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VISCA CATALUNYA

He vivido muchos años en Cataluña. Al leer las noticias sobre el follón (no conozco otra palabra) que se produce en el “Palau de la Generalitat”, la sede del gobierno catalán, me preguntó cómo se entiende, o mejor no se entiende, al otro lado del mundo, lo que es ser catalán en el siglo XXI. Una parte de la península que explicaba la necesidad de “fer país”, de construir su país frente al franquismo, no sabe ahora cómo hacer para que una persona se sienta cómoda en el noreste de España ( ya puse la maldita palabra).

“Qui viu i treballa a Catalunya es catalá” (quien vive y trabaja en Cataluña es catalán) decía Jordi Pujol, el presidente de la Generalitat, para definir a sus ciudadanos en las últimas décadas. Hoy, la confusión es total. Una sociedad civil que fue la más inventiva, irónica, eficiente en la época de la dictadura se pierde y pierde su alma. Es muy difícil entender cómo la izquierda catalana, al llegar al poder en la Generalitat, y conociendo los problemas de vivienda, de calidad de la salud o de enseñanza que se plantean, decide en 2003, bajo el mando de Pasquall Maragall, que no hay tarea más urgente que definir los términos nación y nacionalismo.

Quizá lo mejor para percibir la esencia de tanta confusión es leer dos capítulos, no mas que dos capítulos de Vaya España (Aguilar), un retrato de España escrito por dieciocho corresponsales extranjeros. Ni uno de ellos merece la sospecha de no sentir amor por los españoles. Lo aman todo, incluyendo sus defectos. Es un libro que dice cuánto se disfruta al vivir en España, pero los dos capítulos dedicados al nacionalismo en general y a Cataluña en particular son devastadores.

“¿Mai has viatjat a Espanya?” (¿Has viajado alguna vez a España?) es la primera pregunta que se hace a Barbara Schwarzwälder, de Alemania, en su primer curso de catalán en Barcelona. Como ella lo dice, la pregunta está hecha para impedir a una alumna que quiere aprender el catalán dar una respuesta sin errar. Con razón titula su magnifico texto “En el laberinto nacionalista”. Y no se sale del laberinto.

Gerrit Jan Hoek, un holandés enviado a Barcelona, por su amor al Barça, el club de fútbol, no dice otra cosa al recordar que un idioma es también un “medio de comunicación” y que no se puede utilizar para apartarse de todos sin ser más pobre.

Escribo todo esto con sumo respeto hacia los maestros de la literatura catalana, Mercé Rodoreda o J.V. Foix, si hay que citar a alguien. Pero citar nombres es peligroso. Enseguida tengo que admitir una “traición”: los versos de Gabriel Ferrater (autor del Poema inacabat) y los de Jaime Gil de Biedma (que recopiló sus poemas en Colección particular) siempre están a mi lado. El primero escribía en catalán y el segundo en castellano y no sé elegir entre ellos sin quitar algo a Barcelona. A menos que, como advierte un poema de Gil de Biedma que toma del catalán, con lo que pasa ahora, “Barcelona ja no és bona”.

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16 de mayo de 2006
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Soledad y tristeza en el Distrito Federal

-Señores pasajeros, estamos sobrevolando la ciudad de México. Por favor, abróchense los cinturones.

En el momento en que escucho esa frase, asoman por la ventanilla pequeñas ciudades que comienzan a tejerse sobre el fondo marrón del suelo, hasta cubrirlo por entero con casas, edificios y autopistas. Pero pasan diez minutos, veinte minutos, media hora, los edificios se suceden en un extensísimo entramado, y aún no llegas. En días claros –es decir, con una capa de smog relativamente delgada-, tu vista se pierde en la infinitud de casas. No hay mar ni montañas ni límites de ningún tipo: el distrito federal no termina nunca.

Uno puede sentirlo desde que llega al aeropuerto. La siguiente ciudad más grande del continente, Nueva York, tiene tres aeropuertos internacionales. México lo resuelve todo con uno solo. En el Benito Juárez, los aviones hacen largas colas en la pista de despegue, y hasta parece que se tocan bocinazos, se pasan los semáforos en rojo, se empujan y se mentan la madre. Los camiones de equipaje parecen un gran mercado ambulante, y los minibuses de pasajeros chocan unos con otros.

