Marcelo Figueras
Adoro las malas palabras. Pocos placeres más exquisitos que el de una palabrota bien empleada. Siempre fui un boca sucia, a lo que debo el dudoso privilegio de haberle enseñado a mi hermano menor su primer vocablo –que no fue mamá, por cierto.
Me encanta aprender insultos en otros idiomas. La capacidad de síntesis del inglés, ya de por sí notable, se supera a sí misma en el insulto que contiene la tragedia de Edipo en un único término: motherfucker. Hay palabrotas en francés y en alemán que me parecen deliciosas: merde, scheisse –que significan lo mismo. Pero ningún idioma ofrece tal profusión en la materia como el nuestro. Por eso disfruté la presentación con que Roberto Fontanarrosa abrió el último Congreso de la Lengua en Rosario, dedicada por completo al tema. Cada país o región de nuestro continente idiomático ofrece sus propias invenciones. Mi amigo Pasqual, catalán y fotógrafo (en ese orden), me enseñó que en México, donde vivió algunos años siguiendo las andanzas del subcomandante Marcos, se le dice joto a lo que nosotros, en la Argentina, denominamos puto. Anoche Santiago Roncagliolo, que está en Buenos Aires en plena gira del premio Alfaguara, aportó algo que le dijeron en Cuba y que suena similar a chichirimichi, aunque no pudo dar precisiones respecto de su significado.
Con otro amigo, el productor mexicano Matthias Ehrenberg, nos juramos que algún día armaríamos un diccionario de insultos del habla hispana. Nos ganó de mano un par de autores, que acaban de editar aquí una compilación sobre el tema. (Me guardaré sus nombres por despecho, y además porque no los recuerdo.) Pero aunque su libro coleccione palabrotas, presumo que no debe incluir expresiones insultantes, que suelen ser aún más coloridas y creativas que las palabras a secas. La que más nos hacer reír a Matthias y a mí es una mexicana: decir que a alguien le hace agua la canoa es mucho más simpático que decirle joto a secas. (Pido perdón por la incorrección política de quien escribe, pero es difícil manejar insultos sin salpicar a nadie. Si alguien se ofende, aceptaré sus insultos con la mayor gracia posible.)
Resultan llamativos los casos en que los insultos pierden su valor agraviante para convertirse en otra cosa. Aquí el término descamisados, con que cierta clase social insultaba a los peronistas de los años 40, terminó reivindicado como una bandera. El tan argentino boludo se transformó en la palabra más usada por los adolescentes de hoy, reeditando la ubicuidad del che de otras épocas. Y las que más usan el término son, paradójicamente, las mujeres: se la pasan todo el tiempo diciendo boluda, ¿viste?, no sabés, boluda, ay, boluda, ¡cómo te quiero!
En lo que presumo un acto de justicia poética, mi hermano, que acaba de regresar de su primer periplo europeo, me trajo un montón de imanes para la heladera que reproducen insultos shakespirianos. Porque la inventiva del William también era elefantiásica en esta materia. Me encantan expresiones como bolting-hutch of beastliness, de Henry IV, Part I. Y Thou crusty batch of nature, de Troiluis and Cressida. Y cream faced loon, de Macbeth. Y Thou elvish-mark’d, abortive, rooting hog, de Richard III. Lástima que mi favorito entre los insultos shakespirianos no figura en ninguno de los imanes: es el You base football player que Kent profiere en el primer acto de King Lear. Decirle a alguien que es un vulgar futbolista es mi idea de un insulto perfecto, dado que detesto el fútbol. (Y en la inminencia del mundial, mucho más.)
Sí, ya lo sé. Soy un argentino extraño.