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La Patria está en peligro

Al pobre Villepin se le está cayendo el cielo sobre la cabeza, según la famosa fórmula de Astérix. Harto de que nadie haga caso del Arte Contemporáneo Francés, el primer ministro de ese curioso país llamado Exágono, ha decidido montar una tremenda exposición a la española, o sea, de amor (subvencionado) a la patria, montada por los propios políticos en vistas a la foto, y con cientos de comisarios cuyos emolumentos garantizan la expresión pública de su alborozo ante la idea.

Con lo cual sólo ha conseguido, de momento, que los artistas franceses un poco honrados se cabreen (Boltanski, por ejemplo), decidan no participar (Fromanger), o pongan a Villepin como un trapo (Philippe Cognée en Liberation) por no haber sido invitados. Los otros, varios cientos de miles, en bloque, afirman que es una idea chovinista, grotesca, arcaica, pequeño burguesa, típica de la derecha, etc., pero no por eso renuncian a estar presentes en la juerga. Hay que colocar la mercancía.

En un segundo acto, Villepin logrará que el Arte Contemporáneo Francés sea vilipendiado en el mundo entero. Ya absolutamente nadie se toma en serio estas mangancias nacionalistas y los profesionales de Inglaterra, EE. UU., Italia o Alemania comienzan a afilar las uñas. Con razón. Yo diría que el panorama llamado artístico está por los suelos en todas partes, pero muy especialmente en Francia, en donde no aparece nada con agallas desde Yves Klein.

En un tercer momento alguien preguntará sobre los doscientos millones de euros presupuestados (más otros cien de patrocinio privado), cuando los barrios proletarios saltan por los aires y los jóvenes se han quedado sin el único contrato que se les ofrecía. Nadie contestará, claro.

Por fortuna, la exposición de Villepin es patriotera a la española, pero no xenófoba a la vasco-catalana. Quiero decir que también han invitado a los extranjeros residentes en Francia. Todo un detalle. Se abre en junio.

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19 de abril de 2006
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Sobreviviendo a la crítica

Un comentario de Matilde me hizo revivir la devastación que me produjo una crítica adversa, en ocasión de la edición de mi primera novela, El muchacho peronista. Y digo una porque fue tan sólo una la que me maltrató: el resto de las críticas fue benévolo, y hasta alentador. Parte del dolor tuvo que ver, imagino, con que la crítica adversa se publicó en el mismo diario donde yo trabajaba; fue como ser vapuleado por alguien de la familia. Pero la parte sustancial del dolor derivó de la crueldad del texto; no recuerdo haber leído crítica de saña semejante, ni en la Argentina ni en ninguna otra parte, referida a una primera novela. La regla tácita sugiere a los críticos ser magnánimos con un debut. Para colmo, el eje central de la argumentación se fundaba en la crítica a una frase que figuraba en la contratapa, ¡que por supuesto yo no había escrito!

Miren si sería artera la crítica, que la dirección del diario se ofreció a publicar una segunda opinión. Decliné la oferta: lo hecho, hecho estaba. Y seguí lamiendo mis heridas por los rincones. Yo estaba seguro de que el crítico, un escritor de la generación que me precedía a quien llamaremos B, ni siquiera había leído El muchacho peronista. Esta convicción derivaba de la fama de solapero del crítico, conocido por pergeñar críticas de libros sin haber leído mucho más que los textos incluidos en solapas y contratapas; pero también por el texto mismo de la crítica, que se refería a la narración y sus detalles tan sólo en los términos más vagos. Además tenía la sensación de haber sido victimizado a causa de mis amistades. Por aquel entonces tenía una relación incipiente con el escritor Juan Forn, que venía de publicar Nadar de noche y que además era mi editor, lo cual lo volvía intocable. (Los escritores no suelen meterse con la gente que puede comprar sus novelas.) Y Forn me había presentado a Rodrigo Fresán, que había tenido un éxito de ventas con su libro Historia argentina. Entonces fue mi turno con El muchacho peronista. Imagino que algún sector del statuo quo que B representaba debe haber pensado que tres “efes” ya eran demasiado, y las campanas sonaron a deguello.

Tardé diez años en terminar mi segundo libro. Nunca, ni por un instante, dudé de mi intención de seguir escribiendo, pero la práctica se me había vuelto dolorosa.

Empecé y dejé dos novelas. Recién con El espía del tiempo, mi tercer intento, pude llegar a puerto. Todavía tendría que esperar hasta Kamchatka para recuperar el placer absoluto de la escritura; mi novela nueva, La batalla del calentamiento, ya fue puro disfrute.

No hay escritor sin ego, así que está claro que aquel dolor tenía mucho que ver con mi vanidad herida. Pero al mismo tiempo me abismaba lo que yo consideraba una injusticia: estaba seguro de que El muchacho peronista era, aun en el peor de los casos, una digna primera novela. Después del vapuleo recibido, ¿me resultaría fácil publicar una segunda? Supongo que buena parte de mi demora tuvo que ver con el terror de corroborarlo; y que el hecho de que terminase siendo contratado por Alfaguara en Madrid dice mucho de mi renuencia a probar suerte otra vez en la Argentina. Por lo demás, suscribo la distinción que hace Matilde entre los que escriben con desapego profesional y los que ponemos la vida en cada libro, más allá de las cualidades literarias intrínsecas de cada texto. El muchacho peronista fue mi primer hijo literario, y uno vive el maltrato que reciben los hijos con una intensidad multiplicada por mil.

Pero la vida da vueltas y termina deparándole a uno la oportunidad de resarcirse. Pocos años después fui nombrado editor del dominical de aquel mismo diario. Y en tal categoría me convertí en superior de B, que por aquel entonces solía escribir columnas para el dominical. La vida me presentaba la posibilidad de tomarme venganza: ¡yo podía eliminar las columnas de B de un solo plumazo, y reír todo el camino hasta el horizonte!  Cierta tarde, uno de mis editores me informó que B estaba a punto de llegar para reunirse con él. Le pedí que cuando llegase me avisara. Imagino que B debe haber vivido segundos de exquisita tortura, imaginando qué maldad le tendría yo preparada. Todo lo que hice fue presentarme, dado que no nos conocíamos personalmente, y lo dejé que prosiguiese su reunión con el editor. Por supuesto, B siguió publicando sus columnas aun cuando no me gustaban. No estaba dispuesto a ser cruel con quien lo había sido conmigo.

Imagino que el encuentro con aquel hombrecillo terminó de curarme.

Lo importante, aun en medio del dolor más profundo, es no perder la elegancia.

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19 de abril de 2006
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Me frustro, luego existo

En un comentario que hizo a un texto de la semana pasada, Javier Andrade retomó la idea de que nuestras sociedades trabajan sobre la negación del dolor, para agregar algo más que se complacen en negar: la frustración. La cultura de masas es exitista. A juzgar por las películas, todos estamos llamados a un destino único que cumpliremos en el tercer acto, después de haber perseverado y atravesado pruebas. Y esto es mentira, aunque más no sea porque se trata de una verdad a medias. Todos estamos llamados a un destino único, puesto que se trata de un destino que sólo nosotros podemos llevar a fruición, y nadie más en nuestro lugar. Pero no es cierto que vayamos a cumplirlo necesariamente, porque eso entrañaría arriesgarse a sufrir reiteradas frustraciones, y eso no es algo que muchos estén dispuestos a tolerar.

Decir que nuestra sociedad no soporta frustraciones es casi igual a decir que nuestra sociedad es caprichosa: ante el primer contratiempo, patalea, grita y llora como un niño malcriado. Aquí en la Argentina, la experiencia de haber vivido tantos años en el silencio antinatural de la dictadura ha supuesto que nos pasemos al otro extremo. Ahora padecemos algo que podría calificarse de protestismo. Protestamos por cualquier cosa, a viva voz y en la calle. La semana pasada, haciendo fila en un banco (¿habrá cosa más odiosa que las filas y que los bancos?), un hombre que esperaba detrás de mí protestó porque una mujer se acercó a la ventanilla a formular una pregunta. El hombre sugirió que la mujer debía preguntar en el sector de informaciones; el problema es que la mujer ya lo había hecho y sin obtener satisfacción, de lo que daban fe otros que estaban más atrás en la fila. Pudiendo haberle preguntado a la mujer si no había intentado en Informaciones, el hombre eligió quejarse, lo cual demostró que estaba más dispuesto a protestar que a saber, o a tender su mano al otro.

Del mismo modo, un reclamo gremial paralizó días atrás la totalidad del servicio de transporte subterráneo, lo cual supuso, según cifras difundidas por los medios, que un millón de trabajadores de Buenos Aires sufriesen contratiempos para llegar a la oficina y para regresar a sus casas. Por supuesto, este es un tema complejo que no pretendo agotar aquí, ya que muchas de las causas de los reclamos son justas y a menudo entrañan intrigas políticas de entramado veneciano. (Este caso de los subterráneos, por ejemplo, es otra muestra de los representantes de la vieja política montándose sobre prácticas nuevas y practicando el neopiqueterismo.) Todo lo que me importa aquí es subrayar la naturalidad con que la sociedad asume que mi propia frustración es motivo suficiente para que yo me lance a frustrar a otros, aun cuando la lógica indica que me sería más beneficioso no alienar a la opinión pública con cuyo apoyo me convendría contar.

No olvidemos que aunque la sociedad no nos enseña a lidiar con la frustración, sí nos enseña a sublimarla. Cuando se siente frustrada, la mayor parte de la gente se compra algo nuevo. La opción, tal como la describía una canción del desaparecido grupo Fricción, es consumación o consumo. Si no logro consumar lo que deseo, procedo a consumir. Y si no tengo dinero para consumir, siempre me queda la opción de salir a la calle a cortar el tránsito, o de tomar las aulas para evitar una votación que no me gusta, como también ocurre en estos días en la Universidad de Buenos Aires, escenario de una batalla en torno del puesto del nuevo rector.

Una de las pocas ventajas que tenemos los artistas es la de nuestra profusa experiencia en materia de frustraciones; todo artista es, antes que nada, un artista de la frustración. Debemos someter nuestras obras al arbitrio de gente poderosa cuyo criterio no siempre compartimos, para después quedar librados al juicio del público –que puede no llegar nunca, si no hemos conseguido que el público se entere de que existimos mediante imprescindibles mecanismos de difusión y propaganda que casi siempre escapan de nuestras manos. Por eso yo, además de comprar, entreno. Me descargo tirando con el arco y masacrando a golpes el punching-ball instalado en mi patio, y después voy al gimnasio. Corro. Levanto pesas. Por suerte no me va tan mal, porque de otro modo a esta altura ya habría dejado a Schwarzenneger al nivel de Roberto Benigni.

El truco no está en evitar caer, sino en tener la convicción necesaria para volver a levantarse.

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18 de abril de 2006
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Un mundo de juguete

Jean Claude Van Damme ha defendido en estos páramos al mundo libre, y Russel Crowe ha roto sus pesadas cadenas. Michael Douglas ha pilotado un avión y Gerard Depardieux ha ayudado a Cleopatra. ¿Adivina dónde estamos? Claro que sí: en Marruecos. Para ser precisos, esto es Ouarzazate, una pequeña ciudad al borde del desierto del Sahara con una sola calle principal y no más de 10000 habitantes. A seis kilómetros del centro de Ouarzazate se eleva una fortaleza de 30000 metros cuadrados guardada por estatuas de dioses egipcios y dragones chinos. Pero no se desconcierte, todo es de plástico. Son los famosos estudios cinematográficos Atlas.

La visita a los estudios cuesta 50 dirhams -unos 5 euros- y está a cargo de una gordita con una notable cara de aburrida y un sentido del humor bastante negro. El recorrido empieza en el avión que usó Michael Douglas para La Joya del nilo, y que aquí, abollado y mugriento en medio del paisaje desértico, parece un gigantesco montón de chatarra. La imagen produce un efecto extraño, porque detrás del armatoste se eleva una fachada tibetana en la que Martin Scorsese filmó Kundun. Así puestos los escenarios, el avión parece el jet supersónico del Dalai Lama después de estrellarse en el desierto.

De momento, sin embargo, la mayor parte del estudio está ocupada por los decorados de un pueblo egipcio que se acaban de usar en el rodaje de Los diez mandamientos. Avanzamos entre las calles, rodeamos la noria, nos maravillamos con el anfiteatro de influencia griega, pero la guía se apresura a arrebatarnos el ensueño. Súbitamente patea una pared y la agujerea. Es sólo gomaespuma.

-No deben creer todo lo que ven en las películas -comenta. Y para reforzar sus palabras, rompe otra pared con la mano, como si fuera de papel.

En efecto, los estudios Atlas son un universo de cartón piedra. Conforme avanza la visita, uno puede comparar la refinada arquitectura del Egipto de Los diez mandamientos con el caricaturesco templo de Asterix y Cleopatra, pero uno y otro no son excluyentes. De hecho, los escenarios son intercambiables, y la mayoría de ellos han sido usados en dos o tres películas cambiándoles apenas un par de jeroglíficos y algunas esculturas. Y si falla algún detalle, la tecnología ayuda. Por ejemplo, desde las suntuosas habitaciones de Ramsés se puede contemplar el castillo de las cruzadas de El reino de los cielos, pero durante el rodaje, cubrieron la vista con una pantalla azul que se veía como el río Nilo. Además, la lógica comercial impone amortizar: los escenarios no sólo se usan para películas sino también para documentales ficcionados, incluso algún comercial de limpiasuelos en que el ama de casa quiere tener su casa como un palacio, y entonces un genio sale de una lámpara y le enseña el producto... Todo en el mismo escenario que han pisado Halle Berry y Timothy Dalton.

También los interiores sorprenden por lo pequeños que son. El establo de los luchadores de Gladiador no es más grande que un patio casero. La sala de reuniones de Ramsés tiene el tamaño de una habitación de hotel. La gordita nos explica:

-Las nuevas técnicas ópticas permiten agrandar visualmente los espacios. Y los techos ornamentados se diseñan por computadora y se sobreponen a la imagen en el montaje final. Los artesanos auténticos son demasiado caros.

Y sonríe, la muy canalla, feliz de destrozar nuestras ilusiones una por una.

Cerca de aquí están las kasbas de Ait Ben Haddou, que recuerdo haber visto en Gladiador y en El cielo protector de Bertolucci. Es verdad que son imponentes de por sí, pero filmadas de cerca y desde abajo producen la atemorizante impresión de estar ante los vestigios de una tribu guerrera y hermética. Y por esas cosas del lenguaje visual, si nos ponen una imagen de las ruinas e inmediatamente después una habitación oscura, creemos que la habitación está dentro de ellas. La magia del cine hace que un patio de plastilina gris nos parezca un calabozo cavernario.

Por eso, la posición de los estudios Atlas ofrece recursos para cualquier peli de africanos agresivos, pero también para historias como Lawrence de Arabia, filmada en el desierto cercano. Sus escenarios naturales pueden convencernos de estar en Palestina o en Irak, en Alejandría o en Roma, en Libia o en Irán. No es que el paisaje marroquí se parezca a esos lugares, en realidad, sino que no tenemos idea de cómo son esos lugares. Los estudios Atlas producen un mundo árabe de consumo rápido, lo suficientemente cerca de Occidente como para no correr riesgos y abaratar costos en fabricación de decorados y en figurantes con aspecto étnico, total, nadie sabe en realidad cuál es la diferencia entre un bere bere y un árabe.

Por eso, aunque todos los turistas nos tomamos  fotos a lo largo de media historia universal, cierto ánimo sombrío flota en el ambiente. Al final, las palabras de despedida de nuestra guía suenan como un epitafio de nuestros sueños:

-Todo lo que ven en el cine es mentira- dice-. La realidad es mucho más miserable.

Cuánta verdad, gordita.

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18 de abril de 2006
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Bajas pasiones

El viernes 14 de abril, la dirección del diario Liberation, a pesar de la barriga cervecera que le desborda por sobre el cinturón, se enfundó sus tejanos más chulos, la camiseta con la bandera cubana, el pañuelo de Al Fatah, y se apostó a la puerta del colegio por ver si pillaba algún adolescente incauto.

Une jeunesse determinée et vigilante”, titulaba en portada, pero ni esa página ni las siguientes aclaraban cuál era la determinación, ni qué objeto o ente estaban vigilando los jóvenes franceses.

Luego anunciaba: “Encuentros con jóvenes que han sido considerados individualistas y pasivos, pero que ahora se imponen en el debate político”.

Da vergüenza transcribirlo. Ni siquiera un desesperado deseo de ligar puede justificar semejante sarta de majaderías en un diario “de izquierdas”.

Nadie ha creído jamás que los jóvenes actuales (¡ni los antiguos!) sean individualistas, sino más bien gregarios. En España, por ejemplo, pirrados por el botellón. Y en Francia no han impuesto absolutamente nada, sino que se han dejado manipular por los sindicatos, únicos vencedores en la batallita del contrato juvenil. Un papel que escapaba al estricto control que desde 1950 ejercen estos caballeros con contrato indefinido.

Los periódicos tratan desesperadamente de que algún menor de cuarenta años los lea, pero ni siquiera son coherentes con su hiperdulía pedófila. El mismo día y en el mismo diario, Baudrillard decía exactamente lo contrario: “Este ha sido un acontecimiento-farsa en el que se representaba el melodrama del “Poder y los Otros”, o sea, los rebeldes, sin que nadie se tomara realmente en serio el papel de actor histórico”.

Luego calificaba la lucha contra el contrato juvenil como “acontecimiento gamberro” (évenément voyou, rogue event), modelo de acción política inocua en perfecta consonancia con la corrupción absoluta de los políticos actuales.

De modo que en el mismo diario coincidían los intentos de seducción tipo “Corte Inglés” (“¡eres rebelde, único, irrepetible, así que cómprame estas carísimas zapatillas que lleva todo el mundo!”), junto con el insulto de un viejo desengañado que ya no espera ganar ni un duro con los adolescentes.

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18 de abril de 2006
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SIBERIA

Me encanta leer las aventuras de Mijail Jodorkovski en su cárcel de Siberia. No tengo ninguna simpatía por el ex magnate ruso del petróleo. No hay dudas de que cometió los delitos de estafa y evasión de impuestos. Tampoco se puede negar que era un tiburón más en la lucha de los empresarios que robaron Rusia por completo en lo que fue el final de la Unión Soviética. Única diferencia entre él y sus compañeros: no ha querido o no ha sabido mantener una buena relación con Vladimir Putin. He leído suficiente literatura rusa como para saber lo que pasa cuando alguien molesta al zar. Si se le da un tratamiento suave (caso de Pushkin) vive un destierro de unos años en una aldea hundida en el infierno del invierno. Si se le da el tratamiento normal va a Siberia. Entonces todo es posible desde el punto de vista de la literatura. Puede morir pero también puede volver siendo un genio tal como lo hicieron Dostoievski en el siglo XIX y Solzhenitsyn en el siglo XX.

