El camino desde el aeropuerto de San Salvador hasta la ciudad está bordeado de verdes paisajes, palmeras y dulces vaquitas pastando. Si tomas un desvío llegas a un mar cristalino que besa la costa tropical. Después de un paseo, y de conocer la suave amabilidad de los salvadoreños, a uno le parece imposible que nada horrible pueda ocurrir aquí. Y sin embargo, en la lucha entre el estado y la guerrilla que culminó hace poco más de diez años murieron 75.000 personas, quizá más. Y en este país viven seis millones. O sea que más del 1% de la población ha sido asesinada.
Eso ha producido una curiosa paradoja. Por un lado, los salvadoreños, cuando hablan de política, bajan la voz. Prefieren evitar conflictos con el de la mesa vecina. Por otro lado, nadie niega que haya sido soldado, ni guerrillero. Nadie se toma la molestia de ocultar de qué lado peleó. Y a poco que preguntes, cualquiera te lleva a conversar con un guerrillero o soldado, porque todos saben quiénes son.
Es así como conozco a Siro Monterrosa, que peleó en la Resistencia Nacional entre principios de los 80 y las conversaciones de paz de 1992. Ahora, Siro es un tipo amable y con mucho sentido del humor que trabaja en una editorial. Pero no siempre fue así.
-¿Cómo llegaste a la guerrilla? ¿Eras militante?
-No. Uno llegaba casi sin darse cuenta. En mi pueblo, el ejército mataba a mucha gente. Gente inocente. Yo jugaba en un equipo de fútbol, del que iban desapareciendo jugadores. Ahora sólo quedamos vivos tres. De hecho, un día apareció muerto un chico que tenía síndrome de Down. Entonces nos dimos cuenta de que no importaba si eras culpable o no. Cuando llegué a estudiar educación a San Salvador, me alojé en casa de mi hermano. Descubrí que él estaba formando el comando urbano y eso era una casa de seguridad, llena de armas y granadas. De repente, ya estaba dentro. Un tiempo después, quedé a cargo de la casa.
-¿Cómo conseguían las armas?
-Nos las vendía el Ejército. Eran muy corruptos. Yo mismo les compré alguna vez fusiles en el casino militar. Fui disfrazado de narco.
-O sea que era fácil engañarlos.
-No creo que los engañásemos. Ellos sabían quiénes éramos. Pero tampoco íbamos a entrar en el casino militar con uniforme de campaña ¿no?
-¿No les daban armas los cubanos o los nicaragüenses?
-Sí, cada vez más. En un momento dado, teníamos demasiadas armas. Había gente que tenía dos fusiles. Y en el 87, conseguimos el primer misil. Eso era excelente, porque lo que más daño nos hacía eran los aviones. Y ya con los misiles, los teníamos controlados.
-¿Qué armas llevabas tú?
-Según. Al principio, usábamos fusiles G3 y FAL. Pero usaban balas muy grandes, y solían matar a las víctimas. Con el tiempo, la logística impuso el cambio por M16 y AKM que llevaban balas pequeñas, para herir al enemigo sin matarlo. Un herido pesa más que un muerto. Al muerto lo dejas, pero al herido lo llevan entre dos, que entonces descuidan la vigilancia, y los movimientos del grupo se vuelven más lentos. Al enemigo le haces más daño cuando lo hieres.
-¿Mataste a alguien?
-Nunca ejecuté a nadie fríamente. Mi trabajo cotidiano era hacer requisas de medicamentos o coches o casas para la guerrilla. También un poco de sabotaje y golpes de mano.
-¿Qué es eso?
-Tomar puestos militares.
-¿Para quedarse con las armas?
-Si podíamos, pero no era el principal objetivo. Lo importante era hostigar. Con sólo cinco o seis francotiradores podíamos darles un buen susto. Luego, ellos decían que los habían atacado decenas de guerrilleros. Todo eso salía en la prensa, y daba la impresión de que teníamos un contingente inmenso. En realidad, no éramos ni 2000.
-¿Y el sabotaje?
-Infraestructuras. Tumbábamos postes eléctricos, volábamos vehículos. Mientras más dinero tuviesen que gastar en reparaciones, menos tendrían para armas.
-¿Y las reparaban?
-La verdad, no mucho. A los oficiales les daba igual. Mientras peor les fuera en la guerra, más dinero podrían reclamar de EE. UU. para acabar con nosotros. Las fuerzas armadas de El Salvador llegaron a consumir el 60% del presupuesto nacional.
Cuando uno habla con Siro, como con muchos salvadoreños que participaron en la violencia, comprende que la guerra se vuelve con facilidad un negocio rentable para todas las partes y un tema indiferente para los demás. Las conversaciones de paz se dieron, según la gente con que converso, por la evidencia de que la batalla no terminaría nunca, pero sobre todo, por las presiones de EE. UU. -que tras la perestroika quería cerrar ese frente- y de México –donde hasta entonces se entrenaban los guerrilleros-. Ahora, cuando le pregunto a Siro cómo recuerda esos tiempos, me contesta:
-Tras las conversaciones, los dirigentes guerrilleros se volvieron políticos como los demás. Pero en realidad, las condiciones sociales que generaron la guerrilla no han cambiado. Temo haber luchado por nada. Perdí mi primer matrimonio, estuve preso, me pasé cinco años en el monte, y ahora me preguntó si valió la pena.