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Soledad y tristeza en el Distrito Federal

Por 16 de mayo de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

-Señores pasajeros, estamos sobrevolando la ciudad de México. Por favor, abróchense los cinturones.

En el momento en que escucho esa frase, asoman por la ventanilla pequeñas ciudades que comienzan a tejerse sobre el fondo marrón del suelo, hasta cubrirlo por entero con casas, edificios y autopistas. Pero pasan diez minutos, veinte minutos, media hora, los edificios se suceden en un extensