógica interna y comienzan a hacerlo por exigencia del libreto. Y, sobre todo, el libreto les exige un final feliz.

Y entonces, un acto sobrenatural salva una vida; el ladrón de coches no deja de odiar a los blancos pero se da cuenta de que los camboyanos viven peor que él; el brutal policía emprende una gesta heroica que, además, requiere una considerable dosis de casualidad; el esposo cobarde decide enfrentarse a la policía y justo entonces encuentra un policía idealista y comprensivo. Considerando que nos han vendido la historia como social y realista, es extraño que todos empiecen a actuar como en una película de Disney.

El director Paul Haggis era guionista del Crucero del amor (en España, Vacaciones en el mar) y ha dedicado la mayor parte de su carrera a la televisión. Claramente, las herramientas que maneja le permiten satisfacer al público familiar y por tanto a sus productores. Pero también consigue lo imposible: estropear una historia violenta y dura con un mensaje edulcorado: “en el fondo todos somos buenos, y la magia nos salvará”. Quizá esa facilidad de digestión sea la razón por la que recibió el Oscar, pero también es la razón de la indiferencia de los comentarios, porque al salir del cine, no te queda nada que discutir, nada que no hayas visto en los dibujos animados.

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20 de junio de 2006
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AMOR PROPIO

Entre las enseñanzas que se proponen impartirnos los libros de autoayuda, una de ellas tiene especial interés para la orientación personal. Se trata de tener presente en la interpelación con los demás que el otro, por regla general, habla de sí mismo sin importar que se refiera a un análisis  político, económico o a cualquier asunto de orden  personal, incluido desde luego el mundo de la persona que se tiene enfrente.  Efectivamente la egolatría tiene sus grados y su intensidad no se halla repartida por igual pero la mejor información sobre el  ser y el estar de cada uno se obtiene tanto por las preguntas  que responde como por las preguntas u observaciones que formula. La interrogación sobre si el otro de la pareja siente frío o calor informa sobre la sensación de frío o calor que el que interroga siente. Y así sucesivamente en casi todas las cosas.

Cuando las impresiones de ambos coinciden se goza el placer del parecido y la unión adelanta fácilmente, mientras las disidencias de percepción, aun menores,  son suficientes para crear un incómodo creciente y, al cabo, prácticamente insoportable. Uno tiene hambre y el otro no. El uno se ilusiona con un plan para ir al cine y el otro opina que es precisamente un día para salir al campo.  Adivinar sin esfuerzo el estado del otro es la mejor vía para fomentar el amor pero esto conlleva precisamente que la supuesta adivinación proceda de mi estado de ánimo. Si por este camino no hay complicidad, la alternativa se presenta larga e intrincada. Un amigo o un amante puede conocer a su partenaire mediante  la atención y la experiencia sistemáticas, pero ¿quién duda de que este proceso aumenta los débitos y los daños?

El buen conocimiento de los demás amigos y parientes requiere siempre interés y algún  denuedo pero el aprendizaje  de la persona más íntima puede ser una tarea insuperable si no la facilita  el parecido. Cabe, no hay duda, ir aprendiendo poco a poco la sensibilidad y preferencias del otro, tenerlas presentes como los contenidos de un libro pero incluso así  la memorización será tanto más fiel cuanto más se ame por apego. Porque ¿cómo amar al otro si sus diferencias nos bloquean? ¿Cómo saborear conjuntamente con paladares disidentes? ¿De qué manera progresar en la trabazón si los nudos no se potencian? 

El amor, se dice, es ciego. ¿Y sordo? ¿Y sin color, sin gusto, sin tacto específico? Todas las parejas que se mantienen juntas por un tiempo prolongado incluyen en su pegamento una suma importante del mismo bote. Somos de una determinada sustancia a la que natural y fatalmente amamos y sabemos amar o proteger mejor la materia que, de una u otra manera, la reproduce. Una proclama romántica exaltó  las pasiones entre caracteres opuestos y elevó este choque a la locura del amor. Pero, efectivamente, la locura que empezó siendo una gloria de la sinrazón acabará convirtiéndose en desesperación y angustia.

