Jean-François Fogel
Me acuerdo del día de mi descubrimiento de “Stendhal” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Era una traducción al español. Un librito del editor Trieste que me provocó una irresponsable crisis de celos. La sensación de ser testigo del robo de un tesoro francés por un príncipe siciliano. ¿Cómo podía ser? El autor del Gatopardo no había escrito un libro a propósito de Stendhal o un estudio literario sino un libro que se ubicaba con su seductor desorden, su obsesión por los detalles dentro del círculo mágico que el propio Stendhal había nombrado al dedicar La cartuja de Parma como el de los “happy few”.
Lo que más me molestó fue descubrir el uso del francés, muy acertado, para el título de un capitulo: “L’heure des cuirassiers”. Escribir así no era poner la pata en el terreno más íntimo de la literatura francesa, era establecerse en su centro. Algo como decir Stendhal es mío y lo demuestro con un libro que corresponde plenamente a los escritos íntimos del maestro.
Escritos que tocan así el gran secreto de la obra de Henri Beyle hay pocos. Está el famoso artículo de Balzac sobre la “Cartuja” que afirma que no existen más de mil quinientos lectores en toda Europa que puedan entender los méritos de la novela (“El señor Beyle, escribe Balzac, ha hecho un libro donde lo sublime estalla de capítulo en capítulo”). Está también el todavía debatido artículo de Prosper Mérimée, H.B., por uno de los cuarenta, una caricia que deja un arañazo en la figura de Stendhal. Al revés, hay un sinfín de cegueras, la más famosa la del propio Sainte-Beuve, primus inter pares de los críticos que confirmaron el pronóstico de un autor anunciando a mitad del siglo XIX que tendría sus lectores en 1880 y, aún más, en 1935.
Hasta ayer podía añadir a aquella lista los libros que un lector guarda por razones imposibles. En mi caso, eran tres: Stendhal de Albert Thibaudet, Stendhaliana (nombre de una enfermedad incurable) de Emile Henriot y CLX petits faits vrais, un censo por Jean-Louis Vaudoyer de ciento sesenta historietas que gustaron a Stendhal sembradas a lo largo de su obra. Desde hoy, no son tres sino cuatro. Acabo de leer Adorable Stendhal de Leonardo Sciascia, que viene como un eco de lo que me provocó la lectura del libro de Lampedusa. Otro siciliano, igual capacidad de establecerse frente al gran amante de Italia y conversar sobre él de manera intensa, con hambre de hechos y dominio total de los escritos. El libro de Lampedusa no era un libro sino la transcripción de las lecciones que daba sobre literatura al final de su vida. Igualmente, el libro de Sciascia es una mera recopilación hecha por su viuda de los textos que el autor de Todo modo dedicó a Stendhal.
Es una obra incompleta, caótica y, por tanto, digna de Stendhal que dejó tantos libros inacabados. No sé por qué milagro llegó a mis manos la traducción al español. Fue publicada por Adriana Hidalgo Editora, en Argentina, en diciembre pasado. Todo lo que he leído es un encanto: las páginas sobre Pedro Napoleón que fue el modelo de Fabricio del Dongo; la maneja de recordar que Stendhal ha “lidiado con la nada”; la manera de definir la vida de Stendhal como “un amor hacia la vida no correspondido”; la descripción de la afición por Italia “de un escritor sumamente francés y muy poco italiano”; la evocación del bandolero Gasparoni encerrado en su fortaleza; la emoción al comprobar que sí fue posible, el conde Greppi almorzó con Stendhal cerca de 1840 y jugó al billar con Hemingway en 1917. No faltan los pedacitos de nada sobre Gramsci, Paul Valery, André Gide, que son rasgos fundamentales en una pasión por Stendhal cercana a la alucinación. No falta, por supuesto, la comparación entre Stendhal, que se prometía lectores a largo plazo, y Lampedusa, actuando como un autor que no podría tener lectores.
El título del libro viene de una confidencia de Sciascia sobre Pasolini. (Me parece reconocer el texto, extracto de El caso Moro). Sciascia dice que lo que le aparta de Pasolini es el sobre-uso que hace este de la palabra adorable. Los pequeños amantes que por fin lo mataron en una playa eran para Pasolini sus “adorables”. Sciascia dice que para él aquella palabra solo mereció dos utilizaciones: “… para una sola mujer, y para un solo escritor. Y este escritor, tal vez esté de más decirlo, es Stendhal”.
Hay que hablar bien claro: es un libro tan imprescindible sobre Stendhal que nadie lo necesita a menos que sea víctima de aquella incurable enfermedad cuyo síntoma Sciascia describe: “el stendhalismo, dice, es seguramente la pasión más duradera, la más vasta, la más fervorosa que la historia, la vida y las costumbres literarias registran”.