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Madame

El piano de media cola era de color blanco. No me suelen gustar, excepto en los bares, pero por una vez estaba en armonía con el escenario. La ropa de la pianista japonesa era una seda tornasolada en la que bailaban aguas mostaza cuando pulsaba pedal. Lo habría podido pintar Watteau. En las paredes había candelabros sujetos al muro mediante un tondo de bronce con la figura de un sarraceno enturbantado. Sobre el lambrís lila, el enorme espejo barroco entre dos columnas jónicas de vidrio cuya cornucopia imita una bóveda en campana de Gauss.

Es el salón de música de Madame de Sévigné, en el palacio Carnavalet. Cuando la pianista ataca el Tombeau de Couperin, el sol de la tarde se cuela entre la hiedra que cubre el patio central y entra en la sala tanteando el parquet como un espíritu cegato y curioso.

Este delicado espectáculo es lo que queda de un recinto pensado para distraer a las princesas del siglo XVII. Algunos plebeyos aún podemos vivirlos, aunque sea ya muy degradados y con pianos blancos, a comienzos del siglo XXI, mientras el mundo parece, una vez más, estar deseando hundirse en la barbarie. Esa querencia constante e insondable.

En uno de los lagrimones de la gran araña que cuelga del techo, veo reflejado un paño de la cristalera. Es un rectángulo cruzado en cuartos áureos, como el que se refleja en el espejo cóncavo de los esposos Arnolfini, burgueses estos, de Amsterdam, pero todavía cuidadosos y exigentes con el utillaje doméstico.

La Sévigné quedó viuda a los veinticinco años. Su marido, Henri de Sévigné, un camorrista, un mal bicho, una bestia bretona con quien se había casado a los dieciocho, murió en duelo por una querella de faldas. Ella cuidó de sus dos hijos hasta que abandonaron la casona del Marais. El hijo, otro tontiloco, para seguir la senda del padre. La hija, para vivir con su marido en un castillo de la Provenza.

Quedarse sin su hija fue para la Sévigné harto más cruel que quedarse sin marido. Durante los años de separación le escribió miles de cartas. Hoy se siguen leyendo con la misma emoción. Trataba por todos los medios de mantenerla unida a una vida, la de París, que era el líquido amniótico en el que ambas flotaban. Las cartas cuentan los sucesos, escándalos, curiosidades, personajes, humoradas o prodigios de una corte más pequeña que la del actual gobierno italiano.

Aquella muchacha de 25 años, arruinada por un marido tarambana, dejó un epistolario inmortal y un bello palacio que mantiene vivo su fantasma.

No está mal. Cuando sonaba la Forlana del Tombeau, una de las páginas más elegantes de la música francesa, miré su retrato y le guiñé un ojo. Por si acaso.

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26 de mayo de 2006
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EJÉRCITOS EN LOS ANDES

En el cuento de nunca acabar que es el porvenir de América Latina en los tiempos de Chávez y Morales, o Hugo y Evo como dirían sus aficionados, se habla poco de un elemento clásico de la vida política en los Andes: los ejércitos. Desde los más oscuros cuartelazos de Bolivia a la visión progresista de Juan Velasco Alvarado en Perú se puede esperar todo de los ejércitos, menos una cosa: que desaparezcan. Desde Bolívar, que estableció la del caudillo como una figura que une los poderes civiles y militares, no se puede pensar acerca de la política en los Andes sin referirse al papel que ocupan las fuerzas armadas. Es lo que hace un excelente informe del Inter-American Dialogue, una ONG de Washington dedicada a mejorar las relaciones entre las Américas.

The Military and Politics in the Andean Region (Los militares y la política en la región andina) es un análisis que tiene un solo defecto: su falta de traducción al español. Quizá la tendremos pronto; Inter-American Dialogue suele procurar la distribución de sus impecables estudios en dos idiomas. En este caso, sería una lectura excelente para salir del falso debate sobre si Evo está más cerca de Hugo, aunque Lula, pero Uribe, etc.

La verdad es muy sencilla: nunca los países andinos consiguieron instalar a sus ejércitos bajo el control de los gobiernos civiles. En cada país, la historia se desenvuelve a través de una serie de subidas y bajadas de la influencia de los militares en la vida política. Comprometidos en la lucha contra el tráfico de droga, en el mantenimiento del orden, a veces en tareas sociales de desarrollo o de ayuda, los ejércitos van y vienen entre los palacios presidenciales y sus cuarteles con la sensación de que son tan legítimos en unos como en otros.

«Venezuela es un régimen militar; hay trescientos oficiales que tienen un papel decisivo en el funcionamiento de mi país» me decía hace poco un escritor venezolano. Es cierto y vale la pena reflexionar, tal como lo hace Carlos Basombrío Iglesias, autor del estudio de Inter-American Dialogue, sobre el sentido que tiene el abandono del plural para nombrar a las fuerzas armadas en la constitución bolivariana. Venezuela ahora tiene una fuerza armada (singular) que ya no es la «institución apolítica» de que hablaba la constitución anterior. En la vecina Colombia, el ejército ni sueña con tener tanto poder, pero no se puede negar su autonomía. Consiguió desanimar, y a veces impedir, los intentos de diálogos de paz con las guerrillas y parece que el poder civil lo aprieta poco en lo que tiene que ver con derechos humanos.

En Perú, el Fujimorismo correspondía a un momento de influencia máxima de un ejército que salió desprestigiado del caso Montesinos. La candidatura de Ollanta Humala a la presidencia es un intento de recuperación de lo que se perdió. En Ecuador, lo importante es que existe ahora un vínculo directo entre el ejército y los movimientos indígenas. Este factor podría ser decisivo en su momento, tal como la vieja lucha entre policía y ejército en Bolivia.
¿Cuál es la conclusión del estudio? Algo obvio, tan obvio que lo olvidamos siempre: cuando las élites políticas y las instituciones democráticas se ponen débiles, aparece un espacio que los militares son los primeros en ocupar. La última palabra del informe resume aquel movimiento repetitivo; la palabra es «ciclo».

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26 de mayo de 2006
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¿Qué hay detrás de un libro?

Conocemos las obras terminadas de los escritores, y sus textos nos permiten inferir, o cuanto menos imaginar, la ambición literaria que pusieron en juego durante su escritura. Pero en general no sabemos cuál era la expectativa humana detrás de la publicación de esos libros. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Una saludable combinación de ambas? ¿O simplemente un reconocimiento a la batalla presentada?

En febrero de 1836, Charles Dickens comenzó a escribir lo que se convertiría en su primera novela, The Pickwick Papers. En aquel entonces era un periodista cuyas crónicas de costumbres, firmadas con el seudónimo de “Boz”, le habían granjeado una cierta notoriedad. Trabajaba como un perro y ultimaba detalles de su inminente boda con Catherine Hogarth cuando William Hall le propuso que escribiese una ficción serializada. Nadie podía prever que Pickwick se convertiría en el éxito popular que fue. Sin embargo la contemplación del manuscrito original, con su letra firme y decidida y con sus párrafos casi desprovistos de correcciones, nos sugiere que Dickens intuyó que había encontrado, en el trabajo minero de aquella escritura, una veta riquísima que no podía dejar de explorar compulsivamente–cosa que haría hasta el último día de su vida.

Poco después, un Herman Melville que también acababa de casarse acometió la escritura de Moby Dick. Como a Dickens, la vida parecía sonreírle. Sus libros con recuerdos de su vida como marino, Typee y Omoo, habían sido bien recibidos por la crítica y el público. Tan confiado se sentía en su futuro, que en 1850 adquirió una finca en Pittsfield, Massachussetts, a la que bautizó Arrowhead.

Cualquiera que hojee Moby Dick comprenderá la enorme ambición literaria de Melville: se trataba de un salto cualitativo infinito respecto de sus libros anteriores. Pero al ser editada en Gran Bretaña en octubre de 1851, bajo el título de The Whale (La ballena), la novela no vendió ni siquiera trescientos ejemplares en los primeros cuatro meses de venta. Y en los Estados Unidos, su patria, vendió poco más de dos mil ejemplares de una tirada de cinco mil; el único cheque por derechos que cobró no llegaba a los seiscientos dólares. Melville trabajó los últimos años de su vida como inspector de aduanas. A su muerte, los diarios lo recordaron apenas como el autor de Typee. El New York Times tuvo el descaro de dedicarle una necrológica en que no lo llamaba Herman Melville, sino Henry Melville.

A su manera, ambos escritores huían del mismo fantasma: el del fracaso económico, que a su tiempo había acabado con sus padres. La realidad los había convencido de que podrían lograrlo si seguían escribiendo, cosa que habían empezado a hacer suscitando el entusiasmo del público. Y allí sus caminos comenzaron a separarse. Con Pickwick, Dickens descubrió su vocación y las mieles del éxito. Con Moby Dick, Melville halló su voz de profeta –y se condenó a vivir los cuarenta años restantes de su vida en el desierto, donde no halló dinero, ni fama ni reconocimiento alguno.

Uno se contenta diciendo que Moby Dick terminó obteniendo reconocimiento. Pero no puedo dejar de pensar que el pobre Melville merecía algo mejor que la gloria póstuma. Debe haber marchado hacia la muerte sintiendo que el capitán Ahab se le reía en la cara, porque le tocaba compartir el destino aciago que imaginó para él en aquel libro que creyó importante sin que nadie, ¡nunca!, le diese la razón.

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25 de mayo de 2006
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BUENOS AIRES, MÁS ALLÁ DEL MIEDO

Es una sensación que ocurre de vez en cuando, siempre desagradable y tormentosa: leer un libro que ya te han contado muchas personas. Es pasear por páginas conocidas y que no se parecen a lo que uno esperaba. Es lo que me ha pasado con Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll. Un gran libro, por supuesto, pero ni la obra de periodismo, ni el retrato de la Argentina de los años setenta de los que me hablaron tanto.

Hay que ser preciso en el caso de un libro que ha tenido muchos títulos distintos y versiones en varios idiomas. Su autor, anglo-argentino, o más bien argentino-inglés, fue periodista del Buenos Aires Herald. Tuvo que exiliarse después de contar en su diario las actividades de terroristas, rebeldes y estatales, con o sin uniformes, que produjeron millares de muertos y desaparecidos en las épocas de la lucha guerrillera y del gobierno militar. La edición que acabo de leer es la que sacó, hace unas semanas, la editorial Libros del Asteroide en Barcelona. Tiene un buen prólogo de Arcadi Espada.

Como todos los libros que se han modificado a lo largo del tiempo, no se trata de un libro, más bien de una acumulación de capítulos que se combinan para producir el retrato de la sociedad surrealista que aceptó vivir entre matanzas. Graham-Yooll –primera sorpresa para mí– no tiene la escritura de la que tanto se ha hablado. Tiene una voz. Habla como persona que tuvo miedo al vivir allá y no como historiador o periodista –segunda sorpresa-. Su potencia no tiene que ver con lo que cuenta sino con cómo lo cuenta. Llega a su tope como cuentista cada vez que prescinde de la primera persona del singular. Su memoria del miedo no se describe con un «Yo», tampoco con un «vos» (estamos en Argentina). Lo que le corresponde decir pasa por un «nosotros».

« … todavía somos también el mismo país» dice el autor a sus compatriotas argentinos al recordar en una introducción, que es un curso fenomenal de historia contemporánea, cómo apostaron y rechazaron soluciones políticas, saliendo de la democracia y volviendo a ella con una voluntad constante de taparse los ojos. Argentina es un caso de amnesia en tiempo real. No vive en la Historia; atraviesa situaciones. En el libro mismo, no hay memoria sistematizada. Hay fragmentos de una vida absolutamente normal, lo que es la historia de Argentina, detrás del miedo, que corresponde a una situación. Graham-Yooll mezcla de manera constante descripciones de la ciudad, de sus habitantes, de pequeños datos de la vida diaria, el tráfico, la ropa, las obsesiones de cualquier habitante, con hechos escalofriantes. Así, un cadáver recién quemado no es un cadáver; más bien un asado extraño bajo un cielo cuya luz se entrega con cariño y precisión.

Lo mejor del libro es así, de sol y sombra; tiempo sublime, la luz de La Plata, buena temporada, cortesía del autor del secuestro, cortesía de su rehén, mezcla de seducción con violencia, comida en la noche, muerte casual, muerte por exceso de torturas, muerte al instante. No hay muertos buenos o malos, lo que hay es el aliento de la enorme metrópolis compartida por todos, los que tienen miedo y los que tendrán miedo en algún momento –basta esperar. Lo que no esperaba por mi parte es esto: un gran texto sobre Buenos Aires como teatro de las pasiones humanas. Es lo que permite a su autor fingir una ingenuidad retrospectiva al contar cómo intentó probar (con el pie) la textura de un cuerpo quemado, o preguntar a un torturador lo que le gustaba de su oficio. Más allá del miedo, existe la vida. Es la gran vencedora en la memoria del inglés de La Plata. Él lo dice muy bien en una frase clave: «La supervivencia era la única victoria posible».

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25 de mayo de 2006
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Y dale con el arte

Los efectos especiales han aplastado la imaginación de los escenaristas. El exceso técnico mata la creatividad como ha demostrado Frank Ghery, arquitecto que no ha construido un sólo edificio sino un programa informático para la construcción de diez millones de edificios todos iguales entre sí.

Cuando no existían medios técnicos tan apabullantes, los  creadores tenían que exprimirse las meninges. He aquí un ejemplo modestísimo, de un género artístico menor, la comedia musical, pero representativo: es un número de la revista que el Casino de París estrenó en 1951.

Todo el escenario figuraba un gigantesco motor de automóvil. En aquella época las máquinas, especialmente las italianas, eran objetos preciosos y muy admirados, algo así como los futbolistas actuales. Las coristas, vestidas de bugías, salían en abanico de los cilindros en espasmódico vaivén y se distribuían geométricamente por el tablado. Bailaban entonces un frenético claqué que levantaba una nube de chispas del suelo metálico a modo de polvo de estrellas. La música imitaba la aceleración de una máquina similar al soberbio Alfa Romeo con el que Juan Manuel Fangio había ganado el Grand Prix de España, en el circuito de Pedralbes, ese mismo año.

En las comedias musicales actuales, los efectos técnicos son avasalladores pero aburridos. Los hemos visto ya mil veces en la publicidad, en las cintas de acción, en el cine de animación. Están machacados. Es insoportable ver volar por los aires, una vez más, a Tom Cruise mientras se derrumba el puente de Brooklyn, sube un volcán de llamas del camión cisterna incendiado y estalla un helicóptero sobre su cabeza, todo al mismo tiempo y con el rostro de Cruise (bizco) en primer plano. ¡Qué contraste con las Gold Diggers de Busby Berkeley, evolucionando como una composición suprematista en busca de la perfección cristalográfica!

Las muchachas que soltaban chispas en el Casino de París en 1951 fascinaron a Roger Nimier, excelente escritor hoy totalmente olvidado y autor de una de las más típicas frases de su generación: “Desde que todo el mundo participa en ella, la guerra se ha desacreditado muchísimo”.

Fangio amaba sus máquinas: “Cada vez que llegábamos en primer lugar, era para mí una satisfacción compartida. Incluyo al auto porque yo nunca lo consideré un medio para conseguir un fin, sino una parte mía. Siempre pensé que yo formaba parte del auto, así como la biela y el pistón”.

También Nimier era un fanático de los bólidos. Se mató al volante de un Aston Martin DB4, en 1962, a los 36 años de edad.

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25 de mayo de 2006
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El enchufado de Dios

La cólera divina se ha abatido muchas veces contra Guatemala. La primera capital, Ciudad Vieja, fue destruida por catástrofes naturales. La segunda, Antigua, abandonada tras una inundación. La actual ciudad de Guatemala casi no tiene edificios altos en su zona central, porque está construida en zona sísmica. Además, Guatemala tiene más de veinte volcanes, una constante amenaza de Apocalipsis.

Eso, junto con su condición de centro colonial, explica el alto grado de religiosidad que se respira en la reconstruida Antigua. Como todas las ciudades de la época, Antigua tiene una imponente catedral y una universidad, la de San Carlos, cuyo local original ha sido convertido en museo de arte eclesiástico para exhibir los monumentos al sufrimiento y la tortura que los artesanos de la época llamaban arte.

En el museo se aprecian las típicas andas en que Cristo carga su propia cruz con la corona de espinas atravesándole las sienes, y las imágenes de su pasión, con legionarios romanos y lanzas atravesadas en el costado. Todo eso forma parte de la simbología internacional, pero también hay aportes propios del arte guatemalteco: en algunas pinturas, un tierno niño Jesús ya sangra por todo el cuerpo y arrastra su cruz con mirada de quien sabe lo que le espera. En los palacios antiguos suelen verse carruajes expuestos. Aquí hay una negra carroza fúnebre.

Sin embargo, a pocos kilómetros de Antigua, en el pequeño pueblo de San Andrés Itzapa, se encuentra el santuario de San Simón, una suerte de divinidad mestiza. San Simón no vive en una gran catedral sino en una casa rosada que no se distingue de las demás a primera vista, una casa de gente, donde todo el mundo puede realizar sus ritos sin las rigideces habituales del catolicismo.

Así, en el patio de entrada, tres personas queman fogatas preparadas con velas de distintos colores. Más allá, otras dos fuman puros en los que leen el destino. En un rincón hay una cantina. De hecho, parte de las ofrendas habituales son alcohol y tabaco. Al entrar en el santuario propiamente dicho, uno encuentra varias mesas llenas de velas. Las paredes están enchapadas con placas de personas que le agradecen a San Simón diversos milagros. Uno le da las gracias por haberse comprado su taxi. Otro le atribuye haber conseguido a su amor. Pero la mayor parte se refieren a enfermedades sanadas y problemas familiares o económicos resueltos.

Al fondo está San Simón, presidiendo la escena desde un altar. Viste como un patrón de hacienda: lleva un sombrero de palma y un traje negro con corbata. Tiene bigote. En la mano derecha empuña un bastón mientras extiende la otra en espera de tu ofrenda. En efecto, alrededor de su silla se acumulan panes, billetes, tabaco, botellitas de aguardiente Venado, velas, flores. La gente hace cola para llegar a él y dejarle esas cosas mientras hace sus pedidos. Me queda claro que San Simón no hace nada gratis.

A su lado, abajo, hay una imagen tamaño natural de San Judas Tadeo. Pero junto a este gamonal de la santidad, San Judas parece su guardaespaldas. Todo el escenario, de hecho, no es el de una imagen divina, sino el de un señor feudal que recibe a sus siervos y reparte sus favores. Esos favores no tienen nada que ver con los valores cristianos. Son de cualquier tipo. De hecho, para evitar excesos, un cartel en la esquina solicita a los asistentes no pedir maldiciones ni cosas malas, por favor.

En un país en que la Iglesia representa el poder triunfante de los invasores, Dios queda demasiado lejos. Tras ver las imágenes del museo San Carlos, y los uniformes romanos, y las túnicas, uno puede tener la certeza de que Jesús habla otro idioma. Afortunadamente, este también es un país de clientelajes políticos, donde lo que no te da la ley te lo dan tus influencias, tus enchufes con el poder. Y esa es precisamente la función de este santuario. San Simón es el enchufado de Dios, que a cambio de algunos vicios como alcohol y tabaco te puede conseguir un favorcito. No representa la santidad sino los contactos por debajo de la mesa. No simboliza la pureza sino la necesidad. Es el corrupto del reino de los cielos, y su pago constituye la economía informal del paraíso. San Simón representa la transposición del mundo real al más allá, y por eso mismo, para los guatemaltecos, resulta más real que el lejano Cristo ensangrentado que arrastra una cruz.

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25 de mayo de 2006
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Shakespeare en mi heladera

Adoro las malas palabras. Pocos placeres más exquisitos que el de una palabrota bien empleada. Siempre fui un boca sucia, a lo que debo el dudoso privilegio de haberle enseñado a mi hermano menor su primer vocablo –que no fue mamá, por cierto.

Me encanta aprender insultos en otros idiomas. La capacidad de síntesis del inglés, ya de por sí notable, se supera a sí misma en el insulto que contiene la tragedia de Edipo en un único término: motherfucker. Hay palabrotas en francés y en alemán que me parecen deliciosas: merde, scheisse –que significan lo mismo. Pero ningún idioma ofrece tal profusión en la materia como el nuestro. Por eso disfruté la presentación con que Roberto Fontanarrosa abrió el último Congreso de la Lengua en Rosario, dedicada por completo al tema. Cada país o región de nuestro continente idiomático ofrece sus propias invenciones. Mi amigo Pasqual, catalán y fotógrafo (en ese orden), me enseñó que en México, donde vivió algunos años siguiendo las andanzas del subcomandante Marcos, se le dice joto a lo que nosotros, en la Argentina, denominamos puto. Anoche Santiago Roncagliolo, que está en Buenos Aires en plena gira del premio Alfaguara, aportó algo que le dijeron en Cuba y que suena similar a chichirimichi, aunque no pudo dar precisiones respecto de su significado.

Con otro amigo, el productor mexicano Matthias Ehrenberg, nos juramos que algún día armaríamos un diccionario de insultos del habla hispana. Nos ganó de mano un par de autores, que acaban de editar aquí una compilación sobre el tema. (Me guardaré sus nombres por despecho, y además porque no los recuerdo.) Pero aunque su libro coleccione palabrotas, presumo que no debe incluir expresiones insultantes, que suelen ser aún más coloridas y creativas que las palabras a secas. La que más nos hacer reír a Matthias y a mí es una mexicana: decir que a alguien le hace agua la canoa es mucho más simpático que decirle joto a secas. (Pido perdón por la incorrección política de quien escribe, pero es difícil manejar insultos sin salpicar a nadie. Si alguien se ofende, aceptaré sus insultos con la mayor gracia posible.)

Resultan llamativos los casos en que los insultos pierden su valor agraviante para convertirse en otra cosa. Aquí el término descamisados, con que cierta clase social insultaba a los peronistas de los años 40, terminó reivindicado como una bandera. El tan argentino boludo se transformó en la palabra más usada por los adolescentes de hoy, reeditando la ubicuidad del che de otras épocas. Y las que más usan el término son, paradójicamente, las mujeres: se la pasan todo el tiempo diciendo boluda, ¿viste?, no sabés, boluda, ay, boluda, ¡cómo te quiero!

En lo que presumo un acto de justicia poética, mi hermano, que acaba de regresar de su primer periplo europeo, me trajo un montón de imanes para la heladera que reproducen insultos shakespirianos. Porque la inventiva del William también era elefantiásica en esta materia. Me encantan expresiones como bolting-hutch of beastliness, de Henry IV, Part I. Y Thou crusty batch of nature, de Troiluis and Cressida. Y cream faced loon, de Macbeth. Y Thou elvish-mark’d, abortive, rooting hog, de Richard III. Lástima que mi favorito entre los insultos shakespirianos no figura en ninguno de los imanes: es el You base football player que Kent profiere en el primer acto de King Lear. Decirle a alguien que es un vulgar futbolista es mi idea de un insulto perfecto, dado que detesto el fútbol. (Y en la inminencia del mundial, mucho más.)

Sí, ya lo sé. Soy un argentino extraño.

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24 de mayo de 2006
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Retraso mental

Es algo que sucede con cierta frecuencia. Alguien afirma que la televisión es la causa del acelerado deterioro mental de los jóvenes y siempre hay alguien que le tacha de nostálgico y antiguo. La cúspide del contra-argumento es que eso mismo se dijo también cuando apareció el cine, etcétera.

No es fácil saber a ciencia cierta qué efectos produce la acumulación de horas televisivas en el cerebro de los humanos porque los estudios son contradictorios. O bien hablan de clases sociales (los pobres tienen peores resultados, claro), o bien de países (los norteamericanos parecen tercermundistas), o bien de culturas (la tele produce estragos en Turquía).

Un reportaje de Die Welt, recogido por el Courrier International de esta semana, expone el primer experimento que tengo por absolutamente irrevocable, sobre los efectos de la televisión en las delicadas cabezas infantiles.

Lo llevaron a cabo Peter Winterstein y Robert J. Jungwirth en el cantón de Göpingen, en el sudoeste de Alemania. Sometieron a casi dos mil niños de cinco/seis años, todos ellos pertenecientes a una sociedad coherente y unificada, todos miembros de la clase media, todos alumnos desde los tres años de escuelas públicas similares, a un sencillo ejercicio: dibujar una figura humana.

El resultado es escalofriante. Aquellos niños que miran la TV menos de una hora al día dibujan figuras desarrolladas, con brazos y manos distinguibles, con cabellos, vestidos de modo reconocible, en fin, seres humanos estructurados. Los niños que ven la TV tres horas al día o más, producen unos monigotes esquemáticos, deformes, meros palotes y manchas de una pobreza patética. Estos niños no han observado jamás a sus semejantes.

A mi no me cabe la menor duda de que la TV y sus subproductos han hundido el nivel intelectual de Occidente de un modo ireversible. La mayor parte de los fenómenos de violencia estúpida (el terrorismo urbano de los hinchas del fútbol, la destrucción de automóviles en los barrios, las palizas grabadas con el teléfono) están determinados por el efecto televisivo.

Así como la propiedad privada del automóvil, que tiene otras ventajas, ha destruido las ciudades y casi todo el campo, del mismo modo la TV ha destruido la urbanización mental de los ciudadanos, aunque seguramente también con otras ventajas que de momento son invisibles.

Primero hay que admitir la realidad. Luego, encararse con ella. Puesto que nunca podremos acabar con la TV, hay que ir pensando qué se hace con las sociedades que este aparato ha creado a su imagen (¡) y semejanza.

Así como se han creado programas de asistencia a minusválidos, madres solteras, inmigrantes desvalidos, minorías religiosas, víctimas de terremotos, transexuales, y así sucesivamente, habrá que ir pensando en programas de ayuda para afectados gravemente por la TV.

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24 de mayo de 2006
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El mercado de la esperanza

El Mercado Central de Guatemala es, como todo mercado, una radiografía de los intereses de sus consumidores. Naturalmente, el primero de ellos es la comida: hay dulces de miel con almendras y chiles rellenos de carne, y frutas rojas y peludas. Hay puestos de verduras frescas y latas de picante. Hasta aquí, nada fuera de lo normal. Lo curioso es que, tras un rápido vistazo, la segunda necesidad básica guatemalteca parece ser el matrimonio.

