Cuando era periodista, durante el gobierno de Alberto Fujimori, trabajé en un diario oficialista. El periódico no se vendía en realidad, y perdía mucho dinero. Pero sus portadas a favor del gobierno le granjeaban al dueño ventajas en todos sus demás negocios: concesiones mineras, permisos de construcción, invulnerabilidad judicial, esas cosas.
Los trabajadores estábamos contentos. El diario era de los pocos que pagaba puntualmente, y no nos hacíamos demasiados problemas de conciencia. A veces, cuando había alguna manifestación política en las calles, bajaba una asistente del director y nos preguntaba casualmente nuestra opinión al respecto. Todos sabíamos responder con evasivas. Los editorialistas tenían un concurso: quién escribe el artículo oficialista más rápido. El récord estaba en cuatro minutos con cuarenta segundos. Alguna vez le pregunté a un redactor de la sección política si realmente creía lo que escribía. Me respondió:
-No, para nada. Pero tengo una mujer e hijos que mantener.
El libro Memoria del miedo de Andrew Graham-Yooll me ha recordado esos años, con una diferencia: en el Perú, a la dictadura solía bastarle con comprar a la gente. En la Argentina de los setenta, le pegaban tiros en la cabeza.
Graham-Yooll recopila sus historias como periodista durante los años del gobierno militar. Hay una historia escalofriante de un tipo al que unos neofascistas peronistas pasearon en un coche media hora con un arma en la nuca. Tiempo después, el jefe de sus asesinos abrió un restaurante y lo invitó a cenar. Los camareros eran los que lo habían encañonado aquella vez. Todos los relatos son por el estilo.
La guerrilla no queda mucho mejor parada en el libro. Para Graham-Yooll, los guerrilleros jugaron con las ilusiones de una generación que se sentía obligada a ser heroica, y no consiguieron morir por nada en particular. Sólo consiguieron morir.
Mientras paseo por Buenos Aires se cumplen 30 años del golpe militar, y esa estampa que pinta Graham Yooll se parece a lo que aquí muchos llaman “la teoría de los dos demonios”: la idea de que ambos bandos –y muchos más- desataron una violencia innecesaria que sólo consiguió legitimar a su oponente. Esa teoría se parece enormemente a la que dice que los campesinos peruanos fueron puestos “entre dos fuegos” por Sendero Luminoso y el Ejército.
Supongo que todos los conflictos políticos, con el tiempo, adquieren esa dimensión en la historia. En España, libros como Soldados de Salamina o Enterrar a los muertos han sorprendido por demostrar, setenta años después, lo obvio: que en ambos bandos había canallas y gente buena, que la hijoputez no tiene bandera.
Y sin embargo, lo que más me sorprende de Memoria del miedo es el papel de los otros, no de los asesinos, sino de todos los demás. Por sus páginas se pasean viejos amigos que dejan de saludarte por miedo a meterse en problemas. Reporteros que cubren noticias y luego no se atreven a publicarlas. Porteros que te anuncian que ha venido la policía a matarte, pero por suerte no estabas. Asistimos al espectáculo de un país acostumbrado al horror haciendo lo posible por adaptarse a él, como si fuese un nuevo modelo de coche.
Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores.
Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite.