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Cómo matar a Franco

El coche que me lleva es confortable por dentro pero sólido, probablemente blindado, por fuera. Lo contrario le ocurre al chofer, que bajo su elegante traje lleva mal escondido el revólver. Al bajar, me encuentro el espectáculo de la seguridad inexpugnable: una fila de guardaespaldas y un mayor del ejército se reparten entre varios vehículos y me piden que me identifique en la puerta. En el interior del recinto, todas las personas llevan corbata y, aunque son corteses, me hacen esperar un buen rato antes de subir. Para cuando llego a mi destino, estoy completamente intimidado.

Sin embargo, el hombre que me recibe se muestra afable y me invita a un whisky. Acepto. Como hago siempre que estoy nervioso, trato de ser divertido y cuento chistes con un tema infalible: los políticos latinoamericanos. No es una buena idea. Al segundo o tercer chiste caigo en la cuenta de que este amable caballero, Belisario Betancur, es el ex presidente de Colombia.   

Durante un instante, cruza por mi mente la idea de que Betancur enviará a su batallón de vigilantes a fusilarme por graciosito. Y sin embargo, él se ríe. No sólo no se ha ofendido, sino que, conforme transcurre la conversación, soy yo el que se ríe. Y mucho. El señor Betancur tiene una galería de anécdotas con los más variados personajes del siglo XX, que narra con un sentido del humor a prueba de balas, literalmente.

Transcribo a continuación una de sus historias. La del día en que un joven y flamante embajador Betancur presentó credenciales diplomáticas al Generalísimo Francisco Franco. Habla Betancur:

“En esa época, los embajadores asistíamos a la ceremonia de chaqué y nos desplazábamos en una especie de carroza tirada por caballos. El año coincidía con el boom cafetalero de Antioquia, y Madrid estaba llena de turistas nuevos ricos de Medellín. Los turistas se enteraron de mi recorrido y se fueron pasando la voz. Como resultado, una procesión de colombianos acompañó la carroza saludándome y, a menudo, deteniéndola para tomarse fotos conmigo, fotos que luego llevaron de vuelta a casa para contar a sus amigos que habían estado con “Belisario”, su amigo de toda la vida. Por supuesto, llegamos al palacio de Oriente tarde.

Ya en el palacio, hubo que recorrer los largos pasillos decorados con cuadros de Goya, que eran muy bonitos pero interminables. El pasillo parecía medir cuatro o cinco kilómetros. Cuando finalmente llegué a la sala de audiencias, era tardísimo y yo estaba completamente aterrorizado. De todos modos, cumplí como buenamente pude la ceremonia de entrega de credenciales. Después de los formalismos, Franco levantó su voz gutural y me preguntó:

-Entonces, embajador ¿Qué está pasando en América Latina?

Días antes, yo le había preguntado a un amigo de qué tema podía hablar con Franco. Él me había respondido que la obsesión del Generalísimo eran las guerrillas comunistas. Que si me faltaba tema, hablase de eso. Así que respondí simplemente:

-Las guerrillas comunistas, don Francisco.

Eso fue todo. A partir de entonces, Franco no paró de hablar. Disertó al respecto, explicó temas bélicos, habló de ideología y de política, mencionó a la Iglesia, y yo no tuve que decir una palabra más. Según me contaron después sus edecanes, quedó convencido de que yo era un diplomático brillante, y expresó en varias ocasiones su admiración por mí.

Un mes después, Franco murió. Yo había sido el último embajador en presentarle credenciales, el último en saludarlo, y el último que había comentado con sus subordinados. Durante las exequias de Estado, un funcionario me llamó aparte y me dijo a media voz:

-Felicitaciones. Lo mataste.

El funcionario consideraba que yo había llegado con cuarenta años de retraso, pero más vale tarde que nunca”.

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10 de mayo de 2006
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Sobre las polémicas inútiles

En estos días he oído varias veces la pregunta, en distintos lugares y con protagonistas por completo diferentes: “¿Y vos, qué ves: Montecristo o Tinelli?” La opción se refiere a los dos programas televisivos que se disputan el horario de las diez de la noche en la Argentina, una versión del clásico de Dumas convertida en teleteatro (pobre Alexandre, los crímenes que se perpetran en su nombre) y un programa de variedades que incluye concursos de famosos que bailan, chicas pulposas que tiran al aro de basket y competencias que desafían a hacer cosas temerarias o simplemente asquerosas –rescatar una llave con los dientes de una tina llena de ratas, por ejemplo. Lo que me sorprendió de la pregunta repetida no fue tanto su insistencia en ignorar la posible existencia de una tercera opción (también existimos los que no vemos ninguna de esas cosas, a Dios gracias), sino el fervor casi deportivo con que se formulaba. ¿Por qué será que tenemos esa tendencia a convertirlo todo en una competencia en la que estamos conminados a tomar partido? Uruguay versus Argentina en el tema de las papeleras. Brasil versus Argentina en materia de fútbol. Vanguardia versus mainstream. Tom Cruise sí o Tom Cruise no. (Misión Imposible III es una peli entretenida, dicho sea de paso, merced al oficio del director-guionista J. J. Abrams y de actores como Philip Seymour Hoffman.) Romanticismo versus clasicismo. Piqueteros sí o piqueteros no. Prohibición de fumar o permiso para fumar. ¿ETA sí o ETA no? ¿Estamos con Evo o contra Evo? La lista puede ser interminable. Sobre todo tenemos opinión y estamos dispuestos a expresarla.

Los medios fogonean las polémicas, pero no las inventan. La necesidad de convertirlo todo en un planteo dicotómico que esconde una competencia es parte de nuestra cultura. Necesitamos competir, necesitamos sentir que podemos ganar. Y cuando una de estas pequeñas competencias se resuelve o agota, surgen mil más para reemplazarla y alentar las conversaciones de los bares y de los pasillos de la oficina.

Siempre me gustó la teoría de Konrad Lorenz que atribuye nuestra violencia al miedo que padeció la especie durante sus primeros milenios, cuando éramos poco más que monos lampiños sin garras ni colmillos, víctimas predilectas de todo tipo de predadores. Con el tiempo el hombre comprendió que al destruir aquello que temía, el miedo se transformaba en adrenalina, en goce, en satisfacción. Y entendió también que organizándose podía destruir con mayor efectividad. En este sentido no hemos cambiado mucho: seguimos siendo monos lampiños que viven atemorizados, y ante la presencia de lo que nos amenaza (que a menudo es simplemente otro, o lo otro: un comunista chino, un árabe islámico) nuestro primer impulso sigue siendo el de atacar.   

Por eso imagino que estas polémicas diarias son una forma socialmente aceptada de canalizar nuestro impulso agresivo, la necesidad de que nuestra tribu se imponga por encima de la otra. Lo malo es que para canalizar ese impulso se inventen todo el tiempo falsas polémicas, falsos enfrentamientos. Y que la energía que aplicamos en defender nuestro bando y atacar al otro se la restemos a nuestro compromiso con causas que sí son importantes, a problemas que son reales, a cuestiones que requerirían de nuestra atención de manera urgente. Porque este mundo es único, hasta donde sé, y carece de repuestos.

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10 de mayo de 2006
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LA DERROTA DE BOLÍVAR

El chiste se contaba en Ecuador, cuando el país empezó a utilizar el dólar americano en lugar de su moneda nacional. “Ahora, se decía, solo quedan dos cosas que definen a Ecuador: la selección (de fútbol, por supuesto) y Perú”.

No hay nada como tener a un enemigo para agrupar a una nación y en el periodo reciente parece, al descubrir el auge de los conflictos bilaterales, que América Latina va por un camino de contracción interna y de desintegración en las relaciones internacionales. Es la dirección opuesta al proyecto integracionista de Bolívar. Cada uno por su cuenta y pelea para todos.

Al escribir esto, leo las noticias del encuentro entre Humala y Morales. Ambos prometen, en caso de victoria del ex militar en Perú, un acercamiento entre sus países andinos. Pero aquel pronóstico me parece tramposo. Hago poco caso del Tratado de Comercio de los Pueblos que firmaron en La Habana Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales y tampoco doy importancia al ALBA que lucha contre el ALCA promovido por Washington. Hay que ver, primero, los hechos, lo que ocurre en el continente. Y vemos que está patas arriba, en plena convulsión. Venezuela no tiene embajadores en Perú y México. Perú, Nicaragua y México denuncian la intervención de Venezuela en sus asuntos internos. Argentina tiene con Uruguay un debate sobre la contaminación por papeleras que lleva mucho ácido. Brasil se prepara para pasar, tarde o temprano, la cuenta a Bolivia por la nacionalización de sus campos petrolíferos que dañan a Petrobras. Chile ni sueña dar las playas en el Pacífico que pide Bolivia. Colombia y Ecuador mantienen los mismos problemas vinculados con la guerrilla en sus fronteras y pasa lo mismo entre Colombia y Venezuela.

Las instituciones internacionales pintan igual panorama desolador. Está claro que no queda nada de la Comunidad Andina de Naciones desde el anuncio de la salida de Venezuela y que no podemos decir nada prometedor sobre el Mercosur, con las broncas de sus vecinos en contra de Argentina y Brasil. Para muchos, la culpa de todo la tiene Chávez. Estaría provocando una especie de enfrentamiento entre dos bandos: los que siguen la vía liberal promovida por Washington y los que intentan recuperar el viejo sueño castrista de una revolución  que se presente como hecha por y para los pueblos.