En efecto, buena parte de las tiendas están dedicadas a la decoración nupcial: grandes alas blancas de tecnopor, fotos de parejas tomadas de revistas glamorosas, pasteles de fantasía y muñecos de plástico en traje de boda constituyen un importante porcentaje de la mercadería expuesta. Y no sólo aquí. Al lado de la plaza se puede ver una tienda llamada "Novias Miscelánea", que junto a las calculadoras y correas de reloj ofrece vestidos de novia, como si fuesen productos de los que uno necesita de un día para otro, así de repente. En un barrio más exclusivo, la zona 9, está la tienda "Diseños Románticos", en la que los trajes de novia son más caros y no se venden correas de reloj. Estas tiendas proliferan en todas las clases sociales.

El notable interés por casarse de los guatemaltecos es uno de los fenómenos más tiernos que he observado en mi viaje, pero no está aislado. En realidad, este país parece consumir grandes dosis de esperanza. En uno de los locales del mercado central, por ejemplo, hay una gruta dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, como si fuese una tienda más. La gente pasa, deja un donativo y reza un poco, y luego sigue comprando chiles rellenos. Y es que el tercer producto más vendido del mercado -tras la comida y los matrimonios- es la suerte.

En numerosas tiendas a lo largo del mercado encuentra uno velas, inciensos y estampas de San Simón entre otras imágenes divinas. Sin embargo, lo más particular de la mercadería es que la suerte está asociada a la higiene personal. La mayoría de los productos son jabones, polvos y lociones. Según los vendedores, la buenaventura se solicita en el baño.

Compro el jabón Ven Dinero, para empezar. Es una pastilla ordinaria pero en la caja aparece una chica que recibe sonriente varios billetes de dólar. Al abrirlo, encuentro el manual de instrucciones, donde explica que "el jabón espiritual no es un amuleto, talismán ni objeto mágico, es un punto de apoyo personal para que adquieras AUTOCONFIANZA PERSONAL; con este criterio aceptado, es un punto de apoyo mental para llevarte HACIA ARRIBA".

Comprendido el funcionamiento básico del jabón Ven Dinero, escudriño las demás pociones. Hay una loción llamada Amansa guapos (To tame good-lookings). Según el manual, hay que restregarse la poción por la frente, el cuello y el corazón pensando en la persona que quieres conseguir. No falla. Hay otro llamado Vuélvete loco (You will be for me), que promete los mismos resultados.

Pero el trabajo no termina al conseguir a la persona. Como me explica un vendedor, luego hay que mantenerla. Especialmente a los hombres, que son unos lambiscones. Para eso sirve el jabón Yo domino a mi hombre (Full power finely helping you) que garantiza que "tú tendrás el dominio, él te será fiel, obediente, complaciente, amante y nada tendrá que reprocharte jamás. Pon un poco de este polvo en contacto con tu hombre y al hacerlo di mentalmente (fulano… yo te domino)". Le pregunto al vendedor cuál es el equivalente para hombres. Me muestra el Verdadero polvo tapa bocas (To stop up!! mouths powder).

Todo lo que necesites para tu vida se puede comprar en estas tiendas: pomadas contra la envidia, lociones para levantar el negocio, colonias para alejar a los malos vecinos, y amor, sobre todo, el producto con la mayor demanda.

Puede parecer pintoresco, pero al salir del mercado uno comprende que nada de esto es gratuito. Por la plaza central pasean militares armados con fusiles. Y aún así, la semana pasada apareció un cadáver en la concha acústica, a veinte metros del palacio de gobierno. Conforme me alejo del centro, escucho en la radio a la periodista Marta Yolanda Díaz-Durán, una de las más sintonizadas del país, comentar que en los últimos meses se ha registrado una oleada de linchamientos populares contra delincuentes. Indignada, ella exige la aplicación de la pena capital. Siento que la muerte para los guatemaltecos, como para muchos latinoamericanos, puede tocarte en la ruleta cotidiana. Por eso la suerte es un bien escaso, en el que nunca está de más invertir un porcentaje de la compra.

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24 de mayo de 2006
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El descuartizador y el origami

36 cadáveres fueron encontrados en un pozo. No estaban sólo muertos, sino que habían sido despedazados con saña. Lo que se encontró de ellos fueron los restos parciales. Poco después se descubrió al autor de todos los crímenes: un menor de edad, líder de la Mara 18, que respondía al apelativo de El Directo.