Jodorkovski, quien al parecer recibió hace poco una herida en el rostro después de vivir otros acontecimientos peligrosos para su vida, vive en una cárcel cerca de la frontera China. Por el momento, no existen indicios de su futuro como escritor. Esto es lo que me preocupa. Putin no cambia la tradición del poder ruso. Su modo de actuar es despótico, arbitrario, imposible de entender para los demócratas de Occidente. Nosotros (los amantes de la literatura) lo podemos entender: Rusia sigue siendo Rusia. Pero parece que cada vez que leemos algo sobre su víctima Jodorkovski comprobamos una pérdida definitiva para la literatura. El nuevo poder es tan vulgar, tan lejano de Dios y tan cercano a las divinidades del mercado y del hampa mafiosa que jamás, nunca, volverá a producir, por el milagro del mero rechazo, los genios del pasado.

Para hacerme entender basta citar a la poeta Anna Akhmatova. Su papel bajo Stalin, sus amigos encarcelados en el Gulag, sus encuentros: Rilke, Modigliani, y hasta Brodsky, un Josef Brodsky joven, al final de su vida, son testimonios de lo que puede un poder absoluto en el mundo eslavo. Vivir en un territorio donde se distingue de manera obvia el bien y el mal, el mundo de la vida normal y el mundo del exilio interno es una ayuda tremenda para los escritores. Pero ¿qué es lo que diferencia a un Jodorkovski? Que es tan tiburón como Putin. Si un escritor incipiente le encontrara en su cárcel del oriente no sería un encuentro que le ayudaría más que una entrevista con un mafioso en una cárcel de EE. UU.

No fue el caso de Dostoievski que escribió una obra de demonios después de vivir los diez años que cuenta en su libro Memorias de la casa de los muertos. Hace diez años, cuando J.M.Coetzee, caminando hacia su Premio Nobel, publicó El maestro de Petersburgo, la experiencia de Siberia que su héroe, el propio Dostoievsky, llevaba en sí mismo no necesitaba ser descrita. En la novela, cuando Anna Segueyevna le dice «you were in Siberia» (fuiste en Siberia) no se añade ni una palabra y ya entendemos de qué se trata, de la tormenta que aguanta una persona. De la tormenta que nos ha dado después la potencia de Alejandro Solzhenitsyn contando, en Un día en la vida de Iván Denisovich, un día en la vida de un detenido en la cárcel compartida por todos que no se llama tanto Siberia sino vida humana. (Es una cárcel si queremos que sea cárcel…).

Cada vez que leo las aventuras de Jodorkovski, recuerdo un día en Londres con el escritor Bruce Chatwin en los años ochenta. Era un almuerzo cerca de Green Park donde fuimos a pasear después de comer. Bruce me hablaba de Ossip Mendelstam, otra alma cercana a Ana Akhmatova, y me aseguraba: «en el último testimonio que tenemos, Ossip hablaba de Virgilio a otros detenidos que se acercaban como podían al pequeño fuego que tenían para calentarse». No sé si la anécdota es cierta, pero tengo serias dudas de que Jodorkovski, ex hombre más rico de la nueva Rusia, hable de Virgilio en su cárcel del Oriente.

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17 de abril de 2006
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Felices Pascuas (II)

