Félix de Azúa
Armin Meiwes conoce a Bernd Brandes gracias al sistema de contactos globales puesto en marcha por Internet. Ambos pertenecen a un rincón extraño y subterráneo de la sexualidad. Sus deseos no son precisamente populares, aunque pueden llegar a serlo. Ambos son antropófagos.
Espero que aparezca un libro que explique con detalle los protocolos de la pareja. En este caso, los detalles son esenciales. La prensa dice cosas inquietantes. Por ejemplo, leo en El País de hoy esta línea de José Comas, corresponsal en Berlín: “Meiwes mató, con consentimiento de la víctima, al ingeniero Bernd Brandes, tras cortarle el pene e intentar comerlo juntos”.
¿Cómo ha dicho? La neutralidad informativa a veces es cruel.
No me interesa el asunto por morbosidad o esnobismo. Me interesa porque muestra de un modo casi intolerable la naturaleza del deseo, esa pasión de la que apenas nada puede decirse.
Solemos considerar el deseo como algo bueno (¡deseable!) y sin embargo es la mejor demostración de nuestra inconsistencia, debilidad y fragmentación. Deseamos porque somos incompletos. El humano perfecto carecería de deseos, ese es el principio ineludible de una enorme cantidad de literatura utópica y de ciencia-ficción. También, de la teología: los ángeles no desean.
Los humanos que deseamos, somos tanto más imperfectos e incompletos cuanto más violentos son nuestros deseos. Por fortuna, la mayor parte de la población no tiene excesivas dificultades para satisfacer sus deseos, aunque sea mediante placebos reunidos hoy bajo el término vacío de “consumistas”.
No obstante, algunos humanos son incapaces de aliviar la angustia de su fragmentación si no es mediante objetos escasos, peligrosos o criminales. En estos humanos suele fructificar eso que reunimos bajo otro término vacío: “lo patológico”.
Sin embargo, ellos sólo son el ornitorrinco, la jirafa, el elefante blanco de nuestra especie animal, nuestro espejo deformante. Es en ellos en donde podemos comprobar lo arbitrario del deseo que padecemos. Algunos desean pies, otros violan cadáveres, otros quieren acariciar pieles de visón, otros sólo cuero y látex, otros corderos y vacas, otros se traspasan las tetillas con alfileres, otros quieren ser pinchados por tacones de fino acero, leí hace unos días que se están disparando las ventas de porno escatológico. En el rincón último de la escala, los caníbales.
El deseo es tan diverso y arbitrario que en sus momentos superlativos señala un enorme vacío, el océano de nuestra carencia. El deseo, finalmente, se busca a sí mismo, pero fuera de sí. Es como tratar de salvarse de las arenas movedizas tirándose del pelo.
En los caníbales urbanos aparece el rastro último de nuestro recuerdo más primitivo. En el origen, todos hemos sido antropófagos. El Estado comienza cuando los notables reunidos en asamblea se comen al rey muerto. En las guerras antiguas devorábamos los sesos del enemigo. Los caníbales urbanos juntan lo más arcaico con lo más actual. Internet facilita la satisfacción de un deseo antediluviano.
De todo el asunto, lo que me sobrecoge es esta frase de la información antes citada: “El asesino y la víctima se conocieron a través de los foros de canibalismo de Internet”.
¿Cómo ha dicho? ¿Foros de canibalismo?