Claro que hay algo de cierto en esta visión pero no podemos olvidar tampoco la naturaleza específica del populismo desenfrenado que se establece ahora. Un excelente artículo de Arthur Ituassu, profesor en la Universidad Católica de Río de Janeiro, ayuda a entenderlo, con un intento de determinar las diferencias entre el neo-populismo que utilizaron Fernando Collor de Mello, Carlos Menem y Alberto Fujimori y el “new populismo” de Chávez, Morales, Kirchner y hasta Lula.

El artículo, en inglés, que se encuentra en el excelente sitio de “Open Democracy”, apunta la manera en que el “New populismo” recupera para el Estado un papel fuerte. El Estado interviene, defiende el interés general, nacionaliza, se preocupa de armamento (incluyendo armas nucleares) y provoca fuertes divisiones internas. No es el populismo que prometía el enriquecimiento a través del funcionamiento de una economía liberalizada. Ahora tenemos líderes populistas que buscan enemigos adentro y afuera. Su Estado se pone al servicio de una afirmación nacionalista (con una dimensión de revancha, de ajusticiamiento con relación a la historia) que tiene que chocar, de manera ineludible, con países vecinos. Ojalá me equivoque, pero creo que nos acercamos a situaciones muy lejanas del sueño bolivariano.

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10 de mayo de 2006
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Repito el mensaje en tono mayor

Vuelvo a Barcelona después de unos meses de ausencia. El clima tornadizo de mayo me parece una bendición. A un día abierto y luminoso, como para hacer novillos mascando una brizna de hinojo, le sigue otro de borrasca precox con esos hilos de niebla enroscados al Tibidabo que acaban formando nubarrones y descargando abundante líquido a sacudidas, entre convulsiones, con prisas por terminar de cualquier manera, sin miramientos. La ciudad queda encharcada y muy nerviosa.

La ciudadanía barcelonesa, una de las más disciplinadas y dóciles de España, se entrega con pasión a los inventos municipales. Esta vez los espectáculos eran variados. Hasta un millón de barceloneses se juntó en las playas para asistir a una exhibición de aeroplanos. Los bellos fuselajes relampagueaban sobre el mar a cuatrocientos por hora en una competición que Faulkner ha descrito magistralmente en Pylon.

Otro millón se unió a la procesión religiosa y deportiva del equipo de fútbol local en una especie de Carnaval de Río donde jóvenes atletas brasileños en calzoncillos ocupaban el lugar de las sensuales bailarinas semidesnudas. Cataratas de confeti, selvas de serpentinas, cantos, bailes, mucha lágrima al paso de los adolescentes. Numerosos padres alzaban a sus criaturas en brazos, por encima del gentío, para que guardaran imborrable recuerdo, como en la liberación de París al paso de los tanques americanos.

Finalmente, otro medio millón participó en la maratón de El Corte Inglés. La foto de salida que reproducían los diarios regionales mostraba una fila de ancianas con gesto resuelto, una pierna avanzada, la otra en retroceso, inclinadas enérgicamente hacia delante, dispuestas a devorar a dentelladas el porvenir de sus ochenta años.

Durante esos días nadie pudo circular, ni trasladarse, ni emprender actividades productivas y hubo familias que no lograron alcanzar el hogar hasta la madrugada. ¿Qué importa? ¿Acaso hemos venido a este mundo para sufrir? Barcelona encarna aquello que Hegel llamaba “el domingo de la vida”.

Seguramente no hay muchas ciudades en el mundo que usen el espacio público de un modo tan desabrochado, como si la vida de sus habitantes no fuera sino una perpetua exhibición circense, con sus fieras y domadores, sus payasos saxofonistas, e incluso alguna severa ecuyère látigo en ristre. Los anhelos y deseos infantiles –volar, jugar al fútbol, correr en una maratón- se hacen realidad sin descanso gracias a unos concejales que cuidan este jardín de infancia ataviados, no con el gorro frigio, sino con el gorro rojo de Santa Claus.

La esencia misma de Barcelona, su verdadero ser, esa identidad tan pregonada por las élites nacionalistas, es un patio de colegio.

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10 de mayo de 2006
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El tren de los pobres

Desde que llego a Medellín, todo el mundo me recomienda dar un paseo por MetroCable, el último grito de la tecnología en transportes. Ya al entrar en el metro regular, tengo la impresión de encontrarme en uno de los más vistosos de América Latina. En vez de subterráneo, el sistema es aéreo, y desde sus ventanas se aprecian las estatuas de Botero, la confusión del centro, las iglesias antiguas y los verdes cerros que rodean la ciudad. Pienso que incluso en ciudades asoladas por la violencia y la pobreza, la modernidad se abre paso rauda e imponente, como este tren.