Quien me habla de él es el gerente editorial de Santillana en el país, Carlos Arabia, que dirigió un proyecto de capacitación en los centros de rehabilitación de menores de El Salvador. Enseñaban música, teatro, lectura y manualidades. Mientras vamos al aeropuerto, entre las flores rojas de los árboles de fuego que decoran el camino, Carlos me cuenta cuando conoció al joven delincuente, en el reformatorio de Tonacatepeque. Esta es su historia:

"Al entrar en el recinto, la policía te quita todo lo que lleves: teléfono, monedas, incluso llaves. El objetivo es que los chicos de las maras no encuentren nada por qué matarte. Ni siquiera algo que puedan confundir con una razón para matarte. Luego entras con una escolta de tres hombres, uno a cada lado y otro por delante. Cada vez que vas a atravesar una puerta, la anterior se cierra a tus espaldas".

"Nada más llegar al patio, es clara la razón de tanta seguridad. Los chicos te miran con odio. Su primer acercamiento a una persona es para meterle miedo. Es así como establecen contacto. Tienen la mirada perdida, pero muchos no están drogados. Sólo te están amenazando. Conforme entras, empiezan a rondarte, como perros de presa. Te olfatean". 

Tonacatepeque alberga a 200 chicos de la mara Salvatrucha y la 18, pero su capacidad es mucho menor. Los jóvenes viven hacinados en grupos de 25 en celdas para 4 personas. Básicamente, su función es no hacer nada en todo el día, reconcentrando su odio. Si encuentran a uno de la mara rival, lo revientan. Por eso, el principal objetivo de la capacitación era sencillamente darles algo que hacer, algo que les permita relajarse y sentirse capaces de realizar alguna actividad que no tenga que ver con aspirar pegamento o empuñar armas. Los capacitadores del proyecto habían descubierto que el único modo de tener éxito era convencer a los líderes de cada mara para participar en los cursos. Si ellos iban, los demás los seguirían. Esa era la importancia de El Directo."El Directo me sorprendió porque era menudito. Tenía los rasgos finos y la cabeza pequeña. Eso sí, estaba completamente tatuado. Casi apenas se veían sus ojillos entre los dibujos. Como los demás, su primer acercamiento era atemorizante. Los demás lo contemplaban con reverencia. Ejercía su autoridad no mediante órdenes, sino mediante miradas y gestos silenciosos que los demás entendían y obedecían, como una manada de tigres".

Las maras tuvieron su origen en los emigrantes salvadoreños a EEUU que tuvieron que enfrentarse a las pandillas ya establecidas en ese país. Conforme participaban en actos vandálicos o sangrientos, las autoridades iban devolviéndolos a Centroamérica, a donde regresaban doctorados en una violencia que las calles de su país no conocían. Poco a poco, los niños de la calle, víctimas de la desintegración familiar y la miseria, fueron plegándose a estas bandas como mecanismo de protección. Pero nadie los protege de sus propios compañeros: para ingresar en una mara, los chicos deben someterse a una paliza que demuestre su valor, y las mujeres deben dejarse violar. Carlos conoció también a la novia de El Directo. La chica se parecía mucho a su pareja pero no alcanzaba su record de asesinatos: sólo dieciocho. Carlos conoció también el reformatorio Francisco Menéndez, cerca de la frontera con Guatemala, donde están confinados los menores de doce años. Muchos de ellos ya son capaces de matar. La mara es la furia de los niños contra un mundo que los ha transformado en animales.

"Curiosamente, el Directo se animó a participar en una de nuestras actividades: el origami. Tenía una gran habilidad en los dedos, y hacía figuras preciosas. Empezamos a enviar más resmas de papel, que además, era lo único que podíamos meter en el reformatorio. Algunos chicos incluso se convirtieron en lectores empedernidos. Otros se peleaban a cuchillazos por una hoja de papel. Pero estaba funcionando".

El proyecto de capacitación soportó dos motines antes de su cancelación. En el primero, los chicos estuvieron a punto de violar a una de las profesoras, que fue rescatada mientras trataba de ahuyentarlos con una taza. El segundo estalló mientras jugaban fútbol, cuando la pelota se les fue a la cancha de la mara rival y comenzó una guerra de piedras entre ambas. En cualquier caso, durante la capacitación, muchos chicos consiguieron pensar por un momento que podían jugar. Con eso bastaba. El problema sobrevino cuando salieron o escaparon de la prisión, y la calle les recordó el frío de las navajas. En cuanto a El Directo, cumplió la mayoría de edad y fue trasladado a una prisión para adultos. Carlos no sabe si consigue papel ahí, o si sigue al menos ilusionado con el origami.               

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23 de mayo de 2006
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