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Cómo matar a Franco

Por 10 de mayo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

El coche que me lleva es confortable por dentro pero sólido, probablemente blindado, por fuera. Lo contrario le ocurre al chofer, que bajo su elegante traje lleva mal escondido el revólver. Al bajar, me encuentro el espectáculo de la seguridad inexpugnable: una fila de guardaespaldas y un mayor del ejército se reparten entre varios vehículos y me piden que me identifique en la puerta. En el interior del recinto, todas las personas llevan corbata y, aunque son corteses, me hacen esperar un buen rato antes de subir. Para cuando llego a mi destino, estoy completamente intimidado.

Sin embargo, el hombre que me recibe se muestra afable y me invita a un whisky. Acepto. Como hago siempre que estoy nervioso, trato de ser divertido y cuento chistes con un tema infalible: los políticos latinoamericanos. No es una buena idea. Al segundo o tercer chiste caigo en la cuenta de que este amable caballero, Belisario Betancur, es el ex presidente de Colombia.   

Durante un instante, cruza por mi mente la idea de que Betancur enviará a su batallón de vigilantes a fusilarme por graciosito. Y sin embargo, él se ríe. No sólo no se ha ofendido, sino que, conforme transcurre la conversación, soy yo el que se ríe. Y mucho. El señor Betancur tiene una galería de anécdotas con los más variados personajes del siglo XX, que narra con un sentido del humor a prueba de balas, literalmente.

Transcribo a continuación una de sus historias. La del día en que un joven y flamante embajador Betancur presentó credenciales diplomáticas al Generalísimo Francisco Franco. Habla Betancur:

“En esa época, los embajadores asistíamos a la ceremonia de chaqué y nos desplazábamos en una especie de carroza tirada por caballos. El año coincidía con el boom cafetalero de Antioquia, y Madrid estaba llena de turistas nuevos ricos de Medellín. Los turistas se enteraron de mi recorrido y se fueron pasando la voz. Como resultado, una procesión de colombianos acompañó la carroza saludándome y, a menudo, deteniéndola para tomarse fotos conmigo, fotos que luego llevaron de vuelta a casa para contar a sus amigos que habían estado con “Belisario”, su amigo de toda la vida. Por supuesto, llegamos al palacio de Oriente tarde.

Ya en el palacio, hubo que recorrer los largos pasillos decorados con cuadros de Goya, que eran muy bonitos pero interminables. El pasillo parecía medir cuatro o cinco kilómetros. Cuando finalmente llegué a la sala de audiencias, era tardísimo y yo estaba completamente aterrorizado. De todos modos, cumplí como buenamente pude la ceremonia de entrega de credenciales. Después de los formalismos, Franco levantó su voz gutural y me preguntó:

-Entonces, embajador ¿Qué está pasando en América Latina?

Días antes, yo le había preguntado a un amigo de qué tema podía hablar con Franco. Él me había respondido que la obsesión del Generalísimo eran las guerrillas comunistas. Que si me faltaba tema, hablase de eso. Así que respondí simplemente:

-Las guerrillas comunistas, don Francisco.

Eso fue todo. A partir de entonces, Franco no paró de hablar. Disertó al respecto, explicó temas bélicos, habló de ideología y de política, mencionó a la Iglesia, y yo no tuve que decir una palabra más. Según me contaron después sus edecanes, quedó convencido de que yo era un diplomático brillante, y expresó en varias ocasiones su admiración por mí.

Un mes después, Franco murió. Yo había sido el último embajador en presentarle credenciales, el último en saludarlo, y el último que había comentado con sus subordinados. Durante las exequias de Estado, un funcionario me llamó aparte y me dijo a media voz:

-Felicitaciones. Lo mataste.

El funcionario consideraba que yo había llegado con cuarenta años de retraso, pero más vale tarde que nunca”.

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