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El copyright de Dios

Una de las cosas que siempre me sorprendió del Antiguo Testamento es la siguiente: que sus exégetas se la hayan apañado para convencer a media humanidad de que ese Dios iracundo, injusto e imprevisible que está tan patente en el texto es en verdad un Dios omnisciente y perfecto, que jamás se equivoca y que rezuma amor. En todo caso es un Dios que aprende a la par que sus creaciones, que es permeable al diálogo con el hombre y que finalmente se aparta del mundo, para dejarlo crecer en libertad –o para ocultar su verguenza. (El libro God, A Biography, de Jack Miles, es sublime en su análisis del Creador como personaje literario; ignoro si hay traducción al español.) Si los intérpretes religiosos hubiesen sido más fieles a la letra del libro, seguramente habrían sido más tolerantes con la criatura humana, que también aprende a medida que camina. Pero en ese caso se habrían probado prescindibles, ya que a nadie le cuesta trabajo comprender que A es A, y por eso se dedicaron a convencernos de que A en realidad es B, y que sólo ellos pueden explicárnoslo.

Después vino el Nuevo Testamento, cuyo texto es inequívoco en su mensaje de amor y de tolerancia; y aún así sus exégetas se las apañaron para convencernos de que la defensa de ese credo justificaba las guerras, la tortura, la pena de muerte, la persecución y la censura. Aunque moderados, ya que el tiempo no avala inquisiciones ni hogueras, los debates suscitados hoy por El código Da Vinci siguen teniendo esa impronta de la intolerancia con el que disiente. A aquellos que, como yo, llegamos a la discusión recién con el estreno de la película, no deja de extrañarnos la ofensa que muchos expresan ante una ficción que nunca cuestiona la esencia del mensaje cristiano –tan sólo su hojarasca.

La película El código Da Vinci no niega jamás la existencia de Jesús, ni sus palabras ni sus obras. Esto es, no se mete con su mensaje ni con su ejemplo de vida. Tan sólo imagina que estuvo casado con María Magdalena y que procreó una hija. Es verdad que no existe evidencia histórica para suponer que esto es cierto, pero tampoco la hay para proclamar lo contrario. Habría que decir que la Iglesia institucional creó su propia ficción en torno de Jesús, en la que puso elementos fantásticos como la inmaculada concepción de María y la resurrección, y la convirtió en artículo de fe: no se puede discutirla, tan sólo hay que creerla. Después vendrían las otras ficciones: el celibato de los religiosos, la consagración del sacerdocio masculino, los preceptos morales traídos de los pelos… Todavía hoy, la imagen de un grupo de cardenales dedicando tiempo a discutir sobre la esencia pecaminosa de los preservativos me mueve a risa.

En todo caso, se trata de gente que pretende que su ficción es mejor que la otra. Gente que le niega a otra el derecho a imaginar algo más sobre Jesús, como si fuese dueña del copyright de Dios. Y que no puede dar más prueba de la verdad sobre lo que dice que la que incluye Dan Brown en su novela: en ambos casos se trata de especulaciones sin evidencia histórica concluyente. Aquellos que tienen fe deberían darse por satisfechos con la comprobación de que la figura de Jesús sigue teniendo popularidad. Y aprovechar la oportunidad para desplazar el foco hacia su mensaje evangélico, en un mundo que nunca parece haber estado más necesitado de tolerancia en toda su historia.

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23 de mayo de 2006
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Cuando es peor enmendar

Lo suponía. El lunes 22 de mayo de 2006, Peter Handke dobló las piernas, hincó las rodillas, abrió los brazos en cruz, bajó la cabeza y pidió perdón en medio de la plaza de la Opinión Pública. Disimuladamente, claro: en forma de explicaciones y de exculpaciones. El artículo, Pardon de m’expliquer, aparecido en Liberation, es una de sus peores páginas. Espantosamente escrito, doloroso de leer.

No creo yo que el asunto real sea la responsabilidad o inocencia del Handke en la guerra de los Balcanes. Se puso del lado de los serbios, qué le vamos a hacer, y los defendió contra todo el mundo mediático. Exigía que se reconocieran los muertos del lado serbio. Olvidó que los muertos del bando derrotado no existen.