Eso es sólo el preámbulo del avispero que es la calle. Uno de los recuerdos más claros de mi infancia en México es que salía con una hora de anticipación para llegar a tiempo a la escuela, que estaba a diez cuadras. Y el problema se multiplica en distancias largas. Recuerdo una vez haber ido a buscar a un amigo para ir a una reunión de trabajo: 60 km hasta su casa, 60 más hasta la reunión, y luego regresar. En total, ese día cubrí la distancia que separa a Barcelona de Zaragoza sin salir del DF. Y demoré como si hubiese llegado hasta Sevilla.

Por infernal que parezca, ése es el encanto de México: por mucho que te esfuerces, sabes que nunca terminarás de conocerlo. Sólo concebir una calle entera resulta complicado. Cada casa parece diseñada deliberadamente en un estilo distinto de la que tiene al lado. Puedes visitar un barrio rico, uno colonial, uno miserable y uno moderno en la misma manzana. México desafía a todas las leyes, incluso las del urbanismo, incluso la de gravedad.

Esa gigantesca masa de gente y lugares violentamente apachurrados acentúa la sensación de soledad. Sientes que, además de estar aislado, eres una pequeña piltrafa, una insignificancia en un mundo descomunal que no eres capaz de comprender, en el que tu voz se pierde entre el sonido de las bocinas. Eso me ocurre cuando llego a mi hotel, en Cuauhtémoc con Parroquia.

Para empezar, el pasillo del hotel es como el de El Resplandor de Kubrick. Tengo que atravesar varios pasillos deshabitados, amortiguados por alfombras mullidas e iluminados con una luz oblicua. El silencio es tan intenso que, al abrir la puerta de mi cuarto, me recorre un escalofrío. Cuando abro la ventana para que entre un poco de ruido humano, descubro que tengo vista al consultorio de un odontólogo. O más bien, que un hombre acostado con la boca abierta tiene vista a mí.Cierro la ventana.

Mi suite se llama Jaspe y tiene una bañera, incluso un minibar. Trato de sentirme exitoso y triunfador. Me desnudo y me sumerjo en el agua caliente con un whisky en la mano. Consulto sin salir del agua las posibilidades del canal porno: “Mexicanas debutantes” y “Hermanitas anales” parecen las propuestas más interesantes. Pero no consigo relajarme completamente.

Decido vestirme y bajar por una copa. En el bar, decorado en un oscuro estilo de los setenta, no hay nadie. Me pido un Bloody Mary. Me siento de humor para uno de esos. No llega nadie. Pasan las horas. Pido otro Bloody Mary. El silencioso barman parece Grady, a punto de recomendarle a Jack Nicholson que asesine a su mujer.

Al fin, un hombre entra en el bar. Lentamente, se acerca a la barra e intercambia unas palabras con Grady. Luego se dirige a un lado. Me pierdo en mis pensamientos, hasta que escucho una canción. Es una balada de Mijares: “Para amarnos más”. Comprendo que el recién llegado es el pianista del hotel. Él sigue cantando éxitos de la canción romántica mexicana: “40 y 20”, “Gavilán o Paloma”, “Brindemos por ella”.

Son las 12:40 de la noche. Me pido otra copa.

En el bar del hotel, aún no hay nadie.

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16 de mayo de 2006
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Perdona que insista

Es que he vuelto muy impresionado de esta última visita a Barcelona. Coincidí con el derrumbe del gobierno de Maragall, la expulsión de los independentistas y la convocatoria de elecciones. En el palacio de la Generalidad quedó un montón de cascotes mezclados con relojes Rollex, carburadores de BMW y lencería de Christian Dior, horterismo caro. En realidad, se han derrumbado más cosas.

Cuando los socialistas catalanes ganaron la carrera de los Juegos Olímpicos y pusieron a Barcelona en el mapa internacional, sufrieron un ataque de narcisismo que ha acabado por sorberles el seso. Diseñaron una ciudad de servicios sobre las ruinas de una ciudad industrial y aquella masa amorfa, negra de hollín, miserable y cubierta de roña del franquismo que tanto le gustaba a Bataille, se transformó en una agradable ciudad socialdemócrata.

A partir de ese momento se creyeron capaces de crear de la nada, como Dios. El montaje de espectáculos ha sido una obsesión de los últimos diez años. Escenarios, telones, montajes, coreografías, en resumen, falsedades, cuentos y trampantojos. Una escenografía de purpurina que escondía corrupciones, mafias, criminalidad rampante, clientelismo y estafas apenas disimuladas a la población, como el hundimiento del túnel del Carmelo que dejó a casi un centenar de familias sin hogar.

