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¿DÓNDE?

Hay días en que la sola lectura de las noticias basta para preguntarse si se mantiene el planeta tal como lo conocemos o si nuestros dirigentes intentan crear otro mundo. ¿Dónde estamos?

1. Hugo Chávez anuncia que Venezuela se retira de la comunidad andina de naciones. Le parece que los esfuerzos de los vecinos para mejor su entorno no tienen sentido y propone a su país no cambiar su entorno sino cambiar de vecinos. Como lo pregunta el editorial del diario El Nacional: “¿Quién le dijo al Presidente que queremos ser sureños y no andinos?”.

2. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, recibe al primer cosmonauta brasileño que viaja al espacio, el teniente coronel Marcos Pontes.
Vestido con su traje de astronauta, el brasileño es condecorado en una ceremonia especial. Por favor: no leer ceremonia espacial, aunque uno se pregunta cuál es el espacio que más interesa al poder brasileño, que ahora quiere involucrarse en la industria del espacio aunque no sabe cómo traer comida al noreste.

3. Evo Morales dice a José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, que si no sabe donde están las playas bolivianas en el pacífico, su país encontrará el camino para llegar a ellas.

Cuando parece que todo lo que es América Latina hace un giro político hacia la izquierda, existe una especie de pérdida compartida de la burbuja geopolítica. Es un movimiento doble en que se suman los sueños o las viejas aspiraciones que nunca fueron atendidas y las renuncias a trabajar en los problemas reales. América Latina es una tierra que consiguió a la vez su independencia y el fracaso de cualquier cooperación internacional. Si se quiere modificar el curso de la historia es lo que hay que hacer de verdad. En lo que tiene que ver con geografía, es una tierra ubicada entre desigualdades y despilfarro. Esto también se puede atender pero de manera seria, fuera de las posturas retóricas. Al leer las noticias, tengo la sensación de que viene otro futuro fenomenal para las novelas de dictadores. Conocemos la pregunta del caudillo: ¿Qué hora es? Y la broma para responder: La hora que usted quiera mi general. Ahora descubrimos la afirmación de los presidentes electos: “He soñado que mando en otro país, hay que crear este país, ya”.

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24 de abril de 2006
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Sobre la inconveniencia de pensar

El pensamiento es inseparable de una indestructible y profunda melancolía. Eso decía Schelling, y a su sombra, el patriarca George Steiner propone diez razones para justificar tan temible tristeza del entendimiento en uno de sus últimos trabajos.

1. Nuestro pensamiento (thought) es tan vasto como incompleto. La tierra fue científicamente plana durante miles de años. Nada puede asegurarnos de que no persistimos en similares chifladuras.

2. Nuestro pensamiento es necesariamente disperso ya que un exceso de concentración inutiliza la esfera neurológica e impide la vida. Se aguanta en punto muerto.

3. No puede haber novedad en los contenidos del pensamiento. Todo ha sido pensado millones de veces por millones de humanos, la esfera del pensamiento es limitada. Sólo las formas cambian.

4. El lenguaje natural es soberano y no se somete a la matematización. Todo él es metafórico. Cualquier constructo del pensamiento es lingüístico y metafórico. No podemos escapar de la metáfora.

5. El pensamiento se desperdicia en todo momento, no es “economizable”. Einstein confesaba haber tenido dos ideas en toda su vida. Heidegger, una. Los demás, ninguna o media.

6. Entre el pensamiento y el acto hay tantas interposiciones que ningún pensamiento puede coincidir con ningún acto. La inversa también es cierta y aún más triste.

7. No hay “realidad” ninguna accesible al pensamiento, sólo reflejos (reflections) del propio pensamiento. Aunque el pensamiento no fuera un espejo y fuera una ventana, los cristales estarían igualmente sucios.

8. Aquellas personas a las que más amamos son absolutamente opacas para nuestro pensamiento, el cual sólo conoce la soledad.

9. No hay pedagogía capaz de formar un pensamiento con garantías de no estar creando un idiota. Sobre todo, en nuestro modelo social.

10. Nuestro pensamiento nos hace extraños a nosotros mismos. Asunto muy bien visto por Sófocles.

Algunos dirán que, como Schelling, también Steiner al final de su vida confiesa no haberse enterado de nada y la rabia que le provoca irse como llegó, como un tonto. La tristeza de los viejos, etcétera, etcétera.

Yo opino que estos diez motivos de tristeza mental demuestran que Steiner, como casi todos los viejos, conserva un perfecto sentido del humor.

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24 de abril de 2006
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Romanticismo zen

Me sorprendió que tantos se enganchasen a hablar de amor, a partir del texto que ayer me inspiró un disco de Joni Mitchell. Durante un rato temí que fuesen sólo mujeres las que recogían el guante, en cuyo caso habría certificado aquello de que los hombres somos víctimas inescapables de nuestro género; pero aparecieron al fin el Jevi-llano y Javier Andrade, confiables como las mareas. De cualquier forma sigo pensando que las mujeres son más francas al hablar de sus requiebros, lo que a la larga termina convirtiéndolas en más sabias. Me gusta una canción de KT Tunstall que comienza diciendo: “Mi corazón me conoce mejor de lo que yo me conozco, así que voy a dejar que sea él quien hable”. Los hombres también tenemos corazones que nos conocen bien, pero nosotros insistimos en tratarlos de usted y no los consultamos ni para saber la hora.

Por algún motivo, seguramente vinculado a mi torpeza en la expresión de cualquier elemento emocional, Olga Trevijano interpretó que mi visión del amor era derrotista, o tal vez cínica. No es ninguna de las dos cosas, ¡y eso que cargo con un cofre lleno de frustraciones! Defendería la imagen del amante como autoestopista porque creo que el amor suele conducirse de esa forma: nos recoge ocasionalmente, nos transporta por un rato y la mayoría de las veces vuelve a dejarnos al borde del camino, pero no creo que esto sea una visión negativa del asunto, sino más bien realista –y desde la esperanza. En este terreno no hay nada más venenoso que las expectativas equivocadas. Hace ya tiempo que no aliento la fantasía de “conducir” el amor; creo que todo lo que puedo hacer es comportarme como un surfer, esto es ser paciente en la espera de la ola justa, cabalgar encima de su fuerza aprovechando el impulso y aspirar a no caer antes de tiempo.

Cuando digo que la satisfacción emocional es imposible, me refiero a la satisfacción definitiva. Por supuesto que conozco la felicidad, pero me consta que es tan fugaz como una ola y la acepto tal cual es. En su esencia no se diferencia mucho del fenómeno de la vida del que por supuesto forma parte, y al que alude como un eco: algo que tan sólo es, y siempre brevemente. En cuanto tratamos de imponerle nociones intelectuales como el transcurso en línea recta o la perdurabilidad del calendario, sólo produce dolor. Esos dolores tan profundos como los que impulsaron al amigo de Ana María a decir que desearía no haber vivido determinadas experiencias aun cuando no sea verdad, porque se bajó de esas experiencias en otro lugar de la autopista –un lugar más próximo al nuevo amor.
(Días atrás oí algo sabio de boca del más improbable de los oráculos, esto es una ex modelo: ella decía que la fantasía del amor eterno era propia de una época en que la vida era por fuerza mucho más corta. Una cosa era conservarlo cuando moríamos a los treinta años, y otra muy distinta es conservarlo ahora, cuando nuestra expectativa de vida llega a los ochenta o noventa. De cualquier forma yo sigo aspirando a que mi amor dure lo que me resta de vida.)

No creo que la oposición clasicismo-romanticismo nos ilumine en esta materia. Lo que nos serviría, imagino, es una suerte de combinación de ambos estilos que quizás podría llamarse romanticismo zen: un approach que utilice la intensidad del romanticismo con la perspectiva del zen y nos permita gozar de la pasión con plena conciencia de su fugacidad. Y aquí subrayo: gozar de la pasión, no sufrirla. Encontrar el punto en que la noción de ser transpasados por una emoción que no podemos retener ni encapsular se convierte en parte del goce, y no de sus espinas. Está claro que no existen dos olas iguales, pero la certeza de que tarde o temprano otra ola romperá en la playa lo aproxima a uno a un cierto equilibrio que facilita la verdadera apertura del corazón.

Que es de lo que se trata, finalmente: volverse disponible al amor, habiéndole perdido el miedo al dolor.

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21 de abril de 2006
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Más anacronismos

Que Zeus se viera obligado a adoptar los disfraces más indignos para ocultarse de su vigilante esposa cada vez que copulaba con una mortal, que llegara a la ignominia de hacerse pasar por un cisne, me parece intolerable. Desde luego, muy impropio de nuestros ancestros, que eran gente por lo general apersonada y de buenas maneras.

¿Cómo es posible que ya entonces el adulterio fuera asunto espinoso y mal reputado? Sin embargo, los fornicios de Afrodita con Marte y de Helena con Paris, tan fieramente castigados, así lo atestiguan. La maldición del adulterio suele justificarse por la legitimidad de la descendencia, pero me parece muy flojo argumento.

No es evidente que se considere una traición a la sangre. Ciertamente, un dolor intenso atraviesa al marido, pero a ese dolor debe añadirse la vergüenza, porque el cornudo siempre y en todo lugar ha sido motivo de burla. No así la adúltera, la cual recibe castigo, pero no humillación.

Todos sabemos además que, por sublime paradoja, sólo una porción pequeñísima de adúlteras acaba siendo conocida. Todos los adúlteros, en cambio, son descubiertos al instante. Si con el adulterio se jugara la herencia, no habría burla. El populus no hace chistes con el oro. Ha de ser algo mucho peor.

La última versión de adulterio que ha llegado a mi conocimiento es la de Separate lies, película de Julian Fellowes, architípicamente inglesa, que entretiene mientras dura y luego se olvida. Sin embargo, plantea el asunto de un modo poco frecuente.

En esta historia, el cornudo es un buen hombre que ni queda en ridículo, ni da pena, ni es un canalla, ni tampoco un payaso, sino un ciudadano que negocia el asunto con considerable dignidad.

Muy bajo ha tenido que caer el adulterio para que se haga héroe a un cornudo. Aunque sea inglés. 

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21 de abril de 2006
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Acabemos con los feos

El gobierno español y los empresarios de la moda no están satisfechos con el físico de sus compatriotas. Tras varias reuniones entre los modistos y el Ministerio de Sanidad y Consumo, han llegado a un acuerdo: van a estudiar cómo se ven los españoles exactamente, y luego harán lo que puedan para cambiarlos y homogeneizarlos un poco, que tampoco vaya por ahí la gente viéndose como le dé la gana. Cito textualmente el cable de agencia:

“Los modistos se comprometen a estudiar la unificación de tallas y promover una imagen física saludable”
MADRID, 19 (OTR/PRESS)
“El sector de la moda se comprometió hoy con el Gobierno a colaborar para estudiar la unificación de las tallas y promover una imagen física saludable. Lo cierto es que no es esta la primera vez que el sector hace la misma declaración de intenciones, que hasta el momento no ha llegado a cumplir. El Gobierno ha decidido crear un grupo de trabajo para estudiar este problema. Además, elaborará un estudio antropométrico de la población española que actualice los parámetros de la tipología física de los ciudadanos.”

Yo, por mi parte, quiero manifestar mi plena conformidad con las medidas del ministerio de Sanidad y Consumo orientadas a unificar las tallas de los españoles. Ya puestos, creo que deberíamos unificar también el sentido estético de la gente. El gobierno se niega a admitirlo, pero aumenta preocupantemente la cantidad de feos y feas que circulan por las calles del país, y es necesario tomar medidas al respecto.

Yo propongo que el Ministerio de Ornato y Salud Pública, por ejemplo, plantee parámetros físicos obligatorios: un importante porcentaje de la fealdad de la gente se concentra en la zona de la nariz, porque su naturaleza protuberante con frecuencia irrumpe de un modo desagradable en el paisaje facial. En consecuencia, debería promocionarse el uso de narices armoniosas, pequeñas y sin caballetes, formadas por suaves curvas descendentes. Se podría empezar probando la autorregulación, pero si eso no funciona, cabría emplear una normativa más drástica, por ejemplo, prohibir a los feos de índole nariguda salir a la calle en horas punta, como una forma de reducir el índice de fealdad ambulatoria. Progresivamente, es posible extender esas medidas a los feos y feas labiales, oculares, auriculares y, por supuesto, a esa lacra social que constituyen los feos globales, aquellos en que, por capricho de la naturaleza o corrupción de la costumbres, ya no tienen arreglo posible, porque todo lo tienen mal puesto.