Ahora afirma que hubo matanzas por parte de todos los nacionalistas, los croatas, los serbios, los bosnios, y por parte de todas las religiones, musulmanes, cristianos, ortodoxos, que todos aquellos enloquecidos yugoslavos se lanzaron a la destrucción mutua con verdadera pasión. Le creo. En España es fácil de entender. Handke no es culpable de apoyar al bando perdedor.

Pero Handke es culpable de haber tomado a los medios de información en vano. Creyó poder decidir por sí mismo, libremente, creyó que no era necesario humillarse ante el poder público. Ese fue su pecado. Si quieres llevar la contraria a la opinión institucional, has de tener las agallas de llevarlo hasta el final. Es una lección que nunca olvidará.

De la manera más triste y sosa, sin nervio, sin talento, convertido en un muñeco de serrín que escribe en una lengua de trapo, Handke ha pedido perdón a los medios de información. Y se ha suicidado. La gracia del personaje residía en su altiva indiferencia: vive como un marginado en un barrio de inmigrantes africanos, no concede entrevistas, nunca acude a la radio o a la tele. Su aislamiento le permitía mantener creencias a contracorriente. La dignidad tiene sus exigencias.

Ahora ha pedido perdón.

Se ha convertido en un vulgar secuaz de Milosevic, asustado y contrito.

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23 de mayo de 2006
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MELANCOLÍA PARISIENSE

En estos días el cielo de París no sabe elegir entre sol y lluvia. Pasa de la luz triunfante de la primavera a la luz tenue del otoño en el plazo de un guiño de ojo. Es el peor momento para descubrir, lo que hice ayer, un libro lleno de melancolía: El país de las palabras de Daniel Mordzinski (Roca Editorial).

Mordzinski es un fotógrafo argentino y su libro tiene como subtítulo “Retratos y palabras de escritores de América Latina 1980-2005”. Hay que fijarse en las fechas. Un cuarto de siglo es una duración aplastante. Hace un cuarto de siglo todavía no había dinosaurios en la tierra (hablo de los dinosaurios que tienen un papel comprobado en la historia de nuestra cultura, los de Jurassic Park) y tampoco ordenadores portátiles. En este cuarto de siglo, 67 escritores pasaron por París y Daniel Mordzinski consiguió sacar fotografías (no siempre en París) a cada uno de ellos. Muchos escribieron un texto o entregaron algo ya escrito para componer una especie de retrato fragmentado de París a través de la mirada de sus visitantes o inmigrantes.

El colombiano Héctor Abad, por orden alfabético, es el primero en entregar su cariño con una frase inicial que no sabe esconder una honda ternura: “París es una puta muy cara para mí.” Una puta carísima y poco alegre si miramos estas fotografías repletas de gravedad. ¿Sería un latino en París un escritor que no puede sonreír por la capa de almidón de la vieja cultura francesa que cubre todo? ¿O, más bien, sería París el lugar perfecto para vivir una crisis, desde la mera lucha para sobrevivir que cuenta Santiago Gamboa hasta las tres crisis fundamentales que aguantó Ernesto Sábato en la capital francesa?

“We will always have Paris” (siempre tendremos a París) dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en la película Casablanca. Es una frase que pocos autores latinos podrían utilizar. Hablan como si la ciudad fuese un préstamo, un vivir en alquiler. No son propietarios (menos Silvia Barón Supervielle cuya fotografía la muestra en su isla Saint Louis -es la de la dueña de un barco en el Sena-, y Héctor Bianciotti que, como miembro de la Academia Francesa, tiene la condición de “inmortal”).

Basta nombrar a Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar, Juan José Saer y Guillermo Cabrera Infante para entender la melancolía de un libro que abarca tantos años. Sus páginas pasan de la galería de retratos al cementerio, sin alivio para su lector. Y con relación a los escritores que vienen a París, ni hablar: se enfrentan con un desafío terrible y todos lo saben: se encuentran en una ciudad que nos pregunta cada día lo que hemos hecho con nuestras promesas de juventud.

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22 de mayo de 2006
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Teníamos demasiadas armas

El camino desde el aeropuerto de San Salvador hasta la ciudad está bordeado de verdes paisajes, palmeras y dulces vaquitas pastando. Si tomas un desvío llegas a un mar cristalino que besa la costa tropical. Después de un paseo, y de conocer la suave amabilidad de los salvadoreños, a uno le parece imposible que nada horrible pueda ocurrir aquí. Y sin embargo, en la lucha entre el estado y la guerrilla que culminó hace poco más de diez años murieron 75.000 personas, quizá más. Y en este país viven seis millones. O sea que más del 1% de la población ha sido asesinada.

Eso ha producido una curiosa paradoja. Por un lado, los salvadoreños, cuando hablan de política, bajan la voz. Prefieren evitar conflictos con el de la mesa vecina. Por otro lado, nadie niega que haya sido soldado, ni guerrillero. Nadie se toma la molestia de ocultar de qué lado peleó. Y a poco que preguntes, cualquiera te lleva a conversar con un guerrillero o soldado, porque todos saben quiénes son.

Es así como conozco a Siro Monterrosa, que peleó en la Resistencia Nacional entre principios de los 80 y las conversaciones de paz de 1992. Ahora, Siro es un tipo amable y con mucho sentido del humor que trabaja en una editorial. Pero no siempre fue así.

-¿Cómo llegaste a la guerrilla? ¿Eras militante?
-No. Uno llegaba casi sin darse cuenta. En mi pueblo, el ejército mataba a mucha gente. Gente inocente. Yo jugaba en un equipo de fútbol, del que iban desapareciendo jugadores. Ahora sólo quedamos vivos tres. De hecho, un día apareció muerto un chico que tenía síndrome de Down. Entonces nos dimos cuenta de que no importaba si eras culpable o no. Cuando llegué a estudiar educación a San Salvador, me alojé en casa de mi hermano. Descubrí que él estaba formando el comando urbano y eso era una casa de seguridad, llena de armas y granadas. De repente, ya estaba dentro. Un tiempo después, quedé a cargo de la casa.
-¿Cómo conseguían las armas?
-Nos las vendía el Ejército. Eran muy corruptos. Yo mismo les compré alguna vez fusiles en el casino militar. Fui disfrazado de narco.
-O sea que era fácil engañarlos.
-No creo que los engañásemos. Ellos sabían quiénes éramos. Pero tampoco íbamos a entrar en el casino militar con uniforme de campaña ¿no?
-¿No les daban armas los cubanos o los nicaragüenses?
-Sí, cada vez más. En un momento dado, teníamos demasiadas armas. Había gente que tenía dos fusiles. Y en el 87, conseguimos el primer misil. Eso era excelente, porque lo que más daño nos hacía eran los aviones. Y ya con los misiles, los teníamos controlados.
-¿Qué armas llevabas tú?
-Según. Al principio, usábamos fusiles G3 y FAL. Pero usaban balas muy grandes, y solían matar a las víctimas. Con el tiempo, la logística impuso el cambio por M16 y AKM que llevaban balas pequeñas, para herir al enemigo sin matarlo. Un herido pesa más que un muerto. Al muerto lo dejas, pero al herido lo llevan entre dos, que entonces descuidan la vigilancia, y los movimientos del grupo se vuelven más lentos. Al enemigo le haces más daño cuando lo hieres.
-¿Mataste a alguien?
-Nunca ejecuté a nadie fríamente. Mi trabajo cotidiano era hacer requisas de medicamentos o coches o casas para la guerrilla. También un poco de sabotaje y golpes de mano.
-¿Qué es eso?
-Tomar puestos militares.
-¿Para quedarse con las armas?
-Si podíamos, pero no era el principal objetivo. Lo importante era hostigar. Con sólo cinco o seis francotiradores podíamos darles un buen susto. Luego, ellos decían que los habían atacado decenas de guerrilleros. Todo eso salía en la prensa, y daba la impresión de que teníamos un contingente inmenso. En realidad, no éramos ni 2000.
-¿Y el sabotaje?
-Infraestructuras. Tumbábamos postes eléctricos, volábamos vehículos. Mientras más dinero tuviesen que gastar en reparaciones, menos tendrían para armas.
-¿Y las reparaban?
-La verdad, no mucho. A los oficiales les daba igual. Mientras peor les fuera en la guerra, más dinero podrían reclamar de EE. UU. para acabar con nosotros. Las fuerzas armadas de El Salvador llegaron a consumir el 60% del presupuesto nacional.