Creyeron que se harían con el poder absoluto si diseñaban un partido que, aunque socialista, fuera nacionalista, porque Cataluña echa mucho de menos la religión. Olvidaron que el único caso conocido de nacional socialismo es escasamente recomendable. Se aliaron con los independentistas, los cuales disfrazan una ideología de extrema derecha con retórica izquierdoide. Finalmente, ese diseño les ha estallado en la cara al cabo de dos años.

El poder, en las próximas elecciones, volverá muy probablemente a la derecha tradicional y católica en cuyas manos estuvo desde la muerte de Franco y que representa muy cabalmente a la burguesía catalana. El paréntesis socialista se verá como una aberración: aquellos años en los que un grupo de señoritos convencidos de ser de izquierdas creyeron poder diseñar la vida de los ciudadanos como si fuera un desodorante.

El diseño de la mentira, unido al espectáculo circense continuado para distraer a la población y un soborno descarado de los medios de comunicación, no les ha servido para nada. Si quieren volver al poder no tendrán más remedio que ser socialistas. Y eso seguramente no conviene a sus intereses privados.

Por lo demás, los restaurantes estaban carísimos y había bajado mucho la calidad. Seguía siendo un placer ver el sol cada mañana y a los loros verdes volar en formación de combate entre las palmeras, como aquellas heroicas patrullas de Spitfire en la batalla de Inglaterra. Están anidando y no se andan con bromas.

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16 de mayo de 2006
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DISCREPANCIAS EN LA CATEDRAL

El 13 de abril del año pasado, Rupert Murdoch, el dueño de medios de comunicación más rico del mundo, hablaba frente a mil quinientos de sus redactores en jefe en Nueva York. Y para asegurarse de la atención de su audiencia, empezó con el clásico “opening joke” (el chiste de apertura). Era una cita de una carta del autor Mark Twain a un amigo. “Muchas veces, decía Twain, recordamos con lástima que Napoleón disparó con un fusil a un redactor en jefe y mató a un editor… Pero nos acordamos con generosidad que a pesar de esto tenía buenas intenciones…”.

Lo que contaba Twain no es cierto, pero no podemos olvidar aquellas intenciones que atribuía a Napoleón. Creo que las intenciones del joven novelista peruano Diego Trelles Paz son igual de buenas. Su última novela, El círculo de los escritores asesinos, cuenta a cuatro voces lo que habría sido el asesinato de un crítico literario. Siendo un poco crítico literario, el proyecto me parece simpatiquísimo. Como idea, claro. No dudo de lo imprescindible que es la tarea de limpiar Lima de su “mafia cultural”. Pero, tal como Napoleón se equivocó en el relato de Twain, sus asesinos se equivocan en el momento de contar su crimen. Un escritor es un testigo poco confiable. En lugar de entregar los hechos, cuenta su historia. Al final, no es el crimen sino los asesinos, escuadrón de la muerte de la mala cultura, los que representan la parte más atractiva del texto.

“Todo escritor necesita de un padre espiritual…” reconoce el autor y como su novela tiene lugar en Lima, no hay duda acerca de la figura del padre. “… vamos al malecón Paul Harris, de repente asoma Vargas Llosa por el balcón” dice uno de los personajes al final de una noche sin dormir. No importa donde pasa la noche con sus compañeros, en un bar llamado “Círculo”, “Dragón” o “Tijeras”, es el mismo mundo cerrado de  las conversaciones de una generación que llegó demasiado tarde para plantear en su conversación la famosa pregunta: "¿en qué momento se jodió el Perú?"

En la catedral de Diego Trelles Paz, ya no hay Perú y tampoco hay realidad. Los protagonistas se tiran nombres de personajes, libros o películas a la cara. Su vida se limita a las discrepancias sobre obras ajenas a ellos. Saben que nuestro mundo globalizado y virtual solo hospeda a “personajes desquiciados de una novela anónima” que llamaremos la vida limeña o parisiense o madrileña, no importa. Debo reconocer que me encantó la lista de las referencias culturales en la novela. Permite una pequeña síntesis, que es el retrato de una generación de jóvenes: el cine cuenta tanto como la literatura; la poesía sobrevive; Roberto Bolaño es un mito necesario para creer que todo es posible; todavía queda algo de Francia (muchas gracias, Eric Rohmer) y Juan Carlos Onetti no tiene que temer nada del futuro, incluyendo el tratamiento que le podrían propinar escritores asesinos.

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12 de mayo de 2006
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Las cosas que hacen girar al mundo

Me conozco todas las razones convencionales, pero a veces creo que más allá de lo que pretende la ciencia, también existe gente que hace girar al mundo; gente sin la cual el planeta encallaría, enajenándose de su rumbo, perdiéndose en la inmensidad.

El miércoles por la noche fui a ver el show que la cantante Isabel de Sebastián y su marido, el pianista y compositor Bob Telson, ofrecen en el Faena Hotel. Conozco a Isabel desde hace varias vidas atrás, cuando era la vocalista de un grupo de rock llamado Metrópoli al que muchos considerábamos la gran esperanza de la escena local. Se ve que algo le faltaba o le sobraba a esa escena, porque un día Isabel agarró sus maletas y se fue a los Estados Unidos. Conocí a Bob por su intermedio, cuando ya eran pareja y vivían en un apartamento de Tribeca que el 11-9 arrasaría tiempo después. En ese entonces yo conocía a Bob como el autor de Calling You, la inolvidable canción que Jevetta Steele cantaba en la película Bagdad Café. Gracias a Isabel descubrí además que Bob había compuesto varias piezas para la compañía de danzas de Twyla Tharp, y que era de la clase de persona dentro de cuya cabeza Sófocles podía ocurrir en Harlem; conservo la grabación de The Gospel at Colonus, en la que brillan The Five Blind Boys of Alabama y The J.D.Steele Singers, como uno de mis regalos más preciados.

Siempre me pareció que Bob vivía dentro de su propio universo. Es un hombre parco, pero no desconectado de los demás. Lo he visto pasarse toda una velada abrazado a una guitarra mientras los demás conversaban, sin enajenarse nunca: las cosas que improvisaba sobre las cuerdas constituían sutiles comentarios personales. Lo del universo personal termina de aclararse cuando uno oye sus canciones: se trata de un planeta donde Cole Porter dialoga con Salgán, donde Nick Cave y Tom Jobim intercambian impresiones de vida –convertidas en música, por supuesto; he ahí el lenguaje que se habla en su propia metrópoli.

Bob Telson es un compositor exquisito. Definidas por el perfecto instrumento de Isabel, sus canciones brillan en la oscuridad del universo como un faro. En el último tiempo compuso el score para un musical de Bagdad Café que ojalá tengamos suerte de ver alguna vez en la Argentina. (Saboreé algunas de esas canciones el miércoles, durante su show.) Mientras tanto, me basta con saber que sigue en la casona de Martínez que parece construida alrededor de su piano, y en la que vive junto a Isabel y sus dos hijos desde hace tres años: lejos de su país natal pero cerca de todo, viviendo a su aire, dándole tiempo al mundo para acomodarse a su sorpresa. Y yo, que he tenido la inmensa fortuna de conocerlo, seguiré durmiendo tranquilo noche tras noche aun cuando George W. Bush pretenda que su hermano Jeb lo suceda en la presidencia, aun cuando ya hayan muerto mil en un mes a causa de la violencia sectaria en Irak, aun cuando sigan intentando ahogar a Palestina, porque sé que en este rincón de Sudamérica existe un tipo que día tras día se levanta de la cama para crear algo bello. Y las cosas bellas que el hombre crea, más allá de lo que pretenda la ciencia, son las que hacen que el mundo siga girando.

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12 de mayo de 2006
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Carta a un amigo

Decía Fernando Savater en el Ciberpaís de ayer que en Internet sólo visita las páginas hípicas y lee los blogs de los amigos.

¡Hola Fernando! No soy un caballo, soy un amigo. ¡Qué más quisiera yo que haber sido un caballo! Resígnate, como yo me he resignado.

Aquí me tienes, hablando con el universo. Es raro esto, ¿verdad? Hace un tiempo teníamos el convencimiento de que sólo merecía la pena hablar en círculos muy discretos y selectivos. Recuerdo como si fuera hace cuarenta años que éramos ferozmente partidarios de la oralidad, lo que generaba más de uno de tus espantosos chistes. Teníamos una cierta desconfianza ante todo aquello que no se dice a la cara. Por eso preferíamos la enseñanza de maestros como Agustín García Calvo o Rafael Sánchez Ferlosio en directo, que la de Nietzsche en papel. Las palabras hay que oírlas mientras están vivas, como la música. Leerlas es un grandísimo consuelo, pero consuelo al cabo.

De nuestro paso por San Sebastián tengo presente sobre todo la fraternidad entre profesores y alumnos. Formábamos una unidad ambulante y las clases se daban en las aulas, en las tabernas, por la calle o en la sidrería. Estábamos siempre hablando, disputando, discutiendo, pero sobre todo escuchando a los demás. Luego, claro, escondidos por las esquinas oscuras estaban los malos, los que ni escuchan ni hablan. Y los malos te han perseguido hasta el final. Por fortuna, ha sido su final y no el tuyo el que os ha separado.

