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FRANCIA/ESPAÑA

Hay unas frases excelentes en el pequeño libro titulado Javier Marías que publica Elide Pitarello en RqueR editorial. Son frases que salen al novelista a lo largo de una entrevista: “…a lo mejor estaría bien que existiera, pero no es muy importante que exista o no exista”, “No digo que se haga, pero se puede hacer”. Marías cuenta un mundo abierto, donde las opciones quedan abiertas para hablar en términos de estrategia. Lo que me preocupa es que más allá de su arte, cuando habla de la transición como “la España que pudo ser” propone la misma alternativa en un territorio escalofriante. “… la guerra civil, dice, en ciertos términos está lejana, pero en ciertos términos también está cercana”.

Cuando nota “la demonización del que no piensa igual”, Marías recuerda que hay algo desproporcionado, inquietante en la polarización de la vida política en España. Bandos enemigos no consiguen hablar tal como deberían hacerlo en un país que espera todavía su salida del terrorismo. Viniendo desde afuera es una tendencia que se nota enseguida: el universo político-mediático pinta dos visiones de España que no son tan distintas en realidad. Escribo esto en Francia, en las horas en que nos enteramos de que el actual primer ministro, actuando bajo órdenes del Presidente de la República, intentó dañar al ministro del interior con una grosera manipulación. Es lo que dijo el responsable de la contra-inteligencia a un juez. El primer ministro lo desmiente todo, claro, pero con aquella “ménage à trois”, como dicen los ingleses ( para decirlo con apellidos: Villepin intentó comprometer a Sarkozy bajo órdenes de Chirac), Francia nos ofrece otra visión, tan sucia como la española, de la polarización de la vida política.

¿Es mejor insultar a cara descubierta, y a veces hasta el ridículo, como el PP lo hace al PSOE en España o utilizar la vía de las manipulaciones y de la manipulación de los servicios secretos como lo vemos en Francia? Villepin me hace pensar en lo que Margot Asquith decía de Lloyd George en Inglaterra: “No podía ver un cinturón sin golpear por debajo de él”. Pero Villepin es un ser muy representativo de lo que es la manera francesa de acercarse de manera civilizada a una guerra.

Lo podemos resumir: España, enfrentamientos reales y abiertos; Francia, teatro socio-político y golpes mortales entre bastidores. Es por eso que cuando pasa algo en Francia hay un gran peligro que se nos escapa. No hice caso a la especie de elogio que la revista americana Time da esta semana a la manera francesa de no reformarse o de reformarse con suma lentitud. Pero hoy leo otro artículo que me deja desconcertado. William Plaff, un gran conocedor de Francia, afirma en The New York Review of Books que las manifestaciones de los jóvenes en Francia en contra del contrato de primera contratación, que provocaron la derrota total del gobierno, anuncian “una amplia resistencia popular en Europa” a la nueva ubicación de los asalariados en la organización del trabajo. No lo creo para nada, pero tampoco creía que Villepin y Chirac movilizaban a los servicios secretos en contra de Sarkozy. Cuando la obra tiene lugar entre los bastidores, somos malos espectadores.

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3 de mayo de 2006
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El falangista

La semana pasada estuve en Sevilla promocionando mi novela. Y recordé la presentación de mi libro en esa ciudad. Fue una de las ocasiones más espeluznantes de mi vida.

De entrada, casi había más gente en la mesa de presentadores que en el público. De los nueve asistentes, tres eran amigos míos, tres trabajaban para la editorial y sólo tres eran espontáneos, todos ellos claramente jubilados con ganas de matar el tiempo. Los presentadores eran mis amigos Edmundo Paz Soldán y Fernando Iwasaki.

Hablamos un rato de la novela y de literatura latinoamericana. Lo habitual. Al final, invitamos a los pocos participantes a formular cualquier comentario o pregunta. El silencio fue sepulcral. En esos momentos, uno se pregunta si no ha estado hablando con la pared. Súbitamente, uno de los espontáneos levantó la mano, y pensé que al menos podríamos conversar con algunos lectores y que eso siempre vale la pena. No sabía lo que comenzaba.

-¿Por qué habláis de América Latina? -preguntó el caballero con una mirada suspicaz.
-Porque somos de América Latina -respondí.
-No -dijo él contundente-. Sois de Hispanoamérica. Decir "América Latina" es darle armas al enemigo.

Pensé que bromeaba, pero no se estaba riendo. Traté de responder algo coherente:

-Bueno, es que Brasil, por ejemplo, no es hispano.
-Brasil debería ser parte de Portugal y Portugal debería ser parte de España. Brasil es hispano.

En ese momento, me fijé mejor ejn la insignia que llevaba el caballero en la solapa. Reconocí las flechas desplegadas an abanico. Era un miembro de la Falange, el histórico partido fascista español. Edmundo no entendía nada. Fernando -que es un excelente dilpomático- trataba de explicarle al hombre que no decíamos "América Latina" con mala intención. Y yo me aterrorizaba, imaginando que tendría a un pelotón de skin heads para matarnos a todos.

En ese momento, otra de las espontáneas levantó la mano para participar. Le dimos la palabra, convencidos de que al fin hablaría alguien con un mínimo de sensatez. La señora dijo:

-¿Y las Vascongadas? ¿Por qué les dicen Euskadi si son las Vascongadas de toda la vida?
-¡Porque son tontos! -dijo el falangista- ¡Porque quieren acabar con este país!

Quise implorar con la mirada la intervención del otro espontáneo, pero estaba dormido. Traté de recordar que mi novela era una historia intimista sobre una familia y su vida sexual, pero era imposible. España se desgarraba ante mis ojos.

Fue un alivio cuando Fernando declaró la sesión clausurada. Pasamos a una terraza, donde la librería nos ofrecía una copita de cava para celebrar con los amigos. Para mi sorpresa, el falangista pasó con nosotros. Lo primero que hizo fue servirse un cava. Lo segundo, acercarse a mí:

-He notado que cuando hablé del enemigo se rió usted- me dijo con el ceño fruncidísimo, casi torcido.
-Perdone, es que no entendí ¿el enemigo de quién?
-Francia, Inglaterra, los enemigos de siempre del reino de España, hombre...
-Ya, claro -yo me orinaba en los pantalones, no quería enojarlo-. Es que pensé que estaban juntos en la Comunidad Europea.
-La Comunidad es su última trampa para acabar con nosotros.
-Vale. ¿Y entonces qué piensa usted de los inmigrantes?
-Fuera todos. Los negros, los moros. Están desangrando a España.
-Ya. bueno, quizá no lo ha notado, pero yo soy un inmigrante.

Me miró de arriba abajo.

-Bueno, un par de intelectuales blancos tampoco son un problema.
-Comprendo -le dije temblando-, y dígame ¿Qué pasa con mi amigo Fernandito Iwasaki? Él es japonés.
-Japón es una raza superior. Estaban con Alemania en la guerra.
   
En ese momento, pasó por ahí mi amigo David, que es de Soria y tiene un arete en la nariz. Yo casi lo arrastré con el falangista y luego escapé de la conversación. A mis espaldas, lo último que escuché fue que David decía fue:

-Pues yo creo que deberíamos tener de todo. Debería haber españoles chinos y españoles árabes y españoles negros...
-No me extraña nada con el pingajo ése que te cuelga de la nariz.

Pasé todo el resto de la promoción con miedo en el cuerpo. Imaginaba que ese hombre quizá habría golpeado a extranjeros o amedrentado a compatriotas. Lo veía surgiendo de alguna esquina para flagerlarme. Durante esta visita a Sevilla, en algún tiempo muerto, le conté la historia a la chica de la editorial. Ella respondió:

-¡Lo recuerdo! El falangista. Pobre. Es un jubilado que se aburre. Solía colarse en todas las presentaciones literarias para tomar un cava después.
-¿Y ya no va?
-Es que fuma mucho. Desde que está prohibido fumar, no lo hemos vuelto a ver.   

Me alegro.

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3 de mayo de 2006
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Cumplir con la obligación

Había que ir. No se podía uno escapar. Lo intenté un día, pero la cola daba cinco vueltas a la pirámide. Lo intenté una semana más tarde y llegué hasta la entada, pero para ver algo había que llevar periscopio: las masas se cerraban como bivalvos ante cada pintura. Por fin, esta mañana cumplí con mi obligación. Ya he visto la gran exposición que el Louvre dedica a Ingres. Menudo palo.

Ingres pintó toda su vida lo mismo. Escenas con griegos famosos (Edipo, Zeus, Aquiles), escenas con personajes famosos (Napoleón, Enrique IV, el Duque de Orleans), escenas con personajes desconocidos (el señor Bertin, la señora Leblanc, el señor Thévenin), escenas católicas (la Virgen, la Virgen, la Virgen), y señoras desnudas (odaliscas, bañistas, chicas del harén).

Todo lo pintó igual, fuera una señora en cueros o la Virgen de los Desamparados, un banquero o un ama de casa envuelta en fina hopalanda. En este sentido, fue ecuánime.