Cuando uno habla con Siro, como con muchos salvadoreños que participaron en la violencia, comprende que la guerra se vuelve con facilidad un negocio rentable para todas las partes y un tema indiferente para los demás. Las conversaciones de paz se dieron, según la gente con que converso, por la evidencia de que la batalla no terminaría nunca, pero sobre todo, por las presiones de EE. UU.  -que tras la perestroika quería cerrar ese frente- y de México –donde hasta entonces se entrenaban los guerrilleros-. Ahora, cuando le pregunto a Siro cómo recuerda esos tiempos, me contesta:

-Tras las conversaciones, los dirigentes guerrilleros se volvieron políticos como los demás. Pero en realidad, las condiciones sociales que generaron la guerrilla no han cambiado. Temo haber luchado por nada. Perdí mi primer matrimonio, estuve preso, me pasé cinco años en el monte, y ahora me preguntó si valió la pena.

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22 de mayo de 2006
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El lado luminoso de la luna

¿Hay algo más que decir sobre El código Da Vinci? Hace algunos meses escribí sobre la extraña sensación que produce eso de viajar de uno a otro país y encontrar cada ciudad tapizada por las mismas imágenes, como si todas las ciudades hubiesen sido convertidas en la misma ciudad, aboliendo la noción del espacio; pero en esta ocasión Hollywood superó sus previas marcas y el planeta entero fue davincificado. El desarrollo de los medios de comunicación, financiado por las grandes empresas y por ende sensible a su poder, hace hoy posible la transmisión de una información en simultáneo y a escala mundial. Lo cual es casi igual a decir que es capaz de crear una nueva realidad. Imaginen lo que podría ocurrir si esos medios fuesen utilizados para promover conciencia, o para colaborar con la educación o con la salud de la humanidad. (Porque lo que pueden hacer cuando son utilizados para crear miedo ya lo sabemos, por triste experiencia.)

Yo no leí la novela. Suelo desconfiar de estos booms, lo cual me induce a cometer errores (el boom Kundera hizo que tardase años en leer La insoportable levedad del ser) y en otros casos me previene de cometerlos. (Cuando al fin lo intenté, no pude terminar de leer ni siquiera el primer libro de Harry Potter.) Si tuviese que guiarme por las citas del texto que A.O. Scott incluyó en su crítica de la película en el New York Times, debería colegir que Dan Brown escribe con los pies. Pero vi la película, que no es más que un entretenimiento típico de esos que son la especialidad de Hollywood, y nada más que eso; Misión imposible III es mejor, por mencionar una referencia reciente, aunque sea menos estimulante a la hora de sugerir tópicos de conversación. Supongo que tanto Leonardo y tanto Louvre y tanta criptografía y tantas teorías non sanctas sobre el origen de la Iglesia le han dado a los lectores la sensación de que se entretenían y consumían cultura al mismo tiempo, dos beneficios por el precio de un único libro.

Una de las cosas destacables es, precisamente, que el fenómeno Da Vinci haya sido disparado por un libro. Vivimos una época que se complace en vaticinar a diario la muerte de este soporte artístico e informativo. Las causas de esta muerte anunciada son variadas y complejas, pero no deberíamos dejar de mencionar algunas, por esenciales. El desarrollo de los medios electrónicos, por ejemplo, que la gente asume como virtualmente gratuitos. (La gente piensa que sólo paga la radio, la TV y su ordenador cuando los compra, ya que el servicio es barato y se le pierde entre los gastos habituales, mientras que los libros siguen siendo objetos de un gasto excepcional, y por ende suntuario.) Otra causa indiscutible es la caída a pico de los niveles educativos, con su corolario inevitable: la pérdida del placer que se deriva de la lectura.

