Marcelo Figueras
Los héroes que popularizamos dicen mucho sobre el mundo en que nos tocó vivir. A nadie extraña que en algún momento gozaran de fama los principios de la caballería. En un continente de fronteras siempre variables, donde no existía razón más persuasiva que la del poder militar, el código de honor del caballero sugería un patrón moral general: valores cristianos y la convocatoria a desfacer entuertos. El cowboy fue en esencia un héroe solitario que se proponía rediseñar un espacio desierto o salvaje a su imagen y semejanza; allí donde estuviese, encarnaba la civilización. La aparición de los superhéroes coincide con un momento de optimismo de la humanidad, cuando creemos haber dejado atrás la peor parte del camino, incluída la Guerra para Acabar con Todas las Guerras. (Por supuesto, enseguida llegarían el Crack del 29 y la otra Guerra, la Segunda, que ya desde su título asumía el realismo de presuponer que podía haber una Tercera.)
¿Qué dice sobre nuestro mundo la popularidad de los forenses? Ya se perfilaba desde hace algunos años, con el éxito obtenido por una vieja serie llamada Quincy y por las novelas de Patricia Cornwell. El fenómeno estalló con la serie CSI y sus variantes de Miami y New York. Ahora hay una nueva serie, Bones, cuyos personajes han sido extraídos de otra saga novelística. Mis hijas, familiarizadas con la tarea por el hecho de vivir en la tierra de los desaparecidos y de haber conocido a algunos de los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, se prendieron a CSI de inmediato. La hija de mi mejor amiga cursa el secundario con la idea de dedicarse al asunto apenas se reciba. Para ellas un forense es un héroe, cosa que asumen con la misma naturalidad que nosotros dedicábamos a Sir Lancelot, a Wyatt Earp o a James Bond.
En esencia, un forense es un médico que llega siempre tarde. Encuentra las causas del mal ex post facto, cuando ya no puede ser remediado y todo lo que nos queda es la esperanza de hacer justicia. Que no es poco, por cierto; pero imagino que en la consagración de los forenses como héroes existe algo de resignación, un subtexto que nos sugiere que el mal es irrefrenable, que no debemos alentar la fantasía de evitarlo como en otra época lo hicieron el caballero andante, el sheriff y el superhéroe. No podemos negar la actuación del Mal, no podemos erradicarlo de nuestra naturaleza, ergo, no aspiramos a otra cosa que no sea castigar a sus más eficaces cultores; una enseñanza que suena sensata en un mundo post Auschwitz y post-Hiroshima, pero que no deja de producirme un cierto dolor. Preferiría que mis hijas conservasen la ilusión, que no se viesen forzadas a identificar el mal con lo inevitable, que entendiesen la necesidad de trabajar no tanto sobre sus consecuencias como sobre sus causas.
Por mi parte, el encanto que ejercen los forenses sobre mi imaginación queda explicado por una frase que Margaret Atwood incluyó en su novela The Blind Assassin: “Prosperamos gracias a los huesos; sin ellos no habría historias”.