La diferencia es hermosa y posee actualmente un  prestigio insólito (precisamente  porque cada vez abunda menos) pero exige para su disfrute un alto grado de paciencia y civilización.  Una notable capacidad de  interpretación y  traducción más  una dosis importante de humildad y no menor proporción de equilibrio mental y  atracción por el sufrimiento.  ¿Hablo de mí? ¿Cómo podría escribirse de otro modo? ¿Cómo existiría la reflexión –la misma Filosofía, dice  Ortega- si no me refiero a mi intimidad? ¿Egoísmo? El egoísmo es el único ismo que lleva al altruismo. Como el amor propio constituye la base indispensable para amar. Nos enamoramos de verdad cuando nos sentimos inesperadamente enamorados de nosotros mismos y perdemos esta cristalización sentimental en el trance  que accidentalmente  rompe nuestra autoestima. Sólo nuestros ojos ven. Incluso en la máxima  poética que asegura ver a través de sus ojos.

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20 de junio de 2006
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Esta película ya la vi

La semana pasada hubo un día que amaneció estragado por la neblina. No se veía nada, pero de verdad. Desde mi séptimo piso, que habitualmente funciona como atalaya para ver el ancho cielo, y la alfombra de la ciudad, y la torre de la iglesia que está a dos cuadras, sólo veía niebla. Después dijeron por TV que habían cerrado los aeropuertos y hasta arriesgaron explicaciones científicas, pero todo lo que yo pensé entonces fue: “Uy. Parece la escena de Amarcord en que el viejito se pierde en la neblina y empieza a cuestionarse si habrá muerto. ¿Habré muerto yo también?”.

Me ocurre muy seguido esto de comparar situaciones por las que atravieso con escenas de películas, o de libros. Recuerdo aquella vez en Palestina, trabajando en un artículo para una revista española con mi amigo el fotógrafo Pasqual Górriz. Los disparos de los soldados israelíes nos habían obligado a parapetarnos detrás de un muro semiderruido; las balas silbaban a ambos flancos de la pared, e incluso pegaban contra el muro a nuestras espaldas, yo sentía la vibración de los impactos. Me quedé viendo las columnitas de polvo que levantaba cada tiro, pocos metros por delante nuestro, y todo lo que pensé fue: “Igualito que en la serie Combate”.

Puede que se trate de una deformación profesional, pero estoy seguro de que somos muchos los que tenemos este reflejo. A veces es muy útil, por ejemplo al atravesar situaciones de un profundo ridículo. Saber que Peter Sellers o Jim Carrey han sufrido cosas similares en tal o cual película me ayuda a aflojarme y a reírme de mí mismo –cosa que me resulta particularmente difícil, porque tengo una noción un tanto almidonada de mi propia dignidad. En las ocasiones en que mi vida corrió un riesgo serio, como la mencionada de Palestina, el reflejo me ayuda a conservar la calma: entro en una suerte de estado zen, como si viese la escena desde afuera, ¡como en una película!, y en esa calma preternatural no me cuesta nada decidir qué hacer; si hubiese desesperado entonces, estoy seguro de que ahora no estaría hablando de esta cuestión –ni de ninguna otra.

  Me gusta explicar el fenómeno de esta manera: yo creo que no hay nada más parecido a una obra de arte que la vida misma. Por eso la vivo de esa forma, como si la estuviese escribiendo o filmando a cada minuto. Y también es por eso que lamento que haya tantas obras truncadas por la violencia, o malogradas por la ignorancia: porque cada vida es una obra irrepetible, una oportunidad que es entonces o no será nunca.

A veces se trata de una comedia, a veces de una farsa, a veces de un drama y hasta de una tragedia. A menudo un día es nada más que un borrador, una página indigna que nos gustaría arrojar a la basura al terminar la jornada. Pero de tanto en tanto escribimos algo que vale la pena e incorporamos esa página al libro de nuestras vidas, y esa escena permanece con nosotros y con los nuestros para siempre.