Quiso superar a Rafael sin conseguirlo, un propósito caprichoso donde los haya. Mientras tanto, Manet superaba a Rafael y a Ingres juntos, pintando muchísimo peor que ambos. Y es que el arte ya no iba por donde Ingres creía, sino por el lado salvaje, the wild side.

En una gran exposición como la que ahora comento con desvergüenza, uno se hace una idea bastante exacta de lo peor de un pintor. En el caso de Ingres creo haber dado con el punto. Y es que cuando pinta estampas católicas parece un pornógrafo desaforado, pero cuando pinta señoras en cueros parece un santo varón de exigua fauna y flora carnal.

A sus vírgenes de boca sensual y pecho tembloroso da un poco de vergüenza mirarlas a los ojos, pero las castísimas odaliscas y bañistas y harenistas, si oso añadir un neologismo a la ya muy cargada lengua española, podrían colgar de los muros del dormitorio de Monseñor Escrivá de Balaguer que Dios tenga en su gloria.

Lo mismo sucede con sus feroces guerreros, su Aquiles, su Napoleón, su Agamenon, que parecen muñecas de porcelana, son delicadísimos de miembro, quebraditos de cadera y finos de tobillo. En tanto que a sus damas burguesas de hacia 1830 sólo les falta el bigote para poder entrar en Las Cortes al grito de Todo el Mundo al Suelo.

Estas sorpresas tan desagradables, este dadaísmo avant la lettre, este gusto por desconcertar al pobre aficionado, me parece de muy mala entraña. De modo que lo execro.

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3 de mayo de 2006
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Amor a la musulmana

Durante un tiempo salí con una chica marroquí. No pueden imaginarse lo difícil que fue acostarme con ella. Se resistía con todas sus fuerzas. Hasta ahora, yo lo atribuía a que las mujeres musulmanas eran tan reprimidas como las católicas, pero el viaje a Marrakesh me ha hecho comprender las cosas con más profundidad.

La capital turística de Marruecos tampoco se desnuda fácilmente. Sus estrechos callejones están llenos de pasadizos secretos y bordeados por muros altos e inescrutables. Las pequeñas ventanas no parecen diseñadas para mostrar sino para ocultar a sus habitantes, que además viven aislados del exterior por las gruesas paredes que los protegen el calor. Marrakesh te exige desvelarla paso a paso. Sin embargo, esa vocación por el misterio no tiene un talante severo o represivo como el de los monasterios. Por el contrario, forma parte de la seducción.

Mi musulmana –la llamaremos Fátima- solía quejarse de los hombres occidentales. Decía que sólo querían acostarse con ella, y que les resultaba demasiado fácil follar y demasiado difícil escuchar. Que ni siquiera se tomaban el trabajo de fingir algún interés por ella más allá de lo estrictamente cárnico. Tardé en comprender que no se resistía al sexo para llegar virgen al matrimonio, sino porque consideraba que hacerlo con una persona querida era una experiencia más plena, y la única que valía la pena.

Por eso, cuando conseguí vencer sus resistencias, el cambio fue sorprendente. Ella celebraba el sexo como un ritual. Cada noche que llegábamos a su casa, se bañaba. Recuerdo especialmente su obsesión por lavarse los pies. Cuando venía ella a mi casa, se vestía y pintaba como si fuese a una cena de gala. Incluso me regalaba a mí ropa interior, desodorantes y colonias. Necesitaba que cada acto sexual fuese decorado y celebrado, como una misa de domingo.

Yo consideraba todas esas abluciones simpáticas pero exageradas, y a menudo, francamente engorrosas. Pero conocer Marrakesh también le dio un sentido a eso. En el sur marroquí aún se ven muchas mujeres con velo, y se mantiene la cultura patriarcal machista, pero eso no necesariamente conlleva el grado de austera misoginia habitual en la tradición cristiana. Por el contrario, los mercados marroquíes están llenos de esencias y perfumes. Los jabones de jazmín y aceites para masajes son productos cotidianos. Hay un valle entero dedicado al cultivo de rosas, y una ciudad –Kelaa M’Gouna- que vive de los productos de tocador con el aroma de esa flor. Es costumbre regar de pétalos las mesas y las camas. Los marroquíes no le hacen ascos a la sensualidad ni al placer de los sentidos. Más bien, han desarrollado ambas cosas con delicadeza y talento. 