Más allá de que los libros en sí mismos dejen mucho que desear, fenómenos como el de Harry Potter y el de este Código demuestran que una ficción libresca puede poner en marcha aun hoy la imaginación de un planeta. Yo no creo que esta sea una mala noticia, todo lo contrario. Si esto ocurre en pleno apogeo del servicio de internet, ¿por qué no esperar que mañana el fenómeno se repita con un nuevo Kundera o un nuevo García Márquez? (Por cierto, en el último número de la revista Esquire, Salman Rushdie admite que le hubiese gustado escribir Cien años de soledad.)

Existen muchas formas de contar la Historia de la humanidad, pero pocas tan apropiadas como las que cuentan los mismos relatos que marcaron la Historia: el Antiguo Testamento, el Nuevo, el Corán, las obras de Shakespeare, las novelas de Cervantes, la Comedia de Dante, las pesadillas de Kafka, los sueños de Freud, la espera absurda descrita por Beckett. Somos hijos de estos libros, que han pintado el paisaje en el que viajan nuestras almas. Que Dan Brown y J. K. Rowling no hayan producido ninguna obra que esté a esa altura no debería sorprender a nadie, en un mundo donde el valor de los libros ha sido puesto en discusión –y en el que la literatura, consecuentemente, tiende a convertirse en el último refugio de los cobardes. Lo bueno que se desprende de su éxito es que certifica que no estoy descaminado al seguir esperando la salida de libros que incendien la imaginación del mundo.

Yo soy optimista. Por eso escribo.

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22 de mayo de 2006
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Más sobre nazis

El pasado 3 de febrero una información de agencia advertía sobre las cinco pinturas de Klimt que el estado austriaco se ve en la obligación de devolver a su propietaria, María Altmann, una vez que el tribunal llamado “Fondo de Indemnización” (para los judíos expoliados) hubiera fallado en su favor.

No es ninguna tontería. Entre los cinco cuadros figura el retrato de la abuela de María, Adele Bloch-Bauer, una de las piezas más celebradas de la galería del Belvedere y uno de sus principales atractivos. Había sido robado por los nazis en 1938 a Ferdinand Bloch-Bauer, judío austriaco que logró huir a Suiza y murió arruinado al poco tiempo.

La información aparece con cuentagotas: otro boletín de agencia fechado el 16 de mayo, amplía la responsabilidad del estado austriaco. No son sólo los cinco cuadros, sino también el palacio de los Bloch-Bauer, en el 18 de la Elisabethstrasse, lo expoliado por la administración de ese país. En la actualidad están instalados los despachos de la alta burocracia de los ferrocarriles (ÖBB).

La disposición del tribunal ordena la devolución de una parte del palacio. Los derechos fiscales han dejado la porción de María en el equivalente a una cuarta parte.

Los cuadros ya están empaquetados y pronto volarán al museo municipal de Los Angeles, ciudad en la que reside María y donde desea depositarlos. Sin embargo, el palacio es indivisible, no puede desplazarse un trozo hasta los EE. UU.

Y ahora viene lo bueno.

Los burócratas de la ÖBB ya tenían muy avanzada la venta del palacio. Pensaban trasladar sus despachos a un lujoso edificio nuevo y espectacular. El negocio era brutal: la administración austriaca se embolsaba cien millones de euros (tirando bajo) gracias a un robo perpetrado por la misma administración austriaca unos años antes. En Austria, a diferencia de Alemania, nunca se aplicó la desnazificación del estado.

Ahora bien, tras la sentencia, el estado austriaco no puede vender sin la firma de María, la cual cuenta 90 años de edad y ríe discretamente cuando se le pregunta por este delicado problema. Si muere, la venta del palacio y las comisiones de los intermediarios pueden retrasarse un siglo. Están muy nerviosos.

¿Venganza? La anciana heredera comenta: “No, no. Sólo quiero que esa gente comprenda el significado de la palabra justicia”.

Con estos mimbres, Bernhard habría escrito una pieza magistral.