Así como es importante promover una imagen física saludable, hay que extender el uso de una imagen física con sentido estético. Este tipo de medidas sin duda incidirán positivamente en el aumento del turismo y la calidad de vida de los habitantes del reino. Porque un país de bonitos es un país feliz ¡Acabemos con la conspiración de los feos!

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21 de abril de 2006
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GLOBALIZACIÓN LITERARIA

Hago una lectura por la mañana de un artículo de Alex MacGillivray. Es un buen sitio que podemos calificar de izquierda iluminada. El artículo no es nada genial pero encuentro una verdad elemental: la globalización no es un destino, es, dice el autor, únicamente un proceso. MacGillivray ha escrito mucho sobre América Latina y sobre Asia y no camina cargado de verdades que quiere imponer al resto del mundo. En lo que dice de la globalización, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura, tiene toda la razón.

La globalización es un estado extremo pero no es un equilibrio estable, por lo menos en lo que tiene que ver con la literatura. Nunca los libros han circulado como ahora. Nunca se han publicado tantos libros (y esto vale para cada país en el mundo). Nunca el negocio de los libros ha sido tan bueno como en nuestra época digitalizada. Pero al final, a pesar de la globalización de los mercados, cada uno escribe y lee en su casa. Si volvemos al libro genial (hago una utilización muy limitada de este adjetivo), verdaderamente genial de Franco Moretti, Atlante del romanzo europeo 1800-1900, que se tradujo a muchos idiomas, vemos una influencia física del Quijote o de las novelas de Balzac a través de sus traducciones, pero nunca, por una especie de incipiente “globalización”, podemos pensar que el mundo literario se reduce o pierde sus matices internos cuando los libros empiezan a ser difundidos de manera amplia fuera de su idioma inicial.

En realidad la globalización literaria es un concepto que no existe. Sé que existe el Código Da Vinci pero la figura de Dan Brown pertenece a la retórica del éxito, nada más. ¿Quién cree que Dan Brown influye en el mundo con lo que escribe? Hace unos años se publicó en Francia un estudio titulado La république mondiale des lettres (Le Seuil). Su autor, Pascale Casanova, intentaba entender cómo funciona la fama y el éxito a nivel mundial entre los escritores. A pesar de su éxito y de las traducciones (en español está publicado por Anagrama bajo el título La república mundial de las letras) el libro no me ha convencido de la existencia de una globalización de la literatura. Demuestra con suma eficiencia que es mejor escribir en inglés que en español o en zulú para ser traducido y tener una audiencia internacional. Pero no llega, de ninguna manera, a demostrar lo que establece Franco Moretti: que cada país europeo, es decir cada cultura, tiene una identidad formada por sus propios escritores. En este proceso, el viaje de los libros no es el síntoma de la globalización; más bien es la entrega de unas hojas más para el gigantesco palimpsesto que es cualquier obra.

Lo voy a decir de manera brutal: creo que no se puede creer a la vez en la globalización como fenómeno ineludible de nuestra época y en la existencia de la literatura. Hace unos años, un cómico francés que hablaba en la radio frente al ultra-derechista Le Pen empezó su intervención diciendo: “Hola, amigos del fascismo y de la justicia”. De dos cosas una…

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21 de abril de 2006
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Aventura en el desierto

Me miro en el espejo y me siento orgulloso y viril. Llevo en la cabeza una especie de turbante nómada que, por supuesto, no me he anudado yo, pero que me hace sentir como un Lawrence de Arabia peruano, como un explorador de las fuentes del Nilo. Nomás debo tener cuidado de que no se me desbarate con el viento, porque no sabría ponérmelo solo.

La expedición al desierto del Sahara parte del pueblo de Merzouga, al sur de Marruecos. El programa incluye un largo trayecto en camello, una noche en una jaima y la escalada de una gigantesca duna para ver salir el sol antes de regresar por la mañana, después de haber vivido como un verdadero beduino bere bere.