Sin embargo, en un momento dado, el vagón empieza a avanzar paralelo al río Medellín, y el espectáculo se transforma. Los edificios dejan su lugar a las casas de ladrillo pelado que pueblan las laderas. Los perros callejeros se mezclan con los niños descalzos. Las bolsas de basura se acumulan. Mi acompañante me explica que ahí estaba el basural municipal hasta que la gente llegó y se instaló a vivir. Estamos viendo la Comuna Nororiental de Medellín, una de las zonas más pobres de la ciudad.

Antes, a este barrio no se podía entrar. Las cuadrillas de los traficantes campeaban a sus anchas, y ni siquiera la policía se atrevía a enviar patrullas. Pero hoy en día, un gigantesco sistema de 90 funiculares, como burbujas de acero, recorre más de 4 kilómetros hacia lo alto de los cerros. Cada uno de ellos tiene espacio para diez personas, y sus instalaciones son cómodas y limpias. Esto es el MetroCable.

Al principio, me parece estar en una película como Blade Runner. El cubículo acristalado da la impresión de planear suavemente a cincuenta metros del suelo. Pero pasado un rato, el espectáculo me recuerda más bien a La vendedora de rosas. Bajo mis pies se extiende una zona de inmuebles sin techo y buses atestados, de bolsones de miseria con las mejores vistas de toda la ciudad. Le digo a mi acompañante:

-Así que el principal atractivo turístico de Medellín es mirar a los pobres.
-No –me responde-. Esto es para que los pobres miren a los ricos en jaulas.

La periodista Aura López dice que la instalación del MetroCable implicó una recalificación del terreno y, por lo tanto, un importante aumento de los tributos municipales que pagan los vecinos. Según ella, además, no es verdad que la seguridad ha aumentado, sino que los traficantes han sido reemplazados por los paramilitares. Aura dice que ese es el trato del gobierno con ellos: a cambio de su desmovilización del campo, los movilizan a la Comuna, los uniforman y los premian. 

Hasta donde llego a ver, es verdad que la presencia militar es notable en este barrio, como en todo el país. En el MetroCable, efectivos uniformados ayudan a la gente a subir a las cápsulas. En las estaciones, patrullan armados con garrotes y armas de fuego. En el vagón en que regreso al centro, uno de ellos me obliga a levantarme y cederle el asiento a una señora. Lleva en los hombros estrellas con laureles. Y debajo de ellas, la inscripción “Dios y Patria”. En sus solapas aparecen pistolas cruzadas, y su corte de pelo es un rapado militar. Pero cuando lo veo de cerca, me doy cuenta de que su uniforme dice Policía Nacional.

-Qué bonitos sus galones –le digo-. Pero pensé que era militar. ¿Es usted policía? 
-Soy policía –asiente-. Pero ahora llevamos todo igual que los militares. Hacemos el mismo entrenamiento, usamos las mismas armas…
-Hasta el mismo uniforme.
-No exactamente. El nuestro es verde. El de ellos es de camuflaje. Es que nosotros actuamos en las ciudades y ellos en el campo. Pero por lo demás, somos iguales.

Lo felicito por su noble labor y me bajo. Al salir de la estación, veo una foto publicitaria del presidente Álvaro Uribe con un bebé en brazos. Fue tomada precisamente durante la inauguración del MetroCable. El eslogan de campaña es sencillo: “Adelante Presidente”. Me pregunto qué tan lejos está adelante.

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9 de mayo de 2006
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Cazador cazado

Me quedé pensando que a partir del texto de ayer alguien podía colegir que desprecio a los críticos. Eso sería un error, puesto que no es verdad. Tengo el más profundo de los respetos por la función del crítico. Durante toda mi etapa de formación, fueron los artículos de un sinnúmero de críticos los que me abrieron camino hacia los más grandes artistas. La semana pasada, sin ir más lejos, escribía un artículo sobre Wim Wenders para una revista argentina y comprendí que aún recordaba una crítica de El amigo americano que Ángel Faretta había escrito a comienzos de los 80 para un medio hoy desaparecido. ¡Pasaron más de veinte años y todavía recuerdo sus razonamientos!

Yo mismo he oficiado de crítico durante largo tiempo, y todavía lo hago ocasionalmente. Cuando escribo un texto crítico trato de seguir siempre los mismos, sencillos lineamientos. Para empezar, prefiero hablar de lo que me gustó antes de hablar de algo que odié. Sé que aquí me diferencio de la mayoría de mis colegas, que sienten un placer casi sexual al destrozar a alguien. Quizás como consecuencia de las luces que tantos críticos encendieron en mi adolescencia (y que me condujeron hacia artistas que hoy forman parte de mi vida como Wenders, REM, el primer Ridley Scott, Patricia Highsmith, Bob Dylan y tantos otros), siento que no existe nada más gratificante que encontrarme con un artista o con una obra que valen la pena y poder transmitirle al público mi entusiasmo. ¡Siempre es mejor colaborar con la creación o multiplicación de una nueva tribu que ejecutar a alguien!