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22 de mayo de 2006
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MONOS Y HOMBRES

En la interminable búsqueda del eslabón faltante en la cadena que vincula al ser humano con sus antepasados, unos científicos de Boston proponen una nueva teoría. Corresponde a lo que llamamos, en el vocabulario de las perversiones sexuales, zoofilia. En el caso del hombre, que se apartó del mono en una especie distinta hace algo así como 5.4 millones de años, parece que hubo casos de zoofilia muy recientes (un millón de años). Uniones sexuales de hombres con monos serían imprescindibles -explican los científicos- para explicar las huellas y fósiles que estudia hoy la paleontología.

Es cierto, había algo raro en la relación entre Tarzán y Chita. No lo escribo de broma ni pensando en Edgar Rice Burroughs. No, lo que tengo en la mente es la primera novela del escritor catalán Albert Sanchez Piñol, La pell freda. La leí en su traducción al castellano, La piel fría, y creo que me produjo el malestar que compartieron sus lectores en todos los países (ya tiene, en cuatro años, veintiocho traducciones). La historia tiene lugar en una isla remota del Atlántico Sur. Su narrador, un meteorólogo ex miembro del IRA, no encuentra al colega que viene a reemplazar. Al anochecer, al ser atacado por criaturas anfibias con rasgos humanoides que salen del mar, entiende la razón de la desaparición de su colega. El barco que lo llevó a la isla se ha ido. Sabe que le tocará vivir meses de lucha para no morir. Su sobrevivencia es lo que cuenta el libro.

Es un cuento, no es una verdadera novela. Tiene una escritura transparente, sencilla, con un relato cronológico. Es insoportable al principio, aun más sabiendo que las criaturas anfibias se llaman «citauca» (acuatic) y que entre ellas aparece una hembra de una belleza insuperable, «Aneris» (sirena). Me acuerdo muy bien del momento en que iba a dejar, a medio camino, un libro que me proponía anagramas tan baratos. Pero para defenderse, el narrador se aparta del único otro hombre que vive en la isla, un farero alemán ebrio. Consigue encerrarse en el faro y pone a Aneris en su cama. Sánchez Piñol es antropólogo y quizás eso fue lo que me ayudó a seguir en la lectura. Me gustó su fábula filosófica sobre un comportamiento imperialista (conquista del faro, dominio sobre la isla y sus habitantes) aunque lo de hacer el amor con Aneris me parecía más bien una barata meditación sobre la condición humana (un antropólogo tiene que vernos como otros animales).

La teoría que nos viene de Boston hace pensar que quizás en la historia del hombre hubo un episodio tipo «piel fría». ¿Sería cierto lo que imaginó Sánchez Piñol? No he leído todavía Pandora en el Congo, la segunda novela de este antropólogo, pero acabo de leer otra noticia científica que apunta en la misma dirección. Esta vez, se trata del vínculo entre muñecas y dedos humanos y las aletas de los peces. Para decirlo de una buena vez, Albert Sánchez Piñol se quedó corto: en realidad, somos citaucas que aprovecharon su mutación para ligar con monos. De sólo pensar ahora en lo que es la «condición humana» tengo la «pell freda».

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19 de mayo de 2006
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Princesas y vampiros

Cinco bulliciosas colegas de trabajo con las que coincido en una comisión universitaria, salen a bucear por la vida nocturna de esta exquisita ciudad de provincias. Van por su cuenta, una práctica cada vez más común entre mujeres que ya han cumplido los treinta y cinco. Se arreglan en el aula, sin el menor recato. Sus compañeros estamos encantados: damos consejos y curioseamos. “Hidratación skin caviar luxe body emulsion la prairie”, lee el presidente del tribunal, que es químico, “¡cielo santo!”.

También yo manifiesto mi sorpresa porque una de ellas, una mujer de complexión fuerte y abundante, morena, muy sexy, se pinta un suave bigote con el lápiz de ojos. En el labio superior, evidentemente. Una sombra leve pero conspicua.

No es un bigote fingido a lo Groucho, sino con pretensiones de verosimilitud a lo Portugal Te Ama. Insisto en mi estupefacción con toda la modestia del mundo, no vaya a ser que se trate de una nueva tendencia erótica, the moustache trend, digamos. Me miran como si fuera el último en enterarme. Lo soy.

“Es por los moscones, dice una de ellas pequeña y vivaracha, los ahuyenta como el ajo”. Interviene la de ingenieros: “A los chulos no les gusta el pelo, los peores se depilan, el pelo se está demostrando el repelente más eficaz contra el pelmazo”.

Nunca lo hubiera dicho, pero sus amigas lo confirman. Ellas no gastan bigote porque buscan compañía y están muy ilusionadas y efervescentes. “Alguien habrá que nos comprenda y nos mime, no como vosotros, cabezas de huevo”. La que habla es una profesora de informática, alta y seria, que estudió en el MIT. “Lo de ella, añade dando una cabezada hacia la singular, es distinto, es una avalancha, es insoportable, es un no vivir, serán las feromonas o el olor corporal o cualquier otra porquería biológica, pero le caen encima como langostas. Lo de las rubias es un cuento, aquí chiflan las morenas. Hace bien en protegerse”.

La del bigote (le queda estupendamente, por otra parte) asiente. Luego, con cierta melancolía, concluye: “Es la ley de los rendimientos decrecientes. Si te asaltan demasiados, no puedes quedarte con ninguno. Al bigote, en cambio, ya sólo acuden los maduros. Y por lo general, gallegos. A mi me gustan así, maduritos y gallegos”.

Se alejan como una bandada de codornices. Las despido con el corazón ligero.

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19 de mayo de 2006
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Vida y muerte de un cuerpo masculino

Como soy un adicto, no he podido esperar la traducción del libro de Philip Roth Everyman. Esta vez, la dosis es más breve que en sus libros habituales (180 páginas), pero no menos traumática.

Y es que estamos ante un degenerado profesional que nunca defrauda a quien busque historias retorcidas y contundentes. A lo largo de sus 27 libros, Roth ha creado a personajes como Kepesh, que en perversa reinterpretación de Kafka amanece una mañana convertido en teta y fantasea con penetrar a su novia con su pezón. O Sabath, que busca refugio al fracaso de su matrimonio en casa de su mejor amigo, y luego se masturba en la bañera familiar con una foto de su hija menor de edad. Incluso tiene personajes que llevan su nombre, Philip Roth, como el predicador que propone un nuevo éxodo judío y tiene un implante de pene.

La escatología carece de límites para este escritor. En la antología de sus mejores escenas figuran mujeres arrojando compresas usadas a las tostadas de sus infieles parejas. Y hombres autogratificándose sobre la tumba de sus amantes muertas. Y ancianos en pañales que bailan con usuarios de Viagra. Tengo un amigo casado y con tres hijos que afirma, casi con lágrimas en los ojos: “nadie comprende a los hombres como Roth”. Y creo que es el mejor análisis que he oído de su obra.   
   
Everyman continúa por esa senda, pero introduce un elemento perturbador nuevo: el deterioro. O más bien, la vida presentada como un largo proceso de decadencia física. El argumento es en cierto modo el de una breve biografía de un hombre común y corriente, pero no se detiene en los hitos profesionales y afectivos, sino en sus ingresos en el hospital.

Lo peor es que funciona: nuestra vida puede ser narrada como el proceso de ruina de nuestro cuerpo y el de los demás. Conforme transcurre la historia de este hombre, contemplamos desde su primera hospitalización –por una hernia-, hasta las últimas, cada vez más frecuentes, debidas a complicaciones renales y arterias obstruidas. Nos enteramos con estremecedor detalle de qué partes de su humanidad se van estropeando, de cómo su cuerpo lo va abandonando de a pocos.

A la vez, conocemos de sus relaciones personales por la lista de visitantes en cada centro médico, porque invariablemente, la gente que nos ama es la que está presente cuando abrimos los ojos en una habitación blanca. Y cada vez que él abre los ojos, hay menos gente ahí. Sus pecados se nos revelan en el abandono progresivo de las salas de espera por parte de las personas a las que ha hecho daño.

Sabemos que nuestra vida se acerca al final conforme nuestras propias visitas hospitalarias se hacen más frecuentes, y cuando los funerales se van convirtiendo en nuestro principal evento social. Ya para entonces, somos más concientes de nuestro cuerpo, precisamente porque no funciona. Se le acumulan los desperfectos. Nuestro principal tema de conversación es qué partes aún nos duran, qué medicinas tomamos, qué nuevas restricciones tiene nuestra dieta.