Creo que se debe precisamente a que aún creen en la trascendencia. Fátima puede parecer ingenua por la importancia que le daba a los detalles. Pero ahora entiendo que para ella las cosas tenían un sentido trascendental. El sexo era símbolo de algo más. En mi cultura de consumo, eso era inconcebible. En general, nos interesa de la gente sólo lo que se puede tocar, y ni siquiera estamos dispuestos a invertir demasiado para conseguirlo. Total, tenemos al alcance de la mano todas las sensaciones enlatadas: si queremos reírnos encendemos la tele, si queremos euforia tenemos cocaína, y el sexo siempre se puede conseguir más barato. La felicidad ya no es necesaria, porque podemos comprar una amplia gama de productos mejores.

Por esa época, yo acababa de separarme y no quería tener una relación estable. Ella decía lo mismo, pero no sabía cómo hacerlo. A sus ojos, salir juntos inevitablemente imponía compromisos que yo no reconocía, y la contradicción entre las palabras y los hechos era una constante fuente de discusiones. Dejamos de salir hace casi dos años, y nunca la he visto desde entonces.   
                
A veces me pregunto si realmente somos tan avanzados como creemos, o si sólo hemos achatado nuestras expectativas al nivel de un McDonalds espiritual. Para ser feliz, Fátima necesitaba cosas que a mí no me hacían falta. Era más exigente que yo con la vida. Pero no tengo claro si eso es bueno o malo.

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28 de abril de 2006
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Al maestro con cariño

Nadie sabe por qué la cabeza y el corazón funcionan como funcionan. A esta altura de la semana, resulta evidente que el tema de la paternidad y de los maestros me está rondando como una obsesión: empecé con Tomás Eloy Martínez, seguí con la vida concebida como obra, me metí con Wenders… Anoche, cuando vi por TV que el Senado argentino había homenajeado a Roberto Fontanarrosa con una mención de honor, comprendí en simultáneo que quería hablar del querido Negro y que su irrupción cuadraba perfectamente con mi obsesión. Sigo sin entender los porqués de la recurrencia, pero no puedo más que rendirme a sus voces.

Siento la más profunda de las admiraciones por Roberto Fontanarrosa. Sigo su obra como humorista gráfico desde hace décadas: yo creo que el Negro es un genio cómico, y lo digo convencido de no exagerar. Si hubiese nacido en los Estados Unidos, su popularidad sería tan grande como la obtenida por el Schulz de Peanuts o el Bill Watterson de Calvin & Hobbes. Pero Fontanarrosa es argentino, o para ser más preciso, rosarino. Gracias a Dios, porque si no lo fuese nuestra vida sudaca sería infinitamente más pobre. ¿Qué clase de vida sería una vida sin Inodoro Pereyra?

La primer tira de Inodoro apareció en la revista cordobesa Hortensia. En aquel entonces el gaucho Inodoro era bastante más apuesto: tenía un cierto aire de figura romántica que dista del físico enclenque que hoy luce, y su nariz era casi inexistente –una nariz que ahora es su rasgo más saliente, por así decir. (Imagino que debido a la conexión con Les Luthiers, otros genios con quienes supo colaborar, se me ocurre que el Inodoro inicial se parecía a Daniel Rabinovich con vincha y peluca.) Pero ya en ese arranque tenía clara su vocación. Tal como ocurre en Martín Fierro, nuestra épica gauchesca por antonomasia, Inodoro se enfrenta a unos soldados y recibe a último momento la ayuda de un uniformado que se cambia de bando, inspirado por su coraje. Después de vencer a la partida, el soldado lo invita a huir rumbo a las tolderías (como también ocurre en Martín Fierro), dando pie a esta respuesta de Inodoro: “¿Sabe lo que pasa? Que esto ya me parece que lo leí en otra parte y yo quiero ser original”.

Desde entonces Inodoro y Fontanarrosa fueron fieles a ese deseo. El Negro dijo durante el homenaje del Senado que su única intención es la de hacer reír, pero cuando yo leo Inodoro, Boogie el Aceitoso o cualquiera de sus chistes publicados por Clarín (admito no conocer la obra literaria de Fontanarrosa, porque me encanta saber que me queda tanto Fontanarrosa por descubrir), me río, sí, pero me ocurre algo más: la inspiración que un lector sólo siente en presencia del verdadero talento creador. Ahora que sé que está enfermo, deseo con toda mi alma que la vida sea gentil con aquel que derramó tanta luz entre nosotros (me tienta pensar que debe sentirse “mal pero acostumbráu”, como suele decir Inodoro), para pedirle que nos depare Fontanarrosa para rato.

