Félix de Azúa
El piano de media cola era de color blanco. No me suelen gustar, excepto en los bares, pero por una vez estaba en armonía con el escenario. La ropa de la pianista japonesa era una seda tornasolada en la que bailaban aguas mostaza cuando pulsaba pedal. Lo habría podido pintar Watteau. En las paredes había candelabros sujetos al muro mediante un tondo de bronce con la figura de un sarraceno enturbantado. Sobre el lambrís lila, el enorme espejo barroco entre dos columnas jónicas de vidrio cuya cornucopia imita una bóveda en campana de Gauss.
Es el salón de música de Madame de Sévigné, en el palacio Carnavalet. Cuando la pianista ataca el Tombeau de Couperin, el sol de la tarde se cuela entre la hiedra que cubre el patio central y entra en la sala tanteando el parquet como un espíritu cegato y curioso.
Este delicado espectáculo es lo que queda de un recinto pensado para distraer a las princesas del siglo XVII. Algunos plebeyos aún podemos vivirlos, aunque sea ya muy degradados y con pianos blancos, a comienzos del siglo XXI, mientras el mundo parece, una vez más, estar deseando hundirse en la barbarie. Esa querencia constante e insondable.
En uno de los lagrimones de la gran araña que cuelga del techo, veo reflejado un paño de la cristalera. Es un rectángulo cruzado en cuartos áureos, como el que se refleja en el espejo cóncavo de los esposos Arnolfini, burgueses estos, de Amsterdam, pero todavía cuidadosos y exigentes con el utillaje doméstico.
La Sévigné quedó viuda a los veinticinco años. Su marido, Henri de Sévigné, un camorrista, un mal bicho, una bestia bretona con quien se había casado a los dieciocho, murió en duelo por una querella de faldas. Ella cuidó de sus dos hijos hasta que abandonaron la casona del Marais. El hijo, otro tontiloco, para seguir la senda del padre. La hija, para vivir con su marido en un castillo de la Provenza.
Quedarse sin su hija fue para la Sévigné harto más cruel que quedarse sin marido. Durante los años de separación le escribió miles de cartas. Hoy se siguen leyendo con la misma emoción. Trataba por todos los medios de mantenerla unida a una vida, la de París, que era el líquido amniótico en el que ambas flotaban. Las cartas cuentan los sucesos, escándalos, curiosidades, personajes, humoradas o prodigios de una corte más pequeña que la del actual gobierno italiano.
Aquella muchacha de 25 años, arruinada por un marido tarambana, dejó un epistolario inmortal y un bello palacio que mantiene vivo su fantasma.
No está mal. Cuando sonaba la Forlana del Tombeau, una de las páginas más elegantes de la música francesa, miré su retrato y le guiñé un ojo. Por si acaso.