Marcelo Figueras
Una de las cosas que siempre me sorprendió del Antiguo Testamento es la siguiente: que sus exégetas se la hayan apañado para convencer a media humanidad de que ese Dios iracundo, injusto e imprevisible que está tan patente en el texto es en verdad un Dios omnisciente y perfecto, que jamás se equivoca y que rezuma amor. En todo caso es un Dios que aprende a la par que sus creaciones, que es permeable al diálogo con el hombre y que finalmente se aparta del mundo, para dejarlo crecer en libertad –o para ocultar su verguenza. (El libro God, A Biography, de Jack Miles, es sublime en su análisis del Creador como personaje literario; ignoro si hay traducción al español.) Si los intérpretes religiosos hubiesen sido más fieles a la letra del libro, seguramente habrían sido más tolerantes con la criatura humana, que también aprende a medida que camina. Pero en ese caso se habrían probado prescindibles, ya que a nadie le cuesta trabajo comprender que A es A, y por eso se dedicaron a convencernos de que A en realidad es B, y que sólo ellos pueden explicárnoslo.
Después vino el Nuevo Testamento, cuyo texto es inequívoco en su mensaje de amor y de tolerancia; y aún así sus exégetas se las apañaron para convencernos de que la defensa de ese credo justificaba las guerras, la tortura, la pena de muerte, la persecución y la censura. Aunque moderados, ya que el tiempo no avala inquisiciones ni hogueras, los debates suscitados hoy por El código Da Vinci siguen teniendo esa impronta de la intolerancia con el que disiente. A aquellos que, como yo, llegamos a la discusión recién con el estreno de la película, no deja de extrañarnos la ofensa que muchos expresan ante una ficción que nunca cuestiona la esencia del mensaje cristiano –tan sólo su hojarasca.
La película El código Da Vinci no niega jamás la existencia de Jesús, ni sus palabras ni sus obras. Esto es, no se mete con su mensaje ni con su ejemplo de vida. Tan sólo imagina que estuvo casado con María Magdalena y que procreó una hija. Es verdad que no existe evidencia histórica para suponer que esto es cierto, pero tampoco la hay para proclamar lo contrario. Habría que decir que la Iglesia institucional creó su propia ficción en torno de Jesús, en la que puso elementos fantásticos como la inmaculada concepción de María y la resurrección, y la convirtió en artículo de fe: no se puede discutirla, tan sólo hay que creerla. Después vendrían las otras ficciones: el celibato de los religiosos, la consagración del sacerdocio masculino, los preceptos morales traídos de los pelos… Todavía hoy, la imagen de un grupo de cardenales dedicando tiempo a discutir sobre la esencia pecaminosa de los preservativos me mueve a risa.
En todo caso, se trata de gente que pretende que su ficción es mejor que la otra. Gente que le niega a otra el derecho a imaginar algo más sobre Jesús, como si fuese dueña del copyright de Dios. Y que no puede dar más prueba de la verdad sobre lo que dice que la que incluye Dan Brown en su novela: en ambos casos se trata de especulaciones sin evidencia histórica concluyente. Aquellos que tienen fe deberían darse por satisfechos con la comprobación de que la figura de Jesús sigue teniendo popularidad. Y aprovechar la oportunidad para desplazar el foco hacia su mensaje evangélico, en un mundo que nunca parece haber estado más necesitado de tolerancia en toda su historia.