Como los artistas de verdad, vivimos tratando de mejorar día tras día. Yo aliento la esperanza de llegar al final habiendo vivido una vida de esas que vale la pena ver, o leer; la esperanza, en suma, de haber convertido a mi vida en una buena obra.

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20 de junio de 2006
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SÁNDOR MÁRAI

Lo que más me emociona con Sándor Márai es el retrato suyo tan malo que hay en todos sus libros. Siempre se utiliza una fotografía en blanco y negro. He hojeado sus libros en las librerías de muchos países, en idiomas que desconozco por completo, y siempre sale el mismo retrato, patético, de un hombre acorralado. Márai lleva una boina y un abrigo poco cómodo. Está sentado en un barco de paseos baratos en un lago o en el río de una ciudad. Supongo que es un barco por el agua que se ve detrás del escritor húngaro. Y lo del barco de paseo, que no es probado, lo creo por la mala calidad del asiento y la falta de espacio, dos datos que apuntan hacia una vuelta rápida para turistas.

Su corbata, sus gafas son de un hombre que mantiene su dignidad. ¿Sabía que era uno de los grandes autores europeos del siglo XX? ¿O se veía como un exiliado perdido entre Italia y EE. UU.? Nació en 1900. Se suicidó en San Diego, en 1989. Es decir en el rincón del mundo occidental más lejano de su querida Hungría, y poco tiempo antes de la caída del muro de Berlín. Tragedia total de un artista destrozado por la historia y que se va en el momento en que cambia la historia.

Hablo de Márai en un blog para hispanohablantes pues lo descubrí a través de su fenomenal éxito en España. Mentira: lo descubrí a través de un cubano, un cubano que vive todavía en Cuba. En un mail que circuló por milagro entre la isla y Europa pregunté a este amigo lo que hacía en ese momento (el año era 2000 ó 2001) y me contestó que lo único que tiene sentido en Cuba es leer El último encuentro de Sándor Márai.

¿Cómo se consigue en Cuba la novela de un autor que prohibió de manera absoluta la publicación de sus libros en su país desde el momento de la entrada de las tropas soviéticas (1956)? Al escuchar esto, me acordé de la novela, de su portada, presencia permanente en las mesas de las librerías españolas. Bastaron unas páginas para entender que Márai es un novelista digno de Schnitzler, (Joseph) Roth y quizás Musil. Un hombre de la Mittle Europa, el corazón del continente. Desde entonces, he leído todo, siendo fiel a lo que es para mí el idioma del autor: el húngaro traducido al español.

Tierra, tierra (Salamandra, en España) es un libro de memorias. Cuenta lo que ocurrió a Europa con la creación de lo que Churchill llamó “el telón de hierro”, aquella división entre oeste y este, entre el mundo occidental capitalista y un mundo que por ser socialista no era distinto. El método utilizado es el de un doble retrato: primero el de la decadencia de la clase media húngara en un país regido por el comunismo; y segundo, el de la irresponsabilidad de las clases intelectuales y políticas en los países todavía libres. El vínculo del uno al otro es Márai, escritor europeo que va y viene por Europa y ve los movimientos de unos insectos llamados seres humanos con un ojo de entomólogo. Su descripción del naufragio de una civilización es insuperable. La descripción de la cena de un policía en el café Emke de Budapest a fines de 1945 (segunda parte, capitulo 14) es la de un genio. Hace su trabajo sabiendo que lo que describe (prepotencia, estupidez, renuncia a los valores de una vieja cultura) significa para este policía la muerte automática de su oficio sometido, como todo lo que hay en Hungría.

La visita a París del mismo Márai es también una delicia. Me sentí francés, estúpidamente orgulloso al leer la frase “la literatura francesa significa para mí lo mismo que el opio para el adicto: es la ebriedad sobria de la razón”. Pero al capítulo siguiente (3 de la tercera parte) la despedida de Montparnasse me cayó encima como un aguacero frío. La mera evocación de Tzara, Pascin, Pound, TS Eliot antes de la guerra habla de la decadencia de una vida intelectual, la ceguera, la sumisión a las ideologías. Como lo escribe Márai “hay días en los que todo encaja a la perfección: la historia personal y la historia universal”.