Otra Pascua inolvidable, por todos los motivos equivocados, fue la de 1987. Un grupo de militares se había alzado contra el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, la primera administración civil consagrada por las urnas después de la dictadura que se extendió entre 1976 y 1983. Fuimos miles de personas las que marchamos rumbo a la Plaza de Mayo para manifestar nuestro apoyo a la democracia. Estábamos dispuestos a no repetir la historia, y por eso protagonizábamos la demostración masiva que por desgracia no ocurrió en 1976: la gente puso el cuerpo para expresar su rechazo a los militares fascistas, aunque eso supusiese riesgo para su persona. Creo que la mayoría de nosotros estaba dispuesta a resistir, a jugarse la vida, con tal de que no sobreviniese una nueva dictadura; por eso salimos a la calle, para expresarle al gobernante democrático que no estaba solo, que podía contar con nosotros. Pero en lugar de hacerse fuerte con el apoyo popular, Alfonsín negoció en las tinieblas con los militares. Salió al balcón de la Casa Rosada para dar un discurso confuso en que habló de economía, nos instó a ajustarnos los cinturones y nos despachó a casa con un saludo que todavía hoy no puedo oír sin desagrado: “¡Felices Pascuas!” Se ve que Alfonsín ignoraba que sin Resurrección no hay Pascua. Y ese 1987 no resucitamos: tan sólo morimos, y cuando creímos que sobrevendría la gloria nos enviaron de regreso al hoyo de la tumba.

Es posible que Alfonsín no haya querido afrontar la responsabilidad de un baño de sangre. En todo caso, el precio de esas vidas que se salvaron fue altísimo: la injusticia primero, y poco después el desastre. A comienzos de junio el Congreso aprobó la infame Ley de Obediencia Debida, que eximía de responsabilidad a secuestradores, torturadores y asesinos por el simple hecho de que habían obedecido órdenes de sus superiores militares. Todavía hoy esa gente camina entre nosotros: nos la cruzamos sin saberlo en los cines, en los bancos, en los supermercados. Debilitado por sus concesiones, Alfonsín fue fácil presa de los poderes económicos que fogonearon la hiperinflación y terminaron eyectándolo de la Presidencia antes de tiempo. En el vacío de esa derrota moral, ¿a quién puede extrañar que surgiese un engendro como Menem?

Yo creo que Alfonsín actuó como un político de raza, acostumbrado a negociarlo todo aun cuando no todo es negociable y a recurrir a la gente tan sólo cuando necesita su voto. Cuán diferente es Kirchner, que ante la menor presión recurre a los micrófonos y le dice a la gente quién está amenazando al gobierno: esta petrolera, el FMI, los ganaderos que apuestan a la subida de los precios de la carne… Y la gente, como cuadra, le responde en la calle. ¿Será que Argentina resucitó al fin, no a los tres días sino a los treinta años?

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17 de abril de 2006
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Sexo en los glaciares

Atención padres, no se dejen engañar: estoy escandalizado por la carga sexual de la película Ice Age 2: el deshielo, un filme supuestamente infantil lleno de segundas intenciones marcadamente eróticas.

La historia comienza cuando un irresistible calor comienza a apoderarse de los animales y a derrumbar las barreras de su mundo. En un evidente símil de una adolescencia calentorra, tres de ellos parten en dirección hacia la madurez: un mamut y un tigre dientes de sable -con las caras llenas de colmillos, trompas y otros símbolos fálicos- y un perezoso llamado Sid, que es su gurú sexual.

En efecto, a lo largo del camino queda claro que el tigre y el mamut reprimen su sexualidad mientras Sid les ofrece terapias con frases como “enfrenta tus miedos” o “no atreverte es egoísta”. La cosa se agrava cuando conocen a una hembra mamut que, incapaz de asumir su identidad sexual, cree que es una zarigüeya y juguetea mórbidamente con dos minúsculos ejemplares de esa especie.

Poco a poco van quedando claras las debilidades de cada uno. El mamut y el tigre están continuamente a punto de hundirse en la perversión, simbolizada por el agua, donde dos monstruos repugnantes tratan de arrastrarlos a las profundidades. La inundación cada vez gana más terreno, y ellos tratan de llegar a la madurez sin perderse en el camino. Por su parte, el perezoso Sid congrega a una manada de perezosos menores de edad que, tras una noche de bailes desenfrenados y orgiásticos, quieren sumergirlo en un profundo agujero volcánico lleno de fuego líquido (Quizá esa sea la metáfora más facilona de la película, por cierto).

