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Vírgenes y putas

Por 11 de mayo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando yo era chico, en mi colegio religioso poblado de aspirantes a sementales con las hormonas desbocadas, las mujeres estaban divividas en dos grupos: las vírgenes y las putas. Las primeras debían ser blancas y llevar apellidos lustrosos. Los chicos las pretendíamos con la esperanza de casarnos con ellas y, teóricamente, no las tocábamos hasta el matrimonio. El sexo era considerado una falta de respeto.

Las otras, en cambio, se dejaban faltar al respeto. Debían ser de color humilde, y no era necesario conservarlas, porque estaban de antemano eliminadas como candidatas a nuestro altar señorial. Solíamos llamarlas de muchas maneras: rucas era la más frecuente. En cambio, a las virginales las llamábamos simplemente “chicas”. El mundo estaba bien organizado y cada cosa tenía su lugar. Mi problema, precisamente, era que no era capaz de comprenderlo, y siempre me enamoraba de las del lado equivocado de las buenas costumbres.

Años después, mientras visito la colección permanente de Fernando Botero en el museo de Antioquia, me encuentro con los mismos ideales de mujer de mi pubertad. El criterio clasificador de las redonditas boterianas es el de mujeres decentes contra prostitutas. Pero la ironía de sus pinturas hace que los papeles, por momentos, se inviertan, y que la línea divisoria se difumine.

Hay un retrato, por ejemplo, de una prostituta de mirada altiva que fuma un cigarro con boquilla y no se toma la molestia de mirar el fajo de billetes que el cliente le extiende. Es una puta digna. Es tanta mujer que el aspirante a sus encantos ni siquiera aparece en el cuadro. Otro de los lienzos representa un burdel, pero la imagen tampoco es sórdida o grosera. Hay una pareja en la cama –él tiene cara de susto pero ella está rosadita y segura de sí- y otros dos juguetean de pie. Hay una fisgona asomándose a la puerta y una señora de la limpieza haciendo su trabajo. Todos en la misma habitación, un lupanar como una carnicería o una tienda de abarrotes, por donde cualquiera pasa un rato y saluda a los amantes. Las prostitutas, para Botero, ofrecen el amor como un servicio social, como un producto de consumo en una sociedad tan rígida que amar gratis está mal visto.

Otro de los objetos de su fascinación son las señoras de los generales y de los ricos, a las que pinta enfundadas en estolas de zorro, flanqueadas por ridículos perros de agua y enjoyadas como árboles de Navidad. Estas mujeres compran su decencia, igual que las prostitutas venden la suya. La virtud para ellas depende del precio de sus atuendos, pero ellas mismas son sólo un elemento decorativo de sus maridos, generalotes con galones, sables y medallas. Las señoras son como llaveros gigantes de esos poderosos, como escaparates del dinero con que compran sus accesorios de vestir.

Por supuesto, tanto las putas como las señoras decentes en los cuadros de Botero se definen por su utilidad para los hombres. Como amantes de ocasión o símbolos de poder, todas están determinadas por lo que los caballeros quieran hacer con ellas. Incluso sus vírgenes son solicitadas por caballeros que les piden dinero, posiblemente para gastarlo en putas. Hasta el pequeño carboncillo de Adán y Eva invierte el mito bíblico para mostrar a Adán cogiendo la manzana. Ni eso les permite Botero decidir por sí mismas a sus mujeres.

Y sin embargo, hay un tercer grupo. Algunos cuadros representan a la familia o a la pareja clasemediera y estable. En ellos, sólo en ellos, la mujer aparece al mismo nivel que el hombre. Por lo general, ambos miran a la cámara, tienen tamaños similares y sus atuendos no presentan especial distinción de ningún tipo. Nunca están desnudos, nunca se divierten. En uno de los cuadros, las moscas sobrevuelan la habitación familiar, y parecen más reales que los propios humanos.

Estos últimos cuadros completan la mirada sobre las mujeres que nos ofrece el pintor colombiano. En su universo creativo, las prostitutas son personajes más entrañables y vivos que las señoras decentes y las amas de casa. En realidad, son las únicas que dominan a los hombres, y a la vez, las únicas que les ofrecen algo más allá de las obligaciones rutinarias. En sus burdeles atestados los hombres pueden desnudarse de sus medallas, pero también de sus grises uniformes de hombres comunes, y pueden por una vez jugar a ser lo que les gustaría ser. Las altivas putas de Botero les cobran a los caballeros por no ser lo que la realidad les ofrece y les prometen todos los placeres que la vida les niega, incluso el de suplicar.

Ahora que veo los cuadros de Botero, supongo que eso era exactamente lo que yo quería de las adoradas rucas de mi pubertad: el placer de estar con las chicas con que no debía estar, un placer que sólo es posible cuando existe esa categoría de chicas. El amor correcto siempre tiene reglas, y uno nunca termina de encariñarse con sus obligaciones. Sin embargo, si algo bueno tienen las obligaciones es que te ofrecen el placer de saltártelas.

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