Como soy un adicto, no he podido esperar la traducción del libro de Philip Roth Everyman. Esta vez, la dosis es más breve que en sus libros habituales (180 páginas), pero no menos traumática.
Y es que estamos ante un degenerado profesional que nunca defrauda a quien busque historias retorcidas y contundentes. A lo largo de sus 27 libros, Roth ha creado a personajes como Kepesh, que en perversa reinterpretación de Kafka amanece una mañana convertido en teta y fantasea con penetrar a su novia con su pezón. O Sabath, que busca refugio al fracaso de su matrimonio en casa de su mejor amigo, y luego se masturba en la bañera familiar con una foto de su hija menor de edad. Incluso tiene personajes que llevan su nombre, Philip Roth, como el predicador que propone un nuevo éxodo judío y tiene un implante de pene.
La escatología carece de límites para este escritor. En la antología de sus mejores escenas figuran mujeres arrojando compresas usadas a las tostadas de sus infieles parejas. Y hombres autogratificándose sobre la tumba de sus amantes muertas. Y ancianos en pañales que bailan con usuarios de Viagra. Tengo un amigo casado y con tres hijos que afirma, casi con lágrimas en los ojos: “nadie comprende a los hombres como Roth”. Y creo que es el mejor análisis que he oído de su obra.
Everyman continúa por esa senda, pero introduce un elemento perturbador nuevo: el deterioro. O más bien, la vida presentada como un largo proceso de decadencia física. El argumento es en cierto modo el de una breve biografía de un hombre común y corriente, pero no se detiene en los hitos profesionales y afectivos, sino en sus ingresos en el hospital.
Lo peor es que funciona: nuestra vida puede ser narrada como el proceso de ruina de nuestro cuerpo y el de los demás. Conforme transcurre la historia de este hombre, contemplamos desde su primera hospitalización –por una hernia-, hasta las últimas, cada vez más frecuentes, debidas a complicaciones renales y arterias obstruidas. Nos enteramos con estremecedor detalle de qué partes de su humanidad se van estropeando, de cómo su cuerpo lo va abandonando de a pocos.
A la vez, conocemos de sus relaciones personales por la lista de visitantes en cada centro médico, porque invariablemente, la gente que nos ama es la que está presente cuando abrimos los ojos en una habitación blanca. Y cada vez que él abre los ojos, hay menos gente ahí. Sus pecados se nos revelan en el abandono progresivo de las salas de espera por parte de las personas a las que ha hecho daño.
Sabemos que nuestra vida se acerca al final conforme nuestras propias visitas hospitalarias se hacen más frecuentes, y cuando los funerales se van convirtiendo en nuestro principal evento social. Ya para entonces, somos más concientes de nuestro cuerpo, precisamente porque no funciona. Se le acumulan los desperfectos. Nuestro principal tema de conversación es qué partes aún nos duran, qué medicinas tomamos, qué nuevas restricciones tiene nuestra dieta.
Por supuesto, nos negamos a pensar en ese momento. Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca. Y aún así, el miedo a la muerte está presente cotidianamente: asistimos a misas y pronunciamos oraciones para hacernos la ilusión de que habrá algo más allá del umbral. Nos inscribimos en el gimnasio y comemos yogurts light para que el momento de lo inevitable se retrase. Nos afanamos con la seguridad, el air bag, la doble llave, para que no se adelante. Pero nunca hablamos abiertamente de ella. Como toda buena literatura, Everyman nos enrostra precisamente lo que no queremos admitir, lo amplifica y nos lo grita al oído. Y a la vez, como todas las novelas de Roth, es un espejo deformante que refleja el lado oscuro de la masculinidad.