Llegado un punto, todos comienzan a superar sus traumas. La mamuta, tras un proceso de introspección, aprende a aceptarse a sí misma y se cuelga de la trompa del mamut. El tigre admite su derrota y deja de toquetear al paquidermo. Y Sid decide contener sus impulsos pedofílicos.

Cuando ya van a llegar a su destino, un gigantesco orgasmo terminar por inundarlo todo y aislar a la mamut hembra. El mamut la salva aprovechando la fuerza de los monstruos marinos, que representan su lado más oscuro. Y el tigre se libera de sus represiones y se atreve finalmente a sumergirse en el líquido con las zarigüeyas y Sid. Es el momento del clímax, cuando todos aprenden a vivir con sus perversiones.

El final, claro, es feliz. El tigre no permite que Sid se vaya con sus pequeños porque, según dice, no se pueden separar de él: “Sid es el líquido viscoso y pegajoso que nos mantiene juntos” explica claramente. La relación entre los paquidermos es saludada por una erección masiva de trompas de mamut. Y todos se van juntos y apartados a vivir su sexualidad de forma comunitaria, Sid montando al mamut, incapaz de contenerse por más tiempo. 

Yo es que no tengo hijos, pero si los tuviera, llamaría a la Sociedad Protectora de Niños, o a la Liga Moral, o a quien corresponda, porque nuestros muchachitos no pueden estar sujetos a la nefasta influencia de esta película degenerada. Cuidado, padres. Por todos lados hay lobos disfrazados de ovejas.          

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17 de abril de 2006
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Cacos

En el Museo de Bellas Artes de Estrasburgo hay una salita donde se muestra un sólo cuadro. No es muy grande, vendrá a medir unos 40X50, y tampoco es demasiado importante, el típico Canaletto titulado “Vista de la Iglesia de la Salute desde la entrada del Gran Canal”. Para ser ecuánimes, es un buen Canaletto, no tiene la factura plana y gris de los canalettos hechos en serie por sus obreros de taller, sino que hay pincelada del maestro. Pero la importancia del cuadro no está en la pintura.

Sobre uno de los muros de la salita, el museo se justifica. Es cierto que el Canaletto fue robado por los nazis a la familia Alttmann, judíos vieneses exterminados casi por completo. Es cierto que poco después, en 1938, lo compró en subasta pública un tal Hermann Voss, el cual, a su vez, lo vendió en 1949 a Othon Kaufmann y François  Schlageter, judíos vieneses que habían huido a tiempo de la matanza.

¿Conocían la procedencia del cuadro? ¿Nunca estuvieron en casa de sus hermanos de persecución? ¿Nadie les habló de la colección Alttmann a ellos, que eran coleccionistas? ¿No sabían los vieneses de entonces quién poseía tal o cual pintura? Difícil de averiguar. Ya han muerto.

Kaufmann y Schlageter cedieron el Canaletto al museo como legado testamentario. Ahora, tras la reclamación de un superviviente de la familia Alttmann, la ciudad de Estrasburgo deja claro que ha actuado honradamente y que ha compensado al heredero.

Así deberían hacer los museos y coleccionistas que tienen obra robada por los nazis a familias judías. Es decir, todos los museos y coleccionistas, porque hay decenas de miles de piezas que pertenecen al expolio más repugnante de la historia y están en los más reputados museos y colecciones del mundo. Hace ya unos años que un grupo de detectives artísticos les sigue el rastro, pero la tarea es infinita.

Sólo a una de las innumerables víctimas, Jacques Goudstikker, marchante de Amsterdam, le robaron mil cien pinturas. Por lo menos. Son las que tenía catalogadas. El gobierno holandés se ha visto obligado a devolver más de doscientas que tenía dispersas en diversos museos estatales.

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17 de abril de 2006
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Viejo glorioso (2)

Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.

Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.

Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radioactiva de erotismo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.

Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.

De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocktails.

Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego:

“No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”

La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.

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12 de abril de 2006
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