Las emociones fuertes comienzan desde que me trepo al dromedario. Me preocupa que el animal se desboque, que se pierda, que se violente. Tardo un poco en darme cuenta de que los dromedarios van en fila india, atados entre sí y llevados por un guía, como los ponys de los alberges infantiles. Y es imposible que se pierdan porque han hecho tantas veces este camino que está todo sembrado de caquitas negras, como las migas de Hansel y Gretel. Pero lo que más me tranquiliza es que en un camello va una niña de tres años, y en el último, una mujer embarazada de seis meses. Me alivia formar parte de una aventura para infantes y parturientas.

Ya en el lugar, comemos sólo platos calientes. Uno de los guías me ha explicado que la mayoría de turistas no aguanta bien las ensaladas, quizá por el agua con que se lavan las verduras. Para evitar inconvenientes diarreas, toda la comida está bien hervida y se usan ingredientes sintéticos siempre que sea posible.

Pero lo mejor, sin duda, es la jaima. Es totalmente auténtica, excepto por el colchón y los cobertores y las lámparas de gas. Una chica francesa ha pedido un tipo de colchón especial para no maltratarse la espalda, y se lo han conseguido. Otra ha conseguido que la dejen dormir en la jaima con su chihuahua. Sí. Ha ido de vacaciones con su perro.

Los turistas queremos aventuras, pero tampoco tantas. Lo que nos gusta es el pelaje de la aventura, la imagen de una vida agitada de exploración y riesgos, pero sin los riesgos. No compramos una vida distinta de nuestra existencia segura y reposada, sólo la fantasía de escapar de ella. Eso sí, queremos la mejor fantasía que el dinero pueda comprar. Una señora se queja ante el guía de que el viento no la deja dormir y le exige que haga algo al respecto. Otra ha pedido un menú vegetariano (pero que no incluya ensaladas, claro). Yo miro bien si no hay bichos en la jaima, no vaya a ser que me pique alguno. Y así pasamos la noche, sintiéndonos realmente alejados de la civilización, prófugos de Occidente, tratando de olvidar que nuestro guía usa sin problemas su teléfono móvil.

Para cuando el sol sale, a la mañana siguiente, unos niños han llegado al campamento para vender artesanías y collares. Más adelante, se les unen unas mujeres. Su pueblo debe estar a menos de cinco minutos, pero eso también vamos a ignorarlo. De hecho, una señora –creo que holandesa- los considera parte del paisaje, como las palmeras o los dromedarios. Les toma fotos y le dice algo a su marido, que a mí me suena como “mira cariño, qué auténtico: una pobre. Perdone, señora pobre ¿puedo tomarle una foto?”.

A las nueve de la mañana, estamos de regreso en el albergue, listos para las duchas y la piscina, agotados de una vida intrépida y audaz.          

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20 de abril de 2006
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Debussy

Cuando a veces, como hoy, el día agita el hacha de guerra, la hora es cenicienta, las noticias manchan, y ataca definitivamente una atmósfera mefítica, lo mejor es calarse los cascos y escuchar una vez más Des pas sur la neige, breve estudio, cuatro minutos, pero un modelo inmejorable de cómo se debe caminar hacia la nada con tiempo emputecido.

Lo escucho por Dinorah Varsi, una uruguaya a quien seguí la pista hace años y que luego se eclipsó sin dar explicaciones. Dios sabe si vaga todavía por este mundo o tañe su teclado en mansiones más augustas. El disco lo encontré saldado por dos euros en una estación de tren suiza. Para mí, no tiene precio.

Con muy sombrío talante hay que interpretar estos pasos sobre la nieve. Avanzan lentos, aunque nunca tan despacio como yo querría. Me gusta la manera de Dinorah, tiene temple, es valiente, pero aún se apresura demasiado.

La versión más lenta que conozco es la de un pianista que lo grabó cuando estaba ya desprestigiado y sólo hacía bolos provinciales en Bolonia, en Cracovia, en Barcelona. Es cuando suelen estar mejor. Parecía agonizar en cada nota. Era exacto. Seguramente acababa los conciertos en compañía de una botella de ginebra y alguna televenta en su habitación de hotel.

Más despacio, más despacio, Dinorah, por el amor de Dios. En el otro mundo no hay que entrar atolondrado sino con la cabeza alta y sin darse humos, pero tampoco con humildad. Basta con escuchar esta música y tomarle el paso.

Aunque nunca he entendido que sean “sobre la nieve”. Estoy seguro de que en ese trance caminamos sobre las aguas.

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20 de abril de 2006
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El veneno y la medicina más poderosos

Nadie puede tomarse en serio eso de que los hombres somos de Marte y las mujeres de Venus. Pero es verdad que los hombres construimos el relato de nuestras vidas en torno a batallas y conquistas, en la ilusión de obtener gloria (o en su defecto, poder; y en el peor de los casos, oro), mientras que las mujeres son ciegas a semejantes espejismos; sus miradas, y por ende sus vidas, cortan siempre más cerca del hueso.

Durante mi viaje a Puerto Rico me compré el CD de un disco que todavía conservo en vinilo, y por lo tanto no oía desde hace mucho: Hejira, de Joni Mitchell. Por Dios, esa mujer. Víctima inescapable de mi género, siempre admiré a los artistas que se relacionan naturalmente con sus sentimientos, exponiéndose sin miedos al perfume elusivo del amor; debe ser por eso que la mayor parte de mis cantautores favoritos son mujeres, con Joni como suma sacerdotisa.

“Sólo somos partículas de cambio, lo sé, lo sé / Orbitando alrededor del sol. / ¿Pero cómo puedo conservar ese punto de vista / Cuando estoy siempre atada a alguien?,” dice en el tema que da título al disco. Joni no necesita más que un par de versos para enfrentarnos a la contradicción entre nuestra condición vital y las realidades a que nos somete un romance. Las experiencias dolorosas en la materia nos llevan a convertirnos en “un desertor de las guerras domésticas”, descreídos del valor de una relación estable, pero Joni sabe que tan sólo se puede desertar “hasta que el amor vuelva a chuparme y me regrese a su camino”. “Sabés que estoy contenta de estar sola / Y aun así, el más ligero roce de un extraño / Puede hacer que mis huesos tiemblen. / Ya lo sé, nadie va a enseñarme nada / Todos venimos y nos vamos como desconocidos / Cada uno tan profundo y tan superficial / Entre el fórceps y la lápida”.

En Hejira, Mitchell escribe y canta con el abandono de quien ya no teme sufrir por amor, porque lo ha asumido como inevitable. La metáfora del camino (el disco podría llamarse Joni On The Road, con consciencia del guiño a Kerouac) se resignifica al escapar de la metáfora convencional de la búsqueda del conocimiento, o del logro humano mensurable –otro espejismo masculino-, para abrazar la imposibilidad de la satisfacción emocional. En el camino nunca se llega a ninguna parte, tan sólo se pierde y se gana a diario, y de manera constante –como en el amor.

En un mundo que huye del dolor como de la peste, Mitchell lo abraza como un componente indisoluble de todo aquello que vale la pena de verdad. No busca el dolor, por cierto, pero sabe que vendrá y que una vez que venga lo trascenderá, incluso con una pizca de placer, como el que sentimos al contemplar nuestras cicatrices o cuando rascamos la costra de las heridas obtenidas a consecuencia de nuestra torpeza. Es necesario abrirse por completo al amor, estar tan disponible como aquel que camina por la ruta esperando aventón, y al mismo tiempo saber que más temprano que tarde volverá a dejarnos al borde de la autopista, preguntándonos si en verdad hemos avanzado algo. Esa disponibilidad es la que permite a Mitchell entregarse a un amor fugaz con alguien completamente opuesto, como el protagonista de Coyote, y a la vez conservar el humor al verlo “oler mi perfume en sus dedos / Mientras mira las piernas de las camareras”.

El amor es “un peligro repetitivo”; o bien “el veneno y la medicina más poderosos de todos”, un sentimiento que “va y viene / Como la atracción que la luna ejerce sobre las mareas”; en suma, una fuerza cósmica contra la que es inútil combatir, a la que más bien nos conviene adaptarnos para entender cuándo podemos ahogarnos y cuando conviene nadar. Egresado de una educación sentimental a la vez superficial (porque habilita el lazo sin obligarnos a la entrega verdadera) y represiva (porque concibe el compromiso como una condena), daría cualquier cosa por llegar a esa disponibilidad emocional que Mitchell siempre tiene, y nunca más que en Hejira. Ignoro si eso me convertiría en mejor artista, pero sin dudas haría de mí una persona mejor.

Pocos días atrás recordé una escena con mi madre, a quien en 1976 le mostré la tapa de Hejira, preguntándole si no le parecía hermosa. Ella creyó que yo le preguntaba si Joni era bella y me obligó a aclararle que no, que yo le estaba mostrando el arte de tapa, esa imagen de la Mitchell con boina negra y cigarrillo en la mano, atravesada por un camino interminable. Hoy ya no puedo decírselo a mi madre cara a cara; pero si pudiese, le diría que como en tantas otras cosas, la que tenía razón era ella y no yo.

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20 de abril de 2006
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El laberinto marroquí

Voy caminando por las calles de Marrakesh en busca del jardín Aguedal, un legendario parque almorávide. Según mi mapa, ya estoy cerca, a sólo dos o tres calles, cuando un chico viene hacia mí con resolución. Al principio sospecho que me va a asaltar, pero no lleva nada en las manos. Sólo me quiere hablar.

-¿Y usted a dónde va? -me pregunta.
-Al jardín Aguedal- le respondo, como si le importara.
-Por ahí no hay nada -dice.
-Perdone, pero según mi mapa...
-Su mapa está mal. Por ahí no hay nada, y además la calle está cerrada.
Imagino de inmediato de qué se trata. Me han advertido que en las calles de Marruecos la gente se te acerca para ofrecerse como guía turístico, y no te dejan en paz hasta que los contrates. Como llevo mi mapa, no necesito ningún guía, y se lo digo:
-Mire, gracias pero me las puedo arreglar solo.
-Como quiera, pero yo no voy a venderle nada. Sólo le digo que la calle está cerrada. Si quiere vuelva hasta la esquina y doble a la derecha. Verá el barrio judío. Pero por este camino no hay nada. Allá usted con lo que haga.
Y se va.
Lo ha dicho con tanta seguridad y naturalidad que sospecho que hay un error en mi mapa. Además, no me ha pedido nada. Ha sido una intervención desinteresada. Vuelvo sobre mis pasos y llego a la esquina que me ha señalado. Ahí se me acerca otro chico, de unos quince años.
-Hola.
-No quiero un guía -le digo, a la defensiva.
-Yo sólo lo estaba saludando. Pase al barrio judío, es bonito. Y relájese.
Me siento como un idiota.
-Perdona, chico, no quería ser mal educado.
-No hay problema, imagino que está cansado del acoso de los guías. Es normal. Yo sólo lo estaba saludando.
Le agradezco su comprensión y subo las escaleras que llevan al barrio. Pero la imagen que me espera es desoladora. El barrio judío es un caos de callejuelas de mala pinta y murallas sin ventanas. En algunas esquinas venden hachís. En otra hay un mendigo tirado en el suelo. Ni siquiera sé hacia dónde ir, o si es peligroso. Es tan enrededado que ni siquiera el dibujo de mi mapa desentraña sus recovecos y sus esquinas. No duro ni cinco minutos antes de salir y volverme a encontrar con el chico, que se ríe de mí.
-Fue una visita rápida.
No sé qué decir.
-Ya, es que...
-Si quiere yo lo paseo un poco. No le cobraré nada. Es sólo para practicar el idioma.   
-¿En serio? Bueno, gracias.

El chico se llama Karim y conoce todos los rincones del laberíntico barrio. Con él, el amenazador entresijo de callejuelas se convierte en un fascinante espectáculo. Me maravillo ante las tiendas de brujería, donde se venden pieles de rata y de serpiente. Me interno en las herboristerías más recónditas, entre aromas de especias y jabones de rosa. Karim me muestra un garito en que los hombres juegan billar y apuestan a carreras de carros de caballos. Me señala las estrellas de David grabadas en las puertas, y por supuesto, la hermosa sinagoga, un edificio de azulejos medio oculto en el corazón del vecindario. Es un guía soberbio, y en efecto, no me ha cobrado nada ni sugerido ningún intercambio. Cerca del final de mi visita, yo mismo estoy convencido de pagarle su tiempo con una propina tan generosa como sea posible. A la hora del almuerzo, ya de regreso en la puerta del barrio, me comenta:
-Y cuando vuelva, no deje de visitar el edificio de la cooperativa. Es el más hermoso y antiguo.