En tus declaraciones dices que has usado mucho el teléfono móvil: “Hemos pasado unos años complicados y el teléfono evita la angustia de saber cómo están los tuyos”. Que lo hayas escrito en pretérito, ese “hemos pasado”, me ha dado una enorme alegría. ¡Os habéis librado de la peste! Te imagino ahora corriendo por la Concha, como solías cada mañana, y una multitud de espíritus buenos corriendo contigo una carrera invisible y dándote ánimos. Eres el superviviente.

No sé si tú también lo viste, pero ayer salía por la televisión el Tchelis declarando en la Audiencia. ¿Lo recuerdas? No recuerdo quién me dijo que tenía la celda empapelada con estampitas de la Virgen María. Había sido un alumno ejemplar en cuya tesis doctoral estuvo presente Maurice de Gandillac, si no recuerdo mal. ¡Qué catástrofe la de ese país! Les va a costar insomnios comprender la malignidad que les destruyó la razón durante decenios, la peste que ha contaminado a sus hijos y a sus nietos con un veneno que lo arrasa todo, a los asesinados y a los asesinos, necesitarán mucho coraje para comprender que no han ganado nada, que todo ha sido inútil y que sólo han producido océanos de dolor. Para nada, Fernando, para nada.

Me comentaba hace años otro de nuestros compañeros donostiarras que por lo menos los tiranos mesopotámicos dejaron esculturas, monumentos, zigurats, astronomía, poemas... En Rusia no ha quedado absolutamente nada del estalinismo. Las estatuas han sido inmediatamente destruidas, no sólo por representar al infame, sino porque eran esculturas infames. Tampoco en el País Vasco va a quedar nada de estos años tan criminales como idiotas. Nada para la memoria como no sean las tumbas. El mal, ya lo sabes, es siempre banal.

¡Qué fatiga, ¿no es cierto?, tener que ayudarles ahora a tragar su derrota!

Te envío mi mejor relincho. Y un abrazo para Sara.

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12 de mayo de 2006
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El reality show del poder

La señora está un poco nerviosa por las cámaras, pero en cuanto recibe el micrófono, pone la voz firme para hacer su demanda:
-En mi comuna no hay agua ni desagüe –protesta-. Llevan años prometiendo y prometiendo, pero no ponen tuberías. Tenemos que atravesar todo el cerro para llegar a la fuente más cercana.

Frente a ella, dirigiendo la sesión, está ni más ni menos que el presidente de Colombia Álvaro Uribe, flanqueado por sus ministros, el director de Planeación Nacional, el gobernador y su gabinete, los alcaldes y concejales del municipio, los diputados y congresistas de la zona e incluso representantes gremiales y del sector privado. Y está indignado. Se vuelve hacia el encargado de infraestructuras y le dice, casi le recrimina:

-¿Me puede explicar eso?

El aludido carraspea, se pone nervioso, tartamudea. Parece querer decir que la red de agua no puede subir hasta el final del cerro. Pero en realidad, así de porrazo, no sabe ni dónde está exactamente el barrio de la señora, ni cuáles son las previsiones y alcances de la red de tuberías punto por punto. Quizá podría preguntárselo a alguno de sus subordinados, pero esto es la tele, y cada segundo cuesta. No le queda más remedio que soportar la regañina casi paterna del presidente que exige una solución en menos de tres meses y asegura en cadena nacional que se ocupará personalmente del seguimiento del problema. 

Esta escena se repite todos los sábados, cada semana desde un punto diferente del país, y constituye una de las claves de la popularidad de Uribe. Los “consejos comunales” –que así se llama el programa- muestran a un presidente atento a los problemas de cada ciudadano colombiano, como un gran padre que, además, lo ve todo. Como Dios, vaya. Pero con la ventaja de que Dios no puede culpar a los santos y a los ángeles por sus errores. En cambio, la escenificación de los consejos comunales como una supervisión del patrón a sus empleados permite que Uribe se atribuya los aciertos pero delegue los fracasos en esta grey de funcionarios cuyo desempeño, sin embargo, vigila atentamente, día y noche, infatigablemente.

Y es que Uribe, como Hugo Chávez, hace gala de un gran talento escénico, menos chirriante pero no menos efectivo que el de su vecino. Si Chávez mezcla en su papel la retórica revolucionaria con los modos del papá populachero y acriollado, Uribe es más bien el padre severo pero justo, y en su discurso abundan las referencias a Dios, la Patria y los viejos valores de las familias decentes.