También creo que una crítica que no ofrece ideas no vale la pena. Los textos que se limitan a glosar un argumento y decir que la obra es buena o mala no merecen el calificativo de críticas. Como parte del público, espero que una crítica haga algo más que contarme de qué va el libro o la película y subir o bajar un pulgar: le exijo que me ilumine, que me haga pensar en algo distinto de la obra que se está juzgando, ya sea porque me hable del contexto, porque relacione con otras obras artísticas u otro tipo de fenómenos o porque establezca ligazones hasta entonces secretas con el mundo en que vivimos. No me importa que las asociaciones que el crítico haga sean extremas, y hasta insólitas. Uno de los motivos por los que venero a Greil Marcus es por su capacidad de asociar ideas. Puede empezar hablando del punk y terminar hablando del situacionismo, como hace en Lipstick Traces (Trazos de carmín, creo que se llamó la traducción al español); o empezar hablando de Dylan para saltar a El séptimo sello y terminar hablando del Eclesiastés, como hace en uno de los artículos reunidos en el libro The Dustbin of History. Marcus nunca olvida que, en primer lugar, un texto crítico debería estimular el pensamiento; y en segundo lugar, que siendo la crítica un subgénero literario, no puede dejar nunca de ser creativa.

Ahora que tengo un pie en la otra orilla del río y que me he vuelto objeto de crítica, padezco más que nunca la pereza intelectual de tantos periodistas. Estoy cansado de descubrir al instante que los razonamientos de ciertas críticas ya los he leído antes en otro lado. (Buena parte de los críticos de cine compran acríticamente cualquier moda que venga de afuera: pasaron por su momento de veneración al cine iraní, después adoraron al cine de género chino-coreano-japonés, ¡cualquier cosa que ya venga con el imprimatur de cierta crítica europea!) O de verlos moverse como manada, produciendo operaciones políticas en vez de pensamiento y tratando de reinventar la nouvelle vague sin Godard, Resnais ni Truffaut.

En aquella vieja crítica de El amigo americano, Faretta subrayaba que la profesión del protagonista Jonathan era la de enmarcar cuadros, lo que en inglés se llama framer; y que Jonathan caía en la trampa de Ripley, cuando caer en la trampa se dice to be framed. Así Jonathan se convertía en un framed framer, lo que en español solemos denominar un cazador cazado. Así me siento ahora que en buena medida he dejado de criticar para ser criticado.

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9 de mayo de 2006
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Comisarios en busca de empleo

Paso unos días en Barcelona tras varios meses de ausencia. Encuentro la ciudad cubierta por una fina película de barro rojo. La última vez que llovió, hace semanas, trajo el sutil polvo del desierto africano encelado entre las nubes. Nadie lo ha limpiado, ni siquiera los particulares cuyos coches están rebozados de limo y cubiertos de graffiti tipo: “So guarro”. Aspecto fantasmal, de ciudad abandonada.

El calor ya es veraniego y los árboles pierden la hoja. Hay una alfombra de hojas muertas, como si fuera otoño. Un segundo eco africano: el ruido, el caos circulatorio, el amasijo de personas en el centro comercial, las masas de turistas apenas vestidos, los inmigrantes que venden latas de cerveza por las Ramblas, los trileros, los ladronzuelos, las gitanas rumanas cargadas de niños sospechosamente atontados. También hay un recuerdo para el Nápoles de los años sesenta, aquella ciudad que, según Graham Greene era la primera ciudad de Oriente.

Por desgracia, nada hay en Barcelona que mantenga en pie, aunque sea con grietas, el augusto pasado del Reino de Nápoles, sus palacios, sus iglesias, sus museos, su sociedad burguesa, una de las más ilustradas de Italia, su pueblo llano tan vivaracho y más listo que el hambre. Esta es una ciudad levítica y sin gloria.

Los amigos están desolados por las chapuzas del gobierno nacionalista catalán. Como en tiempos de Franco, se divierten comentando los disparates de los ministros más chiflados. La última majadería, la del responsable de Turismo, un tal Huguet, ha sido proponer una ley que prohíbe a los comercios para turistas vender muñecos de bailarina flamenca o de torero porque “no son de tradición catalana”. También quiere prohibir la venta de sombreros mexicanos, que tienen mucho predicamento entre los ingleses y americanos. Espero que haya sido una ocurrencia pasajera. No lo es la prohibición de los toros. Se escudan en los grupos animalistas para suprimir lo que ellos consideran “una señal de identidad española”.

