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El laberinto marroquí

Por 19 de abril de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Voy caminando por las calles de Marrakesh en busca del jardín Aguedal, un legendario parque almorávide. Según mi mapa, ya estoy cerca, a sólo dos o tres calles, cuando un chico viene hacia mí con resolución. Al principio sospecho que me va a asaltar, pero no lleva nada en las manos. Sólo me quiere hablar.

-¿Y usted a dónde va? -me pregunta.
-Al jardín Aguedal- le respondo, como si le importara.
-Por ahí no hay nada -dice.
-Perdone, pero según mi mapa…
-Su mapa está mal. Por ahí no hay nada, y además la calle está cerrada.
Imagino de inmediato de qué se trata. Me han advertido que en las calles de Marruecos la gente se te acerca para ofrecerse como guía turístico, y no te dejan en paz hasta que los contrates. Como llevo mi mapa, no necesito ningún guía, y se lo digo:
-Mire, gracias pero me las puedo arreglar solo.
-Como quiera, pero yo no voy a venderle nada. Sólo le digo que la calle está cerrada. Si quiere vuelva hasta la esquina y doble a la derecha. Verá el barrio judío. Pero por este camino no hay nada. Allá usted con lo que haga.
Y se va.
Lo ha dicho con tanta seguridad y naturalidad que sospecho que hay un error en mi mapa. Además, no me ha pedido nada. Ha sido una intervención desinteresada. Vuelvo sobre mis pasos y llego a la esquina que me ha señalado. Ahí se me acerca otro chico, de unos quince años.
-Hola.
-No quiero un guía -le digo, a la defensiva.
-Yo sólo lo estaba saludando. Pase al barrio judío, es bonito. Y relájese.
Me siento como un idiota.
-Perdona, chico, no quería ser mal educado.
-No hay problema, imagino que está cansado del acoso de los guías. Es normal. Yo sólo lo estaba saludando.
Le agradezco su comprensión y subo las escaleras que llevan al barrio. Pero la imagen que me espera es desoladora. El barrio judío es un caos de callejuelas de mala pinta y murallas sin ventanas. En algunas esquinas venden hachís. En otra hay un mendigo tirado en el suelo. Ni siquiera sé hacia dónde ir, o si es peligroso. Es tan enrededado que ni siquiera el dibujo de mi mapa desentraña sus recovecos y sus esquinas. No duro ni cinco minutos antes de salir y volverme a encontrar con el chico, que se ríe de mí.
-Fue una visita rápida.
No sé qué decir.
-Ya, es que…
-Si quiere yo lo paseo un poco. No le cobraré nada. Es sólo para practicar el idioma.   
-¿En serio? Bueno, gracias.

El chico se llama Karim y conoce todos los rincones del laberíntico barrio. Con él, el amenazador entresijo de callejuelas se convierte en un fascinante espectáculo. Me maravillo ante las tiendas de brujería, donde se venden pieles de rata y de serpiente. Me interno en las herboristerías más recónditas, entre aromas de especias y jabones de rosa. Karim me muestra un garito en que los hombres juegan billar y apuestan a carreras de carros de caballos. Me señala las estrellas de David grabadas en las puertas, y por supuesto, la hermosa sinagoga, un edificio de azulejos medio oculto en el corazón del vecindario. Es un guía soberbio, y en efecto, no me ha cobrado nada ni sugerido ningún intercambio. Cerca del final de mi visita, yo mismo estoy convencido de pagarle su tiempo con una propina tan generosa como sea posible. A la hora del almuerzo, ya de regreso en la puerta del barrio, me comenta:
-Y cuando vuelva, no deje de visitar el edificio de la cooperativa. Es el más hermoso y antiguo.