La salida definitiva del autor de Hungría, su destierro, es la historia de la catástrofe de un continente. Márai sale en un tren que cruza la frontera de noche. Sus memorias se acaban en ese momento preciso. “En este momento, escribe, -por primera vez en mi vida- sentí miedo de verdad. Comprendí que era libre. Empecé a sentir miedo”.

Un último dato: parece que Márai todavía no ha entrado en el ciberespacio. No hay (inglés, francés, español) un sitio bueno sobre su vida y su obra. ¿Me equivoco?

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19 de junio de 2006
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TV or not TV

Una de mis hijas suele decir que prefiere nadar en aguas turbias, porque no le gusta darse cuenta de que el mar está lleno de peces que le pasan demasiado cerca. Yo, en cambio, prefiero las aguas claras y transparentes, porque la contemplación de las criaturas marinas no sólo me impide olvidar que formo parte de un entorno, sino porque además me produce un placer estético. Cada vez que repetimos este pequeño intercambio de opiniones, no puedo evitar pensar que mi hija y yo hablamos de algo que va mucho más allá de nuestras preferencias natatorias.

Me asombraron algunos de los comentarios que recibí a partir del blog del viernes pasado, donde se hablaba, entre otras cosas, del contacto con la realidad (o de la falta de él) como parte de la educación de los niños. Descubrir que todavía hay gente que considera posible negar a la televisión me tumbó de espaldas. Yo estaba convencido de que esta discusión había caducado hace no menos de tres décadas, y que a partir de entonces habíamos asumido que la televisión (y todas sus extensiones creadoras de realidad virtual, como por ejemplo la internet en que este texto circula) ya formaban parte indivisa de nuestro paisaje mental; la discusión pendiente, en todo caso, era por una parte cómo utilizar esos instrumentos para crear consciencia y comunión y arte en lugar de más barbarie, y por la otra cómo enseñar a “leer” y a relacionarse con los significados que produce. La televisión basura y los usos degradantes de la internet deberían ser un recordatorio cotidiano de que esta discusión está lejos de haber sido zanjada, y que deberíamos aplicarnos a ella en lugar de pretender el regreso a una Arcadia que no sólo es imposible, sino además reaccionaria, porque supone que el precio de nuestra felicidad puede ser pagado a costa de la negación de todos los demás.

Lo que me inquietó fue intuir que detrás del rechazo a la televisión asoma la tentación de cerrar puertas a la verdad; una preferencia por nadar en aguas turbias, aun cuando esto suponga optar por no ver al tiburón que se me aproxima. Yo prefiero ver, qué quieren que les diga. En los años que llevo de vida, no he encontrado nada que me convenza de que la ignorancia es mejor que la consciencia. El otro día leí en alguna parte que envejecer es aprender a contemplar en 360 grados, aprender a ver la totalidad del panorama, y yo creo que medios como la TV e internet colaboran con esta tendencia: nos ayudan a estar más conectados con lo que ocurre, pero en especial nos ayudan a abrirnos a la existencia de los otros. Yo creo que vivo mejor en la certeza de que existe otra gente a la que le pasan cosas de las que me preocupo por tener noción: mi espíritu se siente más conectado y me vuelve más solidario aun cuando no pueda hacer algo concreto por todos ellos, porque me consta que en cada pequeña cosa que hago por mi vecino estoy tendiendo la mano también a mi hermano de Irak, o de Bolivia, o de Ghana. Y que quede claro que no he dicho que vivo con menos sufrimiento, sino que vivo mejor.