-¿El de la qué?
-Tiene un patio muy antiguo rodeado de columnas, y el techo se levanta. A mí siempre me ha gustado.
El edificio me maravilla de sólo oír la descripción. Miro el reloj. Aún quedan unos minutos antes de la una. Pienso que quizá a Karim no le moleste enseñarme una atracción más. Me digo mentalmente que, si lo hace, le doblaré la propina.
-Enséñamelo -le digo.
No me lo ofrece él.
Se lo pido yo.

Una vez más, atravesamos lúgubres callejones y muros impenetrables, hasta llegar a un edificio blanco. Es verdad que es hermoso en su interior, pero sólo caigo en la cuenta de la trampa cuando veo que sus muros están forrados de alfombras. "La cooperativa" es una tienda. El dueño se acerca y me ofrece un té y una sonrisa. Se está fresco ahí, y el hombre es muy amable. Tardo en reaccionar y acepto ambas cosas. En el instante en que me siento, Karim anuncia que tiene que irse a hacer sus oraciones, que vuelve en un minuto. La encerrona ha funcionado.

Durante la siguiente hora, el dueño desenrolla ante mí decenas, casi centenares de alfombras, tapices y cobertores. Me doy cuenta de que no puedo irme, porque sin Karim, no llegaría ni a la esquina. De hecho, en este barrio ni siquiera hay esquinas. Las calles son paralelas de sí mismas. Finjo interés, pero busco la ocasión de huir. Le digo al hombre que no puedo comprarle una alfombra porque no tengo cómo llevarla. Él ofrece llevarla a mi hotel, y a mí con ella. Le explico que de momento no tengo dinero. Él me dice que puedo reservarla o pagarla con una tarjeta, acepta euros y dólares. Le digo que no tengo dinero en ningún caso. Me pide que haga una oferta. Me niego a hacerla. La hace él. Ante mis ojos, las alfombras de 350 euros se reducen a 125 si me llevo dos. Parece imposible resistirse al embrujo de este hombre, pero lo consigo. Como si rompiese el hechizo, en el preciso momento en que le digo que no puedo comprarle nada, Karim aparece en la puerta, listo para devolverme al mundo exterior.

El vendedor de alfombras es tío de Karim, y el primer chico de la historia, el que me disuadió de mi destino inicial, es su primo. El pequeño comercio en Marruecos funciona por redes familiares. Y son como telarañas. Al final, sin importar lo que hagas para soltarte, sólo conseguirás enredarte más. Marrakesh es una ciudad muy segura. Nadie te roba ni te asalta. En todo el viaje, nadie me ha advertido que tenga cuidado, y no puedo decir lo mismo de Miami o Nueva York. En esta ciudad, la gente está tan segura de que te venderá algo que no se plantea robarte. En los zocos puedes comprar gallinas, lagartos, dentaduras postizas, joyas, camisetas del Barça, turrones, lámparas de aceite, agua de azahar. Tú nómbralo, ellos lo tienen. Y no te dejarán ir sin llevarte uno. O dos.

Estoy agotado cuando llego a la calle. Karim me ofrece llevarme a un buen lugar para comer. En efecto, el restaurante que escoge es bonito. Me siento. Me relajo. Trato de descansar y olvidar el episodio de las alfombras.  Miro la carta.

Los menús que ofrece el restaurante cuestan entre cuarenta y cincuenta euros: mi presupuesto para comer toda la semana. Me levanto y me voy. Cuando voy a llegar a la puerta, el camarero me pregunta qué pasa. Le explico que el lugar me parece demasiado caro. Él me dice:

-Ha habido un lamentable error. Le han llevado a usted la carta de cenas. Le mostraré la de almuerzos. Por favor, no se vaya ¿qué quiere beber?

Casi sin darme cuenta, me ha ido llevando de vuelta a la mesa, me ha sentado y me ha puesto una servilleta entre las piernas. También me ha obligado a pedir algo de beber. Cuando se va a traer la botella, miro la nueva carta. Los platos cuestan entre 25 y 35 euros. También son carísimos, pero ya no me importa. Si no consumo algo, sé que nunca conseguiré salir de ahí.

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19 de abril de 2006
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