Eso funciona. El principal candidato opositor, Carlos Gaviria, era magistrado del tribunal que aprobó la ley que permite llevar una dosis de droga para consumo personal. Se trata de una ley que tienen todas las democracias. No obstante, la semana pasada, Uribe acusó a su rival de haber apoyado con ella el uso y por lo tanto el tráfico de drogas. En un país hipersensible donde el tema se confunde con la violencia guerrillera y la corrupción, Uribe sabe qué palabras empujan a Gaviria hacia el abismo. Otra de sus estrategias es llamarlo “comunista”. Gaviria, en respuesta, acusa al presidente de “macartismo”. Pero el primer adjetivo resuena mucho más fuerte en los oídos colombianos. 

Uribe domina no sólo las palabras y los escenarios, sino incluso los gestos políticos, y cuenta para ello con la propia ambición de sus opositores. Al candidato conservador Andrés Pastrana lo nombró embajador en Washington. Al liberal Horacio Serpa lo envió a la OEA. A la independiente Noemí Sanín, a Madrid. Así acalló las principales voces que lo acusaban de cercanía con los paramilitares, y neutralizó a los partidos opositores.

En el reality show del poder, Uribe es un conductor privilegiado y goza de una gran sintonía. Su imagen personal es como una luz que baña a sus aliados y condena a la oscuridad a sus enemigos. Como ocurrió con Fujimori o Chávez, eso tiene un efecto corrosivo en las instituciones democráticas: los grandes partidos tradicionales están descabezados. Y él mismo, en las últimas elecciones, no contó con una lista sino con una alianza de siete, lo cual lo libera de ceñirse a un programa. Ha conseguido reformar la constitución para optar a la reelección. Las autoridades juzgaron que la emisión de los consejos comunales en televisión pública durante la campaña por la presidencia constituía competencia desleal, y él recurrió a la intocable televisión privada.   

Colombia tiene un récord de más de cincuenta años de institucionalidad ininterrumpidos. Aquí había elecciones cuando casi todos los demás países de la región sufrían dictaduras militares. Y sin embargo, hoy, aunque haya tomado un rumbo opuesto a los demás países andinos, es una muestra más del desprestigio que sufre la democracia entre sus propios ciudadanos.

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12 de mayo de 2006
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De los forenses como héroes

Los héroes que popularizamos dicen mucho sobre el mundo en que nos tocó vivir. A nadie extraña que en algún momento gozaran de fama los principios de la caballería. En un continente de fronteras siempre variables, donde no existía razón más persuasiva que la del poder militar, el código de honor del caballero sugería un patrón moral general: valores cristianos y la convocatoria a desfacer entuertos. El cowboy fue en esencia un héroe solitario que se proponía rediseñar un espacio desierto o salvaje a su imagen y semejanza; allí donde estuviese, encarnaba la civilización. La aparición de los superhéroes coincide con un momento de optimismo de la humanidad, cuando creemos haber dejado atrás la peor parte del camino, incluída la Guerra para Acabar con Todas las Guerras. (Por supuesto, enseguida llegarían el Crack del 29 y la otra Guerra, la Segunda, que ya desde su título asumía el realismo de presuponer que podía haber una Tercera.)

¿Qué dice sobre nuestro mundo la popularidad de los forenses? Ya se perfilaba desde hace algunos años, con el éxito obtenido por una vieja serie llamada Quincy y por las novelas de Patricia Cornwell. El fenómeno estalló con la serie CSI y sus variantes de Miami y New York. Ahora hay una nueva serie, Bones, cuyos personajes han sido extraídos de otra saga novelística. Mis hijas, familiarizadas con la tarea por el hecho de vivir en la tierra de los desaparecidos y de haber conocido a algunos de los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, se prendieron a CSI de inmediato. La hija de mi mejor amiga cursa el secundario con la idea de dedicarse al asunto apenas se reciba. Para ellas un forense es un héroe, cosa que asumen con la misma naturalidad que nosotros dedicábamos a Sir Lancelot, a Wyatt Earp o a James Bond.

En esencia, un forense es un médico que llega siempre tarde. Encuentra las causas del mal ex post facto, cuando ya no puede ser remediado y todo lo que nos queda es la esperanza de hacer justicia. Que no es poco, por cierto; pero imagino que en la consagración de los forenses como héroes existe algo de resignación, un subtexto que nos sugiere que el mal es irrefrenable, que no debemos alentar la fantasía de evitarlo como en otra época lo hicieron el caballero andante, el sheriff y el superhéroe. No podemos negar la actuación del Mal, no podemos erradicarlo de nuestra naturaleza, ergo, no aspiramos a otra cosa que no sea castigar a sus más eficaces cultores; una enseñanza que suena sensata en un mundo post Auschwitz y post-Hiroshima, pero que no deja de producirme un cierto dolor. Preferiría que mis hijas conservasen la ilusión, que no se viesen forzadas a identificar el mal con lo inevitable, que entendiesen la necesidad de trabajar no tanto sobre sus consecuencias como sobre sus causas.