Es asombroso que los represores no se percaten de que en cada prohibición no sólo muestran su talante opresor, sino también la escuálida inteligencia que han recibido por herencia.

La prohibición de la pieza de Handke en el Odeon de París, un capricho del director de la Comédie-Française, Marcel Bozonnet, puede parecer más seria, pero es tan miserable como la de su imitador catalán. La libertad de expresión no es unidireccional y por mal que nos parezca la simpatía de Handke hacia Milosevic, no es peor que la de García Márquez por Castro.

Como dicen Kusturica, Jelinek, Modiano, y los firmantes de la carta de protesta contra el censor, ahora los dramaturgos deberán pedir permiso a Bozonnet cada vez que quieran ir a un entierro.

Uno imagina a Bozonnet, tan ufano como un funcionario del Reich de película cómica, estampando permisos sobre las instancias petitorias y decidiendo cuáles son los muertos buenos y cuáles los muertos malos.

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9 de mayo de 2006
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La insoportable levedad de los críticos

En 1970, en ocasión del estreno de Ryan’s Daughter, David Lean fue invitado a una reunión de la National Society of Film Critics en el célebre hotel Algonquin. Lo que el director de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago suponía un homenaje reveló enseguida ser una emboscada. Los críticos norteamericanos, con Pauline Kael a la cabeza, se lanzaron a descuartizar la película que Lean estaba presentando, una historia de amor inspirada vagamente en Madame Bovary pero trasladada a la Irlanda de 1916. Según cuenta el crítico Richard Schickel, que por entonces dirigía la National Society, Lean no contraatacó. Sobrepasado por la agresión, se encerró en su caparazón. Para colmo Schickel, en un intento de sintetizar el sentido de las críticas, no tuvo mejor idea de expresarlo de esta forma: “¿Puede explicar cómo el hombre que dirigió Brief Encounter puede haber dirigido esta pila de mierda que usted llama Ryan’s Daughter?” En un momento de la ordalía, Lean se dirigió a Schickel por lo bajo y le dijo: “No entiendo lo que está pasando. ¿Por qué me hacen esto?” Aun cuando nadie puede cometer la ingenuidad de atribuir la totalidad de la culpa a Kael, Schickel y sus secuaces, lo cierto es que David Lean tardó quince años en volver a dirigir.

En estos días me encontré dos veces con esta anécdota, entre los documentales que vienen en la flamante edición norteamericana de Ryan’s Daughter (primera en DVD) y al releer la biografía de Lean escrita por Kevin Brownlow. (Que compré en la librería Ocho y Medio de Madrid, dicho sea de paso. Todavía me arrepiento de no haber comprado el guión de Lawrence que conservaban en algún estante.) Desde entonces no puedo dejar de pensar en ella.

Las razones puntuales del ataque son comprensibles. Ryan’s Daughter no es Lawrence, ni Zhivago, ni El puente sobre el río Kwai; ni siquiera es Brief Encounter. Pero es una bella película, que ha envejecido bien y que incluye la mejor tormenta marítima que se haya filmado, sin contar los engendros digitales como The Perfect Storm; mientras la veía, pensé que Lean había tratado de recrear la tormenta apocalíptica que Dickens describió con maestría en el capítulo LV de David Copperfield. Lo que ocurría en 1970 era que se estaba poniendo de moda otro cine. Ya se veía venir la revolución de los Coppola, los Scorsese, los Altman, los Bogdanovich, los Friedkin: películas más crudas, más realistas, con un feel documental, que estaban en las antípodas del romanticismo de Lean y de su sentido del gran espectáculo. Es verdad que tanto Lawrence como Zhivago habían recibido algunas críticas adversas (debe dar pena releer hoy esos textos, tan a contrapelo de la historia), pero el público las había consagrado. En cambio Ryan fracasó en la taquilla. Ese fracaso debe haber sido interpretado como una carta blanca para los críticos liderados por Kael, que sin duda sentían que no podía apoyarse al nuevo cine sin crucificar a todos los consagrados.

Por lo general los críticos se mueven en manadas y operan políticamente aun cuando son conscientes de estar cometiendo injusticias. Recuerdo que, en ocasión del estreno de Plata quemada, un crítico por entonces muy influyente nos dijo al director Marcelo Piñeyro y a mí que la película le había gustado, “pero que no lo podía decir”. En aquel entonces, la manada de críticos a la que comandaba presionaba a diario a favor de lo que se denominaba Nuevo Cine Argentino. Seis años después siguen esperando que el Nuevo Cine alumbre algún Coppola o algún Scorsese.