A mi la televisión, y la información en general, no me anestesia: me sensibiliza. Estar al tanto de las barbaridades que ocurren sólo es desmovilizador para alguien que de todas formas no pensaba mover un dedo para hacer otra cosa que autosatisfacerse. Si algo bueno hace la televisión es demostrarnos cuán imposible es construir una felicidad individual duradera en el mundo de hoy. Ahora nos consta que la Tierra es una nave que todos compartimos, para la que por el momento no hay repuesto; y que si decidimos dar la espalda a esta responsabilidad no podremos quejarnos cuando la nave se hunda o se convierta en un sitio inhabitable –por catástrofe ecológica o por crueldad política. Esto es algo que ya entendía Edgar Allan Poe mucho antes de la invención de la televisión: es posible jugar durante algún tiempo dentro del castillo (o del barrio privado, o del country) mientras la mugre, la violencia y la miseria campean afuera, pero tarde o temprano la muerte roja encontrará la manera de colarse en nuestro mundo feliz. Y entonces será el fin, y habrá un llanto y un rechinar de dientes que bien podría haber sido evitado de no haber sido tan ilusos, ¡y tan egoístas!, los habitantes del castillo.

No puedo juzgar a la Elizabeth Costello de Coetzee más que por el fragmento que alguien colgó en el blog, pero considero que esos párrafos avalan mi razonamiento. Por supuesto que enterarme de las insondables crueldades que el ser humano ha cometido y comete me hace sentir sucio y lleva a mis labios el mismo grito de ¡obscenidad! Pero creo que no existe forma de arribar a la mejor versión de mí mismo que no pase por la asunción de mis propias miserias; yo necesito entender que ese nazi y ese genocida argentino participan de mi misma humanidad, que su existencia me interpela y me pone a prueba constantemente, porque no se diferencian de mí en nada –en nada que vaya más allá de sus elecciones. Y lo único que se aproxima a una garantía de que yo vaya a tomar decisiones diferentes a las de estos señores en situaciones similares, es la posibilidad de llegar al momento de la decisión habiendo visto en 360 grados, habiendo nadado en aguas claras, habiendo entendido que ese chinito que reclamaba en la Plaza Roja y esa mujer castrada en Mauritania y ese bebé muerto por el cañoneo israelí soy yo mismo, yo, los míos y mis hijas, tan sólo con diferentes disfraces -una consciencia que en buena medida debo a los diarios, a la internet y a la televisión.

Lo que me tranquiliza respecto de mi hija es la consciencia de que sabe, y se preocupa por saber, en qué mundo vive. Su preferencia por las aguas turbias se limita al mar y a algunas zonas de su historia que ya revisará con el tiempo. Yo no sería un buen padre si no le diese margen para crecer a su propio ritmo. A pesar de saber con fundamento cuán necio puede ser, no pierdo la esperanza en el animal humano.

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19 de junio de 2006
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Señoras rubias buscan morenos jóvenes

Cuando fui a Cuba me quedé en un hotel para turistas sexuales. La mayoría de los huéspedes no eran hombres sino mujeres: europeas de clase media que chapoteaban en las piscinas y se divertían en los bares con atractivos mulatos de abdómenes cuadriculados y sonrisas de comercial de dentífrico.

Las mujeres no eran ancianas ni feas. Al contrario, muchas de ellas eran atractivas, y la mayoría oscilaban entre los treinta y los cuarenta años. Sus chicos podían ser un poco más jóvenes, pero los que vi eran todos claramente mayores de edad. De hecho, nada tiene de anormal que alguna turista conozca a un chico del país que visita, lo invite a su hotel y salgan y se diviertan juntos. Lo raro es que todas las turistas lo hagan. En la piscina y en el restaurante del hotel había decenas de parejas bicolores. Nunca había visto algo así, en ningún hotel del mundo.

Esa experiencia me mostró el tenue límite entre la diversión y la prostitución. Ninguno de los chicos de la piscina se consideraba un asalariado del sexo, y ninguno tenía una tarifa. De hecho, la mayoría de ellos tenía trabajos y no recibía dinero por lo que hacía con las turistas. Pero todos recibían regalos, cenas, ropa, copas. Y sin embargo, era lógico. Eran cubanos. ¿Acaso podían invitar ellos a una chica a cenar en el hotel?