Por supuesto, nos negamos a pensar en ese momento. Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca. Y aún así, el miedo a la muerte está presente cotidianamente: asistimos a misas y pronunciamos oraciones para hacernos la ilusión de que habrá algo más allá del umbral. Nos inscribimos en el gimnasio y comemos yogurts light para que el momento de lo inevitable se retrase. Nos afanamos con la seguridad, el air bag, la doble llave, para que no se adelante. Pero nunca hablamos abiertamente de ella. Como toda buena literatura, Everyman nos enrostra precisamente lo que no queremos admitir, lo amplifica y nos lo grita al oído. Y a la vez, como todas las novelas de Roth, es un espejo deformante que refleja el lado oscuro de la masculinidad.

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19 de mayo de 2006
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Un niño que no merece palmas, sino palmadas

En uno de sus comentarios al blog de ayer, Ana María Berasategui admitía que las figuritas que el cine y la literatura nos proveen son lindas, pero agregaba –esto es indiscutible- que es importante saber seleccionar entre ellas. Eso me trajo a la memoria la discusión sobre los críticos que tuvo lugar tiempo atrás: una función que deberían cumplir sí o sí es la de orientarnos con su brújula en la abigarrada selva de la cultura. El problema es que muchas veces nos hacen pasar de largo frente a tesoros escondidos. Y que en otras ocasiones nos llevan hacia las arenas movedizas, las trampas y los abismos.

El sábado pasado fui a ver El niño (L’Enfant), la última película de los hermanos Dardenne; Palma de Oro del festival de Cannes, para más datos. Nunca había visto una película de estos directores, pero llevo años leyendo maravillas de su arte. Algunas de las críticas afirmaban que El niño era su obra mejor. Yo tenía claro que a pesar de no tratarse de la clase de cine que más me conmueve (realismo sucio, ascetismo bressoniano: eso decían los artículos), estos hombres debían ser maestros en su estilo: ¡nadie puede obtener tantas loas y tantos premios sin fundamento!

El niño me dejó frío. Es una película seca, en efecto, que cuenta la historia de un muchacho marginal que vende al hijo que acaba de tener con una chica tan perdida como él. ¿Es aburrida? No. Pero no cuenta nada que otros –desde el ya mentado Bresson hasta el argentino Leonardo Favio- no hayan contado ya mil veces, y mucho mejor. La redención del final me pareció forzada, el llanto del muchacho me resultó inverosímil. Y no encontré nada de cine en El niño. Al verla recordé lo que alguna vez me dijo el Indio Solari, cantante de Los Redonditos de Ricota y hoy solista, en el transcurso de una cena. Hablando de las ensaladas verdes, comentó: “Eso es igual a comer pasto. A mí me gustan las cosas que requieren de una mínima artesanía, en las que se nota la mano del hombre y sobre las que obra la cultura adquirida”. Para mí, El niño fue igual a comer pasto. No encontré artesanía ni ingenio. La mejor película del Festival de Cannes no tiene siquiera una secuencia memorable, ni desde lo cinematográfico ni desde lo humano.

No pretendo juzgar la obra entera de los Dardenne, que como ya dije no conozco. Tampoco digo que El niño es una mala película. Pero sí digo que me parece mediocre, o si se prefiere, convencional, y por ende inmerecedora de premios importantes y de artículos laudatorios. ¡Si esa película la hubiese hecho yo tal cual, los críticos me habrían comido vivo! (Salvo aquellos que suelen considerar la falta de imaginación y de ambición como un hecho positivo. Que hay muchos, créanme, por lo menos aquí en la Argentina.)

¿No les cansa a ustedes la existencia de tanto bluff en el arte, de tanto artista y tanta obra que debemos alabar para no quedar descolocados ante la jauría bienpensante? El niño que sigue viviendo en mí suele meterme en problemas, pero a veces me ayuda a percibir que el emperador está desnudo.

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19 de mayo de 2006
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