¿Qué derecho asistía a aquellos críticos para decirle a un hombre que había dirigido algunos de los mejores films de la historia que su nueva película era “una pila de mierda”? Aun en el caso de que la película fuese mala –que no lo es, lo juro-, debería existir un módico respeto hacia un artista de la talla de Lean. No puedo quitarme de la cabeza la imagen del hombre de sesenta y dos años, poniéndole el pecho a la violencia sin perder la dignidad y preguntándose por qué le hacían eso. Es verdad que el tiempo coloca todo en su lugar, pero no puedo dejar de pensar cuántas películas de Lean existirían hoy si Kael, Schickel y su manada se hubiesen comportado con decencia –esto es, sin crueldad. Lean tardó quince años en ponerse de pie y filmar Un pasaje a la India, su película final. En el medio quedó el proyecto de hacer Nostromo, sobre la novela de Conrad, y unas cuantas ideas más que para pesar de muchos nunca llegó a plasmar.

Ah, la insoportable levedad de los críticos…

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8 de mayo de 2006
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SCIASCIA/STENDHAL

Me acuerdo del día de mi descubrimiento de “Stendhal” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Era una traducción al español. Un librito del editor Trieste que me provocó una irresponsable crisis de celos. La sensación de ser testigo del robo de un tesoro francés por un príncipe siciliano. ¿Cómo podía ser? El autor del Gatopardo no había escrito un libro a propósito de Stendhal o un estudio literario sino un libro que se ubicaba con su seductor desorden, su obsesión por los detalles dentro del círculo mágico que el propio Stendhal había nombrado al dedicar La cartuja de Parma como el de los “happy few”.

Lo que más me molestó fue descubrir el uso del francés, muy acertado, para el título de un capitulo: “L’heure des cuirassiers”. Escribir así no era poner la pata en el terreno más íntimo de la literatura francesa, era establecerse en su centro. Algo como decir Stendhal es mío y lo demuestro con un libro que corresponde plenamente a los escritos íntimos del maestro.

Escritos que tocan así el gran secreto de la obra de Henri Beyle hay pocos. Está el famoso artículo de Balzac sobre la “Cartuja” que afirma que no existen más de mil quinientos lectores en toda Europa que puedan entender los méritos de la novela (“El señor Beyle, escribe Balzac, ha hecho un libro donde lo sublime estalla de capítulo en capítulo”). Está también el todavía debatido artículo de Prosper Mérimée, H.B., por uno de los cuarenta, una caricia que deja un arañazo en la figura de Stendhal. Al revés, hay un sinfín de cegueras, la más famosa la del propio Sainte-Beuve, primus inter pares de los críticos que confirmaron el pronóstico de un autor anunciando a mitad del siglo XIX que tendría sus lectores en 1880 y, aún más, en 1935.

Hasta ayer podía añadir a aquella lista los libros que un lector guarda por razones imposibles. En mi caso, eran tres: Stendhal de Albert Thibaudet,  Stendhaliana (nombre de una enfermedad incurable) de Emile Henriot y CLX petits faits vrais, un censo por Jean-Louis Vaudoyer de ciento sesenta historietas que gustaron a Stendhal sembradas a lo largo de su obra. Desde hoy, no son tres sino cuatro. Acabo de leer Adorable Stendhal de Leonardo Sciascia, que viene como un eco de lo que me provocó la lectura del libro de Lampedusa. Otro siciliano, igual capacidad de establecerse frente al gran amante de Italia y conversar sobre él de manera intensa, con hambre de hechos y dominio total de los escritos. El libro de Lampedusa no era un libro sino la transcripción de las lecciones que daba sobre literatura al final de su vida. Igualmente, el libro de Sciascia es una mera recopilación hecha por su viuda de los textos que el autor de Todo modo dedicó a Stendhal.

Es una obra incompleta, caótica y, por tanto, digna de Stendhal que dejó tantos libros inacabados. No sé por qué milagro llegó a mis manos la traducción al español. Fue publicada por Adriana Hidalgo Editora, en Argentina, en diciembre pasado. Todo lo que he leído es un encanto: las páginas sobre Pedro Napoleón que fue el modelo de Fabricio del Dongo; la maneja de recordar que Stendhal ha “lidiado con la nada”; la manera de definir la vida de Stendhal como “un amor hacia la vida no correspondido”; la descripción de la afición por Italia “de un escritor sumamente francés y muy poco italiano”; la evocación del bandolero Gasparoni encerrado en su fortaleza; la emoción al comprobar que sí fue posible, el conde Greppi almorzó con Stendhal  cerca de 1840 y jugó al billar con Hemingway en 1917. No faltan los pedacitos de nada sobre Gramsci, Paul Valery, André Gide, que son rasgos fundamentales en una pasión por Stendhal cercana a la alucinación. No falta, por supuesto, la comparación entre Stendhal, que se prometía lectores a largo plazo, y Lampedusa, actuando como un autor que no podría tener lectores.