-¿El de la qué?
-Tiene un patio muy antiguo rodeado de columnas, y el techo se levanta. A mí siempre me ha gustado.
El edificio me maravilla de sólo oír la descripción. Miro el reloj. Aún quedan unos minutos antes de la una. Pienso que quizá a Karim no le moleste enseñarme una atracción más. Me digo mentalmente que, si lo hace, le doblaré la propina.
-Enséñamelo -le digo.
No me lo ofrece él.
Se lo pido yo.

Una vez más, atravesamos lúgubres callejones y muros impenetrables, hasta llegar a un edificio blanco. Es verdad que es hermoso en su interior, pero sólo caigo en la cuenta de la trampa cuando veo que sus muros están forrados de alfombras. "La cooperativa" es una tienda. El dueño se acerca y me ofrece un té y una sonrisa. Se está fresco ahí, y el hombre es muy amable. Tardo en reaccionar y acepto ambas cosas. En el instante en que me siento, Karim anuncia que tiene que irse a hacer sus oraciones, que vuelve en un minuto. La encerrona ha funcionado.

Durante la siguiente hora, el dueño desenrolla ante mí decenas, casi centenares de alfombras, tapices y cobertores. Me doy cuenta de que no puedo irme, porque sin Karim, no llegaría ni a la esquina. De hecho, en este barrio ni siquiera hay esquinas. Las calles son paralelas de sí mismas. Finjo interés, pero busco la ocasión de huir. Le digo al hombre que no puedo comprarle una alfombra porque no tengo cómo llevarla. Él ofrece llevarla a mi hotel, y a mí con ella. Le explico que de momento no tengo dinero. Él me dice que puedo reservarla o pagarla con una tarjeta, acepta euros y dólares. Le digo que no tengo dinero en ningún caso. Me pide que haga una oferta. Me niego a hacerla. La hace él. Ante mis ojos, las alfombras de 350 euros se reducen a 125 si me llevo dos. Parece imposible resistirse al embrujo de este hombre, pero lo consigo. Como si rompiese el hechizo, en el preciso momento en que le digo que no puedo comprarle nada, Karim aparece en la puerta, listo para devolverme al mundo exterior.

El vendedor de alfombras es tío de Karim, y el primer chico de la historia, el que me disuadió de mi destino inicial, es su primo. El pequeño comercio en Marruecos funciona por redes familiares. Y son como telarañas. Al final, sin importar lo que hagas para soltarte, sólo conseguirás enredarte más. Marrakesh es una ciudad muy segura. Nadie te roba ni te asalta. En todo el viaje, nadie me ha advertido que tenga cuidado, y no puedo decir lo mismo de Miami o Nueva York. En esta ciudad, la gente está tan segura de que te venderá algo que no se plantea robarte. En los zocos puedes comprar gallinas, lagartos, dentaduras postizas, joyas, camisetas del Barça, turrones, lámparas de aceite, agua de azahar. Tú nómbralo, ellos lo tienen. Y no te dejarán ir sin llevarte uno. O dos.

Estoy agotado cuando llego a la calle. Karim me ofrece llevarme a un buen lugar para comer. En efecto, el restaurante que escoge es bonito. Me siento. Me relajo. Trato de descansar y olvidar el episodio de las alfombras.  Miro la carta.

Los menús que ofrece el restaurante cuestan entre cuarenta y cincuenta euros: mi presupuesto para comer toda la semana. Me levanto y me voy. Cuando voy a llegar a la puerta, el camarero me pregunta qué pasa. Le explico que el lugar me parece demasiado caro. Él me dice:

-Ha habido un lamentable error. Le han llevado a usted la carta de cenas. Le mostraré la de almuerzos. Por favor, no se vaya ¿qué quiere beber?

Casi sin darme cuenta, me ha ido llevando de vuelta a la mesa, me ha sentado y me ha puesto una servilleta entre las piernas. También me ha obligado a pedir algo de beber. Cuando se va a traer la botella, miro la nueva carta. Los platos cuestan entre 25 y 35 euros. También son carísimos, pero ya no me importa. Si no consumo algo, sé que nunca conseguiré salir de ahí.

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