Cuando decidí que iba a escribir este texto busqué en mi biblioteca la compilación Veinte años con Inodoro Pereyra, y descubrí –no lo recordaba- que mi ejemplar estaba autografiado por el Negro. Escueto como los grandes de verdad, sólo puso Para Marcelo, fontanarrosa (Marcelo con mayúscula, su apellido con minúscula) y después el broche de oro: un dibujito de Mendieta, el perro que acompaña a Inodoro en las malas y en las malas. (Porque las buenas no llegan nunca.)   

Ese libro es un tesoro para mí.

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28 de abril de 2006
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Con permiso

Es uno de los mayores misterios, pero pasa inadvertido: nuestros gobiernos admiten unas muertes pero rechazan otras. O lo que es igual, dividen las muertes en honestas y pecaminosas. Luego distribuyen los fondos según mueras bien o mal. Las razones son siempre disparatadas, pero de aspecto razonable.

Así, por ejemplo, está permitido matarse con el coche. Los miles de muertos que adornan con sus huesos las carreteras, sólo consiguen de vez en cuando una campañita publicitaria que engrasa algún bolsillo desvalido. Las autoridades bostezan.

En cambio está totalmente prohibido matarse a cigarros. Si quieres hacerlo, tendrá que ser en tu casa, como si te inyectaras heroína. Hay cursillos para dejarlo, ayudas médicas, psiquiatras de acompañamiento, enfermeras a domicilio, premios, tómbolas, ferias, circos. Es una muerte muy mal vista por las autoridades.

Y lo mismo sucede con las grandes cifras. Ayer decía el diario que la malaria mata cada año a un millón de personas, “la mayoría niños menores de cinco años”. Es una cifra considerable, incluso sin el añadido piadoso. Sin embargo, no sólo es una muerte aceptada y bendecida sino que además el Banco Mundial se embolsa parte del dinero destinado a las ayudas hospitalarias porque le parece un despilfarro.

Durante el almuerzo, un experto de la Organización Mundial de la Salud, Jorge Alvar, me informaba ayer sobre otra muerte consentida, la que produce una enfermedad conocida como leishmaniasis, la cual mata dos millones de personas al año y produce una agonía espantosa. En España hay ciento cincuenta casos anuales.

Como sólo afecta a los pobres, ya que mata a quienes tienen un sistema inmunológico raquítico, y como no la ha adoptado ningún cantante rapado, modelo de corsetería o deportista de purpurina para hacerse publicidad, no llama la atención de los medios de comunicación. Son ellos los que deciden qué enfermedades son chulas y cuáles no, de cuáles hay que sacar foto y cuáles aburren a la clientela. En consecuencia, ellos deciden las muertes que el estado luego permite o prohíbe.

Sin embargo, no lo deciden en conciliábulo y con sulfúrica malignidad, por ejemplo eligiendo aquellas muertes que afecten sólo a los parias del mundo, ni siquiera es eso, sino la dejadez, la chapuza, que ni se enteran, que les importa un pito, que hoy hay partido, que el ministro del ramo no sabe escribir ese nombre tan raro, y otras cosas semejantes.

Las razones de la muerte siempre son de este calado. Totalmente idiotas.

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28 de abril de 2006
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CRÍTICA LITERARIA

Existe en el sitio del Opus Dei una página dedicada al Código Da Vinci. Visitarla es necesario si uno cree en la crítica literaria, aun más si uno se complace en el espectáculo de una institución religiosa que se dedica por esencia a cuidar una fe, que pelea contra una novela, una obra que propone una historia simulada. Es el combate titánico de la creencia contra la imaginación en un medio virtual. ¡Dios mío!

Lo que más impresiona es lo pesado en la rectificación del orden religioso. Si hablamos de la posibilidad de las segundas nupcias de José, por ejemplo, (lo que corresponde a la pregunta espantosa, cercana a la idea del divorcio, ¿Estuvo casado San José por segunda vez?) la respuesta del Opus viene de manera floja, citando al final la traducción al español de un libro de monseñor Danielou, cardenal francés famoso por su muerte en un éxtasis no religioso sino más bien con una profesional del amor carnal. A la pregunta básica ¿Estaba Jesús soltero, casado o viudo? se contesta con el apoyo de un libro catalán y de un libro alemán que provocan más espanto que confirmación. Cuando hablamos del estado civil del hombre en que se basa el negocio de la Iglesia, no hay un documento oficial promulgado en Roma que exprese de manera clara lo que son los hechos según los responsables del catolicismo romano. ¿Dónde está la doctrina?

