Félix de Azúa
Paso unos días en Barcelona tras varios meses de ausencia. Encuentro la ciudad cubierta por una fina película de barro rojo. La última vez que llovió, hace semanas, trajo el sutil polvo del desierto africano encelado entre las nubes. Nadie lo ha limpiado, ni siquiera los particulares cuyos coches están rebozados de limo y cubiertos de graffiti tipo: “So guarro”. Aspecto fantasmal, de ciudad abandonada.
El calor ya es veraniego y los árboles pierden la hoja. Hay una alfombra de hojas muertas, como si fuera otoño. Un segundo eco africano: el ruido, el caos circulatorio, el amasijo de personas en el centro comercial, las masas de turistas apenas vestidos, los inmigrantes que venden latas de cerveza por las Ramblas, los trileros, los ladronzuelos, las gitanas rumanas cargadas de niños sospechosamente atontados. También hay un recuerdo para el Nápoles de los años sesenta, aquella ciudad que, según Graham Greene era la primera ciudad de Oriente.
Por desgracia, nada hay en Barcelona que mantenga en pie, aunque sea con grietas, el augusto pasado del Reino de Nápoles, sus palacios, sus iglesias, sus museos, su sociedad burguesa, una de las más ilustradas de Italia, su pueblo llano tan vivaracho y más listo que el hambre. Esta es una ciudad levítica y sin gloria.
Los amigos están desolados por las chapuzas del gobierno nacionalista catalán. Como en tiempos de Franco, se divierten comentando los disparates de los ministros más chiflados. La última majadería, la del responsable de Turismo, un tal Huguet, ha sido proponer una ley que prohíbe a los comercios para turistas vender muñecos de bailarina flamenca o de torero porque “no son de tradición catalana”. También quiere prohibir la venta de sombreros mexicanos, que tienen mucho predicamento entre los ingleses y americanos. Espero que haya sido una ocurrencia pasajera. No lo es la prohibición de los toros. Se escudan en los grupos animalistas para suprimir lo que ellos consideran “una señal de identidad española”.
Es asombroso que los represores no se percaten de que en cada prohibición no sólo muestran su talante opresor, sino también la escuálida inteligencia que han recibido por herencia.
La prohibición de la pieza de Handke en el Odeon de París, un capricho del director de la Comédie-Française, Marcel Bozonnet, puede parecer más seria, pero es tan miserable como la de su imitador catalán. La libertad de expresión no es unidireccional y por mal que nos parezca la simpatía de Handke hacia Milosevic, no es peor que la de García Márquez por Castro.
Como dicen Kusturica, Jelinek, Modiano, y los firmantes de la carta de protesta contra el censor, ahora los dramaturgos deberán pedir permiso a Bozonnet cada vez que quieran ir a un entierro.
Uno imagina a Bozonnet, tan ufano como un funcionario del Reich de película cómica, estampando permisos sobre las instancias petitorias y decidiendo cuáles son los muertos buenos y cuáles los muertos malos.