El título del libro viene de una confidencia de Sciascia sobre Pasolini. (Me parece reconocer el texto, extracto de El caso Moro). Sciascia dice que lo que le aparta de Pasolini es el sobre-uso que hace este de la palabra adorable. Los pequeños amantes que por fin lo mataron en una playa eran para Pasolini sus “adorables”. Sciascia dice que para él aquella palabra solo mereció dos utilizaciones: “… para una sola mujer, y para un solo escritor. Y este escritor, tal vez esté de más decirlo, es Stendhal”.

Hay que hablar bien claro: es un libro tan imprescindible sobre Stendhal que nadie lo necesita a menos que sea víctima de aquella incurable enfermedad cuyo síntoma Sciascia describe: “el stendhalismo, dice, es seguramente la pasión más duradera, la más vasta, la más fervorosa que la historia, la vida y las costumbres literarias registran”.

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8 de mayo de 2006
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El negro literario de Alan García

Además de un excelente escritor, Óscar Collazos es un hombre con un admirable par de cojones, una de esas personas que parecen no comprender los límites de lo posible y que avanzan hacia las catástrofes con la ciega determinación de los ingenuos. Y luego, para colmo, lo hacen bien. Decidió ser escritor viniendo de una familia pobre y de una infancia sin libros. Y ahora es una voz literaria imprescindible de su generación. En 1989 se atrevió, tras veinte años de exilio europeo, a regresar a una Colombia criminalizada en la que prácticamente gobernaba Pablo Escobar. Y se niega a irse. Sus artículos de prensa le han valido amenazas de muerte. Y no deja de escribirlos ni de estar vivo, y para colmo, de tener sentido del humor. Pero eso lo sabe todo el mundo. A mí lo que me interesa de su pasado es el lado oscuro: Óscar Collazos era el negro literario de Alan García.

-En esa época –me dice-, Alan acababa de huir de Perú, perseguido por Fujimori, y se vino a Bogotá. Yo creo que sobre todo residía en París, pero tenía un apartamentito por acá. Y era muy amigo del ex presidente Belisario Betancur. Así que, cuando escribió sus memorias, le preguntó a él quién podía ayudarlo con el estilo. Y Betancur le dio mi nombre.

Collazos me mira con unos ojos pequeños y fijos que oscilan entre el escepticismo y la ironía. Es el tipo de persona que puede contar un chiste desternillante y quedarse serio, como si estuviese probándote, a ver si lo escuchas.

-Recuerdo el libro de Alan–le contesto-: El mundo de Maquiavelo. Pero no eran unas memorias, era como una novela más bien.
-Sí, pero contaba su historia. La mejor parte era su huida por los techos de Lima, descalzo y desesperado. Eso estaba bien narrado.

Esa fue la parte que yo leí. La revista Caretas publicó un extracto en que narraba la fuga nocturna y el abandono de sus amigos. Algo así como Scarlet O’Hara, justo antes de jurar que nunca más pasaría hambre. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue una cuestión de estilo. Se lo digo a Óscar:

-La prosa tenía juegos del lenguaje, y saltos de tiempo y perspectiva… ¿Por qué no simplemente contó sus recuerdos?
-Con un libro de memorias, cada dato puede ser contrastado y puede meterte en problemas. En cambio, con la ficción se puede jugar más.
-O sea, para poder mentir.
-Yo creo que era un poco mitómano, la verdad.
-¿Le descubriste mentiras?
-No, me refiero a que creía firmemente en una ficción épica sobre su propio personaje. Se veía a sí mismo como una especie de enviado para salvar al Perú. Literariamente, lo más difícil del trabajo fue depurar los excesos retóricos en los que ensalzaba las cualidades del protagonista.

El héroe de la novela se llamaba Alan García, pero la historia estaba contada en tercera persona, aunque a veces pasaba al monólogo interior. Era el tipo de recurso literario que caracterizaba a Vargas Llosa. En versión Alan, claro.

-¿Y te hiciste muy amigo de Alan?
-No, no intimamos. De hecho, sólo nos vimos tres veces. Yo le pedí que me diese el manuscrito y no me llamase en un mes, hasta que tuviese el trabajo terminado. Luego se lo di, y lo aprobó. Fue una relación correcta y de trabajo.
-¿Qué es lo que más recuerdas de él personalmente?
-Decía que era pobre. Me regateaba la tarifa cada vez que nos veíamos, quería pagarme menos. Pero creo que al libro luego le fue bien. Lo publicó Planeta y se tradujo a varios idiomas. Mejor, para ayudarlo en su pobreza.
-¿Sabes que ahora podría ser presidente?
-Claro, si lo eligiesen, me habría gustado pasar por allá a saludarlo. Pero supongo que, si publicas esto, me van a negar la visa al Perú. 

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8 de mayo de 2006
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