Félix de Azúa
Vuelvo a Barcelona después de unos meses de ausencia. El clima tornadizo de mayo me parece una bendición. A un día abierto y luminoso, como para hacer novillos mascando una brizna de hinojo, le sigue otro de borrasca precox con esos hilos de niebla enroscados al Tibidabo que acaban formando nubarrones y descargando abundante líquido a sacudidas, entre convulsiones, con prisas por terminar de cualquier manera, sin miramientos. La ciudad queda encharcada y muy nerviosa.
La ciudadanía barcelonesa, una de las más disciplinadas y dóciles de España, se entrega con pasión a los inventos municipales. Esta vez los espectáculos eran variados. Hasta un millón de barceloneses se juntó en las playas para asistir a una exhibición de aeroplanos. Los bellos fuselajes relampagueaban sobre el mar a cuatrocientos por hora en una competición que Faulkner ha descrito magistralmente en Pylon.
Otro millón se unió a la procesión religiosa y deportiva del equipo de fútbol local en una especie de Carnaval de Río donde jóvenes atletas brasileños en calzoncillos ocupaban el lugar de las sensuales bailarinas semidesnudas. Cataratas de confeti, selvas de serpentinas, cantos, bailes, mucha lágrima al paso de los adolescentes. Numerosos padres alzaban a sus criaturas en brazos, por encima del gentío, para que guardaran imborrable recuerdo, como en la liberación de París al paso de los tanques americanos.
Finalmente, otro medio millón participó en la maratón de El Corte Inglés. La foto de salida que reproducían los diarios regionales mostraba una fila de ancianas con gesto resuelto, una pierna avanzada, la otra en retroceso, inclinadas enérgicamente hacia delante, dispuestas a devorar a dentelladas el porvenir de sus ochenta años.
Durante esos días nadie pudo circular, ni trasladarse, ni emprender actividades productivas y hubo familias que no lograron alcanzar el hogar hasta la madrugada. ¿Qué importa? ¿Acaso hemos venido a este mundo para sufrir? Barcelona encarna aquello que Hegel llamaba “el domingo de la vida”.
Seguramente no hay muchas ciudades en el mundo que usen el espacio público de un modo tan desabrochado, como si la vida de sus habitantes no fuera sino una perpetua exhibición circense, con sus fieras y domadores, sus payasos saxofonistas, e incluso alguna severa ecuyère látigo en ristre. Los anhelos y deseos infantiles –volar, jugar al fútbol, correr en una maratón- se hacen realidad sin descanso gracias a unos concejales que cuidan este jardín de infancia ataviados, no con el gorro frigio, sino con el gorro rojo de Santa Claus.
La esencia misma de Barcelona, su verdadero ser, esa identidad tan pregonada por las élites nacionalistas, es un patio de colegio.