Como agnóstico no me corresponde valorar el trabajo de profesionales de la religión, pero como lector me parece espantoso denunciar una novela sin valorarla. O por lo menos hacer una valoración de sus cualidades. En el caso de la obra de Dan Brown –con su pésima escritura y su utilización triste de las viejas recetas del thriller– habría sido muy útil explicar que cuando un autor tiene al hijo de Dios como recurso puede hacer más, mucho más que la novela que sigue presente en las listas de los libros más vendidos. Al no comportarse como debía; es decir, al no dar a una novela el tratamiento que merece una novela, el Opus se pone al mismo nivel que Dan Brown. Cada bando tiene su versión y, por el momento, es la de Brown la que más se difunde.

Una gran novela es una que provoca la creencia de sus lectores en la historia contada. La única manera de destrozar la historia es debilitar a la novela, poner al desnudo sus fallos y sus límites  El Opus hace todo lo contrario. Actúa como si, en el momento de denunciar la promoción del adulterio en El amante de Lady Chatterley se decida a la denuncia de los errores del autor en la descripción de las técnicas utilizadas en las granjas inglesas para el cultivo del grano. Como siempre, la mala crítica literaria provoca las críticas al crítico. Tengo dos críticas. La primera tiene que ver con la tecnología; es decir: es una historia de código, sí como no. Me explico: el Opus plantea todas sus preguntas en una página que utiliza el código HTML, y cada respuesta viene en PDF. Esto quiere decir que uno puede seleccionar, copiar y pegar parte o todo el texto de las preguntas, pero que cada respuesta es intocable. Se toma todo o nada, lo que es, claro, una actitud cerrada, contraria a la dimensión abierta de la red. Esto alimenta sospechas: el Opus ve cada respuesta como un monolito.

La segunda crítica tiene que ver con los muy malos argumentos del Opus cuando se refiere a la literatura. Hace poco, con la publicación en Estados Unidos del texto del Evangelio de Judas, escrito en el siglo uno y recopilado en un códice del siglo tres, hemos visto lo que puede la crítica literaria. Por ejemplo, en el texto que publicó Adam Gopnik en The New Yorker. Después de citar los argumentos a favor y en contra de la veracidad de lo que dice aquel evangelio rechazado por la Iglesia, Gopnik va al grano y dice que los evangelios de la Biblia nos entregan un Jesucristo que «nos convence más como personaje». De esto se trata: del texto y de la manera en que se recibe. Los editores de la Biblia superan, pero por muchísimo, tanto a Dan Brown como al Opus. «Dame la vieja religión» dice Gopnik en la conclusión de su artículo. Es lo que no supo hacer el Opus, decir dame la Biblia, la novela épica que supera al pobre thriller de Dan Brown. Lo siento, pero se me ocurre una pregunta: ¿Le falta la fe en la Biblia al Opus para utilizar sus códigos HTML y PDF frente al Código Da Vinci?

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27 de abril de 2006
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La pescadilla de Darwin

Los reportajes filmados tienen un mayor impacto que los escritos y sin embargo son más fácilmente engañosos. La selección de las imágenes sortea el razonamiento, incluso cuando se disimula con una voz en off. Al final uno se pegunta qué es exactamente lo que quieren de mi, qué me están vendiendo.

Creo muy ilustrativo el caso de Darwin’s Nightmare, documental muy encomiado que ha recibido toda suerte de premios y sobre el que pesa más de una sospecha.

Su autor, Hubert Sauper, pretende ilustrar un proceso de empobrecimiento paradójico. Los pasos son los siguientes. Primero se introduce la perca del Nilo en el lago Victoria: es un predador que en pocos meses destruye la totalidad de la fauna de aquel inmenso mar interior. Segundo, la perca proporciona hasta cincuenta toneladas diarias de carne de pescado que congela una empresa dirigida por técnicos indios o pakistaníes (no se aclara). Tercero, los habitantes de aquella zona pesquera de Tanzania no pueden pagar el alto precio del pescado por lo que se ven obligados a alimentarse de las espinas y carcasas (las cuales aparecen en la película cubiertas de gusanos). Cuarto, las aeronaves que transportan el pescado congelado llegan cargadas de armas para las guerras mafiosas de la zona. Sus tripulantes son rusos (en realidad, ucranianos).

El planteamiento es impecable. Ecología: la introducción de especies no autóctonas produce una hecatombe. Colonialismo: los indios dirigen una compañía de capital europeo que empobrece a los nativos. Gangsterismo: las mafias rusas surten de armas a los bandidos locales. Sexo y crimen: las mujeres empobrecidas se dedican a la prostitución y a veces son asesinadas (por los pilotos ucranianos, según se insinúa en la película). El sida hace estragos.

Pues bien, cada uno de estos pasos me parece muy débilmente argumentado y su presencia simultánea, la acumulación de mitos populares, me lleva a sospechar que el documental exagera hechos empíricos con fines comerciales a la manera del fraudulento Michael Moore.

Si ha desaparecido toda la fauna del lago Victoria, ¿por qué el problema es específico de este pueblo de Tanzania? ¿Por qué no aparecen otros puertos pesqueros que compartan esta desolación? Si la industria produce cincuenta toneladas diarias de pescado congelado, ¿cuántos puestos de trabajo ha producido y cuántas familias viven de ella? Si hay cientos de pobres que se alimentan de los restos, ¿no es lógico pensar que sin esos restos ya estarían muertos? La alta densidad de la prostitución y del sida, ¿no es exactamente la misma que en Johanesburgo o en Lagos?

Pero lo más sospechoso es la acusación de tráfico de armas. No hay una sola prueba. Los ucranianos no tienen ni idea de lo que traen de ida, si es que algo traen. Uno de ellos concede que “a lo mejor son armas”, pero como podría decir que pueden ser bombas atómicas. Si el tráfico tuviera la importancia que le da Sauper, ¿por qué no filmó una sola escena de descarga, por qué nunca aparece nadie para llevarse las armas, por qué no menciona un sólo jefe de bandidos que use las armas?

En efecto, ¿por qué no da un sólo nombre? ¿Qué industria europea se está beneficiando de la perca? ¿Qué capitalista local se enriquece con ella, qué ministro, qué coronel? ¿Qué presidente o primer ministro tolera el contrabando de armas? ¿Y cómo pueden los traficantes confiar esas armas a un puñado de cándidos cincuentones que permiten filmar libremente las bodegas y la cabina del avión (con fotos de los niños), así como la vida que llevan en Tanzania?

Fue una entrevista que hicieron a Sauper en el canal Arte para defenderse de las acusaciones de oportunismo y falsedad que le han llovido, lo que avivó mi escepticismo. El autor me pareció endeble, inseguro, incapaz de defender su punto de vista si no era con generalizaciones triviales. Sin duda, es alguien voluntarioso y quizás bien intencionado. Un producto estándar de la antiglobalización y lo políticamente correcto. Pero una nulidad, porque si lo que cuenta es falso, desprestigia a todo posible periodista honrado.

Aunque seguramente también es un tipo muy listo. Sabe que no hay género que guste más a los occidentales que las películas de terror en las que actúan de protagonistas. O sea, de asesinos.

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27 de abril de 2006
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La naturaleza humana según Brooke Shields

Hace unos días pusieron en la televisión La laguna azul, la película de 1980 cuyo mayor mérito es mostrar a Brooke Shields semidesnuda durante buena parte del metraje y completamente desnuda el resto del tiempo. En el argumento, ella y un jovencito rubio naufragan en una isla desierta durante su niñez, y pasan ahí años descubriendo su sexualidad y sus sentimientos de modo natural, sin la interferencia de una sociedad. A continuación, la naturaleza humana al desnudo según Brooke Shields:

1. Según la peli, si dos seres humanos de unos siete años cayeran en una isla desierta solos –su improvisado tutor muere al poco de llegar-, aprenderían por sí mismos a construir una cabaña de juncos de varios pisos con puertas falsas, terrazas y resbaladeras. Un triplex tropical cómodo y funcional. Lo que sí les costaría trabajo es, a pesar de ir todo el día en pelotas, dejar de llamar “bultitos” a los pechos y “cosita” al pene.

2. No obstante esos eufemismos, no les supondría ningún tipo de problema técnico descubrir el correcto uso de los bultitos y las cositas por sí mismos y sin asesoría. Eso sí, aún en condiciones de aislamiento, la chica se resistiría durante un buen tiempo antes de consumar -que para eso una es una dama-, obligando al joven a autogratificarse de un modo que debe haber aprendido por telepatía. 

3. Mientras estuviesen en tierra, sus cuerpos se mantendrían perfectamente estables. Al parecer, sus hormonas de crecimiento sólo se activarían al bañarse en el mar, y lo harían de porrazo: les caerían tres o cuatro años en cada baño. No obstante, a lo largo de todo el tiempo, sin importar las tormentas ni los caníbales, la chica y el chico tendrían el pelo perfectamente sedoso y bien peinado, y a ella nunca le saldrían pelos en las axilas.

4. Un día, como en Adán y Eva, ella cedería a la tentación de internarse en el bosque prohibido y encontraría una gigantesca cabeza de barro. Ella decidiría que eso es Dios y que hay que ir a adorarlo con regularidad. Él, por su parte, se negaría a abandonar su sofá. Es una suerte que no tenga un televisor.   