Por mi parte, el encanto que ejercen los forenses sobre mi imaginación queda explicado por una frase que Margaret Atwood incluyó en su novela The Blind Assassin: “Prosperamos gracias a los huesos; sin ellos no habría historias”.

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11 de mayo de 2006
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Vírgenes y putas

Cuando yo era chico, en mi colegio religioso poblado de aspirantes a sementales con las hormonas desbocadas, las mujeres estaban divividas en dos grupos: las vírgenes y las putas. Las primeras debían ser blancas y llevar apellidos lustrosos. Los chicos las pretendíamos con la esperanza de casarnos con ellas y, teóricamente, no las tocábamos hasta el matrimonio. El sexo era considerado una falta de respeto.

Las otras, en cambio, se dejaban faltar al respeto. Debían ser de color humilde, y no era necesario conservarlas, porque estaban de antemano eliminadas como candidatas a nuestro altar señorial. Solíamos llamarlas de muchas maneras: rucas era la más frecuente. En cambio, a las virginales las llamábamos simplemente “chicas”. El mundo estaba bien organizado y cada cosa tenía su lugar. Mi problema, precisamente, era que no era capaz de comprenderlo, y siempre me enamoraba de las del lado equivocado de las buenas costumbres.

Años después, mientras visito la colección permanente de Fernando Botero en el museo de Antioquia, me encuentro con los mismos ideales de mujer de mi pubertad. El criterio clasificador de las redonditas boterianas es el de mujeres decentes contra prostitutas. Pero la ironía de sus pinturas hace que los papeles, por momentos, se inviertan, y que la línea divisoria se difumine.

Hay un retrato, por ejemplo, de una prostituta de mirada altiva que fuma un cigarro con boquilla y no se toma la molestia de mirar el fajo de billetes que el cliente le extiende. Es una puta digna. Es tanta mujer que el aspirante a sus encantos ni siquiera aparece en el cuadro. Otro de los lienzos representa un burdel, pero la imagen tampoco es sórdida o grosera. Hay una pareja en la cama –él tiene cara de susto pero ella está rosadita y segura de sí- y otros dos juguetean de pie. Hay una fisgona asomándose a la puerta y una señora de la limpieza haciendo su trabajo. Todos en la misma habitación, un lupanar como una carnicería o una tienda de abarrotes, por donde cualquiera pasa un rato y saluda a los amantes. Las prostitutas, para Botero, ofrecen el amor como un servicio social, como un producto de consumo en una sociedad tan rígida que amar gratis está mal visto.

Otro de los objetos de su fascinación son las señoras de los generales y de los ricos, a las que pinta enfundadas en estolas de zorro, flanqueadas por ridículos perros de agua y enjoyadas como árboles de Navidad. Estas mujeres compran su decencia, igual que las prostitutas venden la suya. La virtud para ellas depende del precio de sus atuendos, pero ellas mismas son sólo un elemento decorativo de sus maridos, generalotes con galones, sables y medallas. Las señoras son como llaveros gigantes de esos poderosos, como escaparates del dinero con que compran sus accesorios de vestir.

Por supuesto, tanto las putas como las señoras decentes en los cuadros de Botero se definen por su utilidad para los hombres. Como amantes de ocasión o símbolos de poder, todas están determinadas por lo que los caballeros quieran hacer con ellas. Incluso sus vírgenes son solicitadas por caballeros que les piden dinero, posiblemente para gastarlo en putas. Hasta el pequeño carboncillo de Adán y Eva invierte el mito bíblico para mostrar a Adán cogiendo la manzana. Ni eso les permite Botero decidir por sí mismas a sus mujeres.

Y sin embargo, hay un tercer grupo. Algunos cuadros representan a la familia o a la pareja clasemediera y estable. En ellos, sólo en ellos, la mujer aparece al mismo nivel que el hombre. Por lo general, ambos miran a la cámara, tienen tamaños similares y sus atuendos no presentan especial distinción de ningún tipo. Nunca están desnudos, nunca se divierten. En uno de los cuadros, las moscas sobrevuelan la habitación familiar, y parecen más reales que los propios humanos.

Estos últimos cuadros completan la mirada sobre las mujeres que nos ofrece el pintor colombiano. En su universo creativo, las prostitutas son personajes más entrañables y vivos que las señoras decentes y las amas de casa. En realidad, son las únicas que dominan a los hombres, y a la vez, las únicas que les ofrecen algo más allá de las obligaciones rutinarias. En sus burdeles atestados los hombres pueden desnudarse de sus medallas, pero también de sus grises uniformes de hombres comunes, y pueden por una vez jugar a ser lo que les gustaría ser. Las altivas putas de Botero les cobran a los caballeros por no ser lo que la realidad les ofrece y les prometen todos los placeres que la vida les niega, incluso el de suplicar.

Ahora que veo los cuadros de Botero, supongo que eso era exactamente lo que yo quería de las adoradas rucas de mi pubertad: el placer de estar con las chicas con que no debía estar, un placer que sólo es posible cuando existe esa categoría de chicas. El amor correcto siempre tiene reglas, y uno nunca termina de encariñarse con sus obligaciones. Sin embargo, si algo bueno tienen las obligaciones es que te ofrecen el placer de saltártelas.

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11 de mayo de 2006
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La oscuridad

Armin Meiwes conoce a Bernd Brandes gracias al sistema de contactos globales puesto en marcha por Internet. Ambos pertenecen a un rincón extraño y subterráneo de la sexualidad. Sus deseos no son precisamente populares, aunque pueden llegar a serlo. Ambos son antropófagos.

Espero que aparezca un libro que explique con detalle los protocolos de la pareja. En este caso, los detalles son esenciales. La prensa dice cosas inquietantes. Por ejemplo, leo en El País de hoy esta línea de José Comas, corresponsal en Berlín: “Meiwes mató, con consentimiento de la víctima, al ingeniero Bernd Brandes, tras cortarle el pene e intentar comerlo juntos”.

¿Cómo ha dicho? La neutralidad informativa a veces es cruel.

No me interesa el asunto por morbosidad o esnobismo. Me interesa porque muestra de un modo casi intolerable la naturaleza del deseo, esa pasión de la que apenas nada puede decirse.

Solemos considerar el deseo como algo bueno (¡deseable!) y sin embargo es la mejor demostración de nuestra inconsistencia, debilidad y fragmentación. Deseamos porque somos incompletos. El humano perfecto carecería de deseos, ese es el principio ineludible de una enorme cantidad de literatura utópica y de ciencia-ficción. También, de la teología: los ángeles no desean.

Los humanos que deseamos, somos tanto más imperfectos e incompletos cuanto más violentos son nuestros deseos. Por fortuna, la mayor parte de la población no tiene excesivas dificultades para satisfacer sus deseos, aunque sea mediante placebos reunidos hoy bajo el término vacío de “consumistas”.

No obstante, algunos humanos son incapaces de aliviar la angustia de su fragmentación si no es mediante objetos escasos, peligrosos o criminales. En estos humanos suele fructificar eso que reunimos bajo otro término vacío: “lo patológico”.

Sin embargo, ellos sólo son el ornitorrinco, la jirafa, el elefante blanco de nuestra especie animal, nuestro espejo deformante. Es en ellos en donde podemos comprobar lo arbitrario del deseo que padecemos. Algunos desean pies, otros violan cadáveres, otros quieren acariciar pieles de visón, otros sólo cuero y látex, otros corderos y vacas, otros se traspasan las tetillas con alfileres, otros quieren ser pinchados por tacones de fino acero, leí hace unos días que se están disparando las ventas de porno escatológico. En el rincón último de la escala, los caníbales.

El deseo es tan diverso y arbitrario que en sus momentos superlativos señala un enorme vacío, el océano de nuestra carencia. El deseo, finalmente, se busca a sí mismo, pero fuera de sí. Es como tratar de salvarse de las arenas movedizas tirándose del pelo.

En los caníbales urbanos aparece el rastro último de nuestro recuerdo más primitivo. En el origen, todos hemos sido antropófagos. El Estado comienza cuando los notables reunidos en asamblea se comen al rey muerto. En las guerras antiguas devorábamos los sesos del enemigo. Los caníbales urbanos juntan lo más arcaico con lo más actual. Internet facilita la satisfacción de un deseo antediluviano.

De todo el asunto, lo que me sobrecoge es esta frase de la información antes citada: “El asesino y la víctima se conocieron a través de los foros de canibalismo de Internet”.

¿Cómo ha dicho? ¿Foros de canibalismo?

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11 de mayo de 2006
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