Invirtamos la situación: si yo hubiese encontrado una chica guapa pero sin divisas. ¿Habría tenido que dejar de invitarla, y por tanto dejar de verla, para no ser un turista sexual? Si fuésemos rígidos con las definiciones, habría que prohibir el amor en la isla. Eso es lo más complicado del comercio de las emociones. Es muy difícil reglamentar la protección al consumidor.

La película Hacia el sur del director Laurent Cantet apunta directamente al núcleo de esa cuestión. Sus personajes son tres mujeres alrededor de la cincuentena que frecuentan un paradisiaco balneario haitiano en busca del amor de jóvenes negros. En uno de los países más pobres del mundo, bajo la dictadura del sangriento Papa Doc, esas señoras pueden vivir como ricas y sentirse a salvo de las exigencias sexuales de sus liberales pero sosas sociedades primermundistas. Sin embargo, cuando uno de esos jóvenes, el más guapo, el dueño del cuerpo más púber, empieza a producirles sensaciones que van más allá del sexo, el hechizo se rompe, y el amor da al traste con la fantasía de un edén perfecto.

Con esas premisas es muy fácil desbarrancarse en el cliché, pero la historia fluye con la ambigüedad moral que necesita para ser profunda y conmovedora. Porque no nos muestra la manipulación de los pobres por los ricos, sino la manipulación mutua de dos pobrezas: la material y la de los sentimientos. Quizá estas señoras puedan comprar el cuerpo de estos chicos, y quizá estos chicos estén dispuestos a mentirles para sostener sus fantasías. Pero a la vez, ellos les ofrecen un refugio para su soledad, y ellas les dan a cambio unos momentos para olvidar un país en el que te pueden perseguir a balazos por la calle. Cada quien trafica con sus miserias en un libre juego de oferta y demanda mutua.

Por eso, visualmente, la película se construye a base de contrastes: las playas de postal caribeña contra la repugnante miseria de Puerto Príncipe; los cuerpos núbiles, prietos y oscuros contra los blancos y decadentes. Y ahí, una Charlotte Rampling más brillante que de costumbre, capaz de desmoronarse por dentro sin modificar su mirada azul hielo, dice: “soy adicta al sexo. O al amor. Ya no recuerdo a cuál”.

El peligro con esa adicción es que es cara, y no sólo me refiero a los billetes deslizados en los calzoncillos de sus jóvenes amantes. De hecho, ésa es la parte menos costosa.

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19 de junio de 2006
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PALETOS INTELECTUALES

Es corriente, entre intelectuales, menospreciar el conocimiento de las marcas, desdeñar la publicidad, desmarcarse del consumismo o del mundo general del consumo. Esta posición obedece sin embargo a un grave deterioro  intelectual y no, desde luego, a su perfeccionamiento. 

Lo propio de nuestro tiempo urbano no es, por ejemplo, la sabiduría de las especies vegetales sino de las especies comerciales. En una ciudad contemporánea es importante que existan zonas verdes, avenidas y plazas arboladas, pero no es en absoluto relevante la clase de plantaciones que decida el municipio.

La mayoría de los habitantes de las grandes urbes no distinguen bien entre una acacia y un castaño de indias. Lo que cuenta no son las características o denominaciones particulares sino su carácter general de árboles, formas naturales que connotan con la naturaleza y masas verdes que proporcionen contraste y placidez. Una clase u otra de planta que tuvo tanta significación en tiempos de predominio agrario y obtienen frecuente protagonismo en las narraciones literarias del siglo XIX, ha perdido por completo relevancia. Ahora no se eligen títulos como La sombra del ciprés es alargada o El deseo bajo los olmos. La literatura contemporánea de occidente no sucede en el medio rural ni, por tanto, se relaciona con la fauna o la flora. Las posibles historias discurren  dentro de las ciudades o en los moteles, en las autopistas, en las empresas de servicios  o en los centros comerciales donde el panorama se encuentra atestado de marcas.

Un magnolio en el centro de Madrid o Barcelona no significa especialmente nada pero un Lexus o un Citroën, una ropa de Hugo Boss frente a otra de Zara, un reloj Diesel o un Breitling, claro que sí. De los árboles se obtiene ahora muy escasa información mientras las marcas van, progresivamente, diciéndolo casi todo.

¿Una calamidad? Los intelectuales de convención pretenden afirmar su distinción aferrándose a los tiempos preconsumistas, paisajes sin logos. Ven en el consumismo y hasta en el consumo en sí como una forma de degradación y en las marcas, rotundamente, una lamentable alineación más. Su actitud de desdén a la publicidad o el marketing más la ridícula jactancia declarándose ignorantes o ajenos a  ese mundo, les convierte en los nuevos paletos de nuestro tiempo.  Negar la cultura de consumo o  cerrar el entendimiento hacia la gran creatividad que deriva ampliamente de ella es síntoma de ofuscación. El oscurantismo más silenciado de nuestro tiempo.      

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19 de junio de 2006
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Entre los sacrificadores

Fe de erratas: Lo que suele calificarse como “una atenta lectora” de este blog, ha tenido la generosidad de corregirme. En efecto, como ya sospechaba, el de los pajaritos no era Rothko, sino Barnet Newman. Cuando las piezas del rompecabezas coinciden, uno suspira feliz por la perfección del cosmos. La trivialidad queda en el haber de Newman y me alegro. A Rothko le tengo cariño.

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Regresé a Barcelona para estar presente el día del referéndum estatutario. Si estás de viaje y no votas, no es que te abstengas, es que te importa una higa. Así que volví a Barcelona para no votar. Hay que ser cívicos.

Votar que NO habría sido quizás más contundente, pero me desasosegaba interferir en el juego amoroso de una pareja tan bella como el PP y ER unidos en un tango rasgado. Que los conservadores de toda la vida coincidan con los tradicionalistas recién llegados no puede asombrar a nadie más que a los habituales de la opinión tonta. Hay un fondo de intolerancia, de profunda cerrazón hispana, de falangismo, en los independentistas.

Estos pájaros de Su Patria son reaccionarios en el sentido más beocio: partidarios de las colectividades pegajosas y místicas, contrarios a cualquier individuación, entusiastas de la injerencia de políticos y funcionarios en la vida privada de los ciudadanos, entregados a causas trascendentales y a jefes carismáticos, creen ser diferentes de “los rancios españoles” pero son su mejor representación.

Son sus nenes, esos falangistas folklóricos, los que agreden a Arcadi Espada, a Fernando Savater, a los vascos que acuden a Cataluña buscando apoyo contra sus asesinos y a cualquiera que para ellos sea “español”, es decir, la totalidad del PP, pero también los socialistas cuando no les lamen los zapatos. Si eso no es fascismo, que baje Dios y lo vea.

De ahí que el oportunismo de los socialistas catalanes, envolviéndose en una bandera que nunca fue la suya a cambio de un puñado de duros haya sido una catástrofe seguramente irreparable para la democracia catalana. Al fundirse en el colectivismo religioso de los nacionalistas, los socialistas catalanes (sus dirigentes) han destruido el último espacio de racionalidad que quedaba en esta región tan dada al delirio religioso.

Sin embargo, no creo yo que el fracaso rotundo de ese conglomerado nacionalista al que no ha votado ni la mitad de los catalanes sirva para nada. Precisamente porque no son demócratas, es decir, no están al servicio de los votantes, sino que son ideólogos y clérigos que ponen bajo sus órdenes a la población, evitarán por todos los medios reconocer su estrepitoso desastre.

Acabo de oír por la TV a un prebendado del nacionalismo, un tal Jordi Sánchez, decir que la baja participación será aprovechada por la derecha española, por los enemigos de Cataluña, etcétera, etcétera, para atacar a la Patria. El cinismo de esta gente, su desvergüenza, la rusticidad de sus ayatolas, no tiene parangón en ningún otro lugar de España, ni siquiera en el País Vasco.

Las cosas, aunque parezca imposible, empeorarán.

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19 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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