5. Todo eso más o menos sería la felicidad perfecta. No echarían en falta nada de su pasado, ni siquiera la comida o usar zapatos.

Mientras más pienso en esa película, más me alegra vivir en un mundo con contaminación nuclear, hornos microondas y pizzas congeladas. Lo otro es totalmente antinatural.      

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27 de abril de 2006
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En el nombre del padre

¿Somos en alguna medida hijos de los artistas que admiramos? Siempre creí que sí, en la medida en que nuestro espíritu se templa en el calor que prodigan, y también dado que asumo que la paternidad es algo mucho más complejo –y por ende ambicioso- que la simple capacidad de concebir en la carne. Tenemos muchos padres a quienes les debemos distintas cosas, todas ellas imprescindibles para definirnos como lo que hoy somos. Además de hijos de nuestros padres carnales, somos hijos de nuestros maestros, de nuestros verdugos y de los artistas que concibieron el paisaje que habita nuestro espíritu.

Pensé en esto por culpa de una revista para la que escribo ocasionalmente en Buenos Aires, y que me obligó a ver la nueva película de Wim Wenders, Don’t Come Knocking. Me resistí a hacerlo pero me acorralaron. Yo no había visto ninguna película de Wenders desde Las alas del deseo, como la llamaron en la Argentina traduciendo la versión en inglés, o El cielo sobre Berlín, como se llamó originalmente. Imagino que no había vuelto a frecuentar su cine en parte porque me había saturado (yo era wenderófilo desde la primera hora, ¡estudié alemán durante cinco años por su culpa!), y en parte porque intuí que después de esa película le iba a resultar difícil encontrar una historia tan conmovedora. El cielo sobre Berlín se consagró como una summa de sus obsesiones, y el tiempo la convirtió en una suerte de non plus ultra: nunca más pudo aproximarse a los niveles de excelencia de entonces.

Don’t Come Knocking es más que mala: el adjetivo más preciso sería abisal. Los puntos en común con París, Texas (las características de la historia, el guión de Sam Shepard, la música de T-Bone Burnett emulando a Ry Cooder) no hacen más que traer a la mente aquella frase según la cual lo que se vive primero como tragedia retorna como farsa. El mismo Wenders trató de atajarse, diciendo que además de ser una historia familiar y una road movie (dos constantes de su cine, advertirán), Don’t Come Knocking era una farsa. Lo triste es que Wenders hablaba de un género, y que su definición terminó pendiendo sobre el resultado como una profecía autocumplida. (Dicho sea de paso, ¿no les parece, como a mí, que Sam Shepard es el peor actor del mundo?)

Más allá de la película, lo que me intrigó fue mi respuesta emocional. No se trataba de la simple frustración que se sufre ante un film olvidable, sino de algo más profundo: la decepción que experimentamos al comprender que nuestro padre no era el ser invulnerable y glorioso a quien idolatrábamos. Aquellos que son adultos conocen bien el proceso. El ídolo se desmorona, uno pone distancia y con el tiempo reevalúa su experiencia, sopesándolo todo. No puedo decir que Wenders me haya engañado, en tanto los padres de su ficción siempre fueron un fracaso. El Travis de París, Texas regresa de su exilio autoimpuesto tan sólo para rehacer el vínculo entre su pequeño hijo y su ex mujer, y al fin vuelve a irse. El Howard Spence de Don’t Come Knocking descubre que tiene dos hijos de madres distintas que ni siquiera se conocen entre sí, irrumpe en sus vidas y vuelve a desaparecer, dejándolos en su mutua compañía. Son seres patéticos y egoístas hasta la exasperación, y conscientes de ello concluyen que el mejor bien que pueden hacer es desaparecer: regresan a su existencia solipsista.

Entonces volví a ver El cielo sobre Berlín y recordé que nunca es justo juzgar a un padre por lo que hace o deja de hacer en su ocaso, o por el momento más bajo de sus vidas. (La crítica que Michiko Kakutani publicó ayer destrozando Everyman, la nueva novela de Philip Roth, pecó de esta crueldad innecesaria.) Cuando existió amor, y cuando un padre dejó una marca positiva en nuestra existencia, uno debe juzgarlo de acuerdo a las alturas que alcanzó aunque más no fuese ocasionalmente; y modelarse de acuerdo a esa imagen sin dejar de estarle agradecido. Porque la rueda gira y con el tiempo nosotros mismos nos convertimos en padres: carnales, artísticos, espirituales, y desde entonces no nos asiste otra esperanza que la de obtener la benevolencia de los que nos sucederán.

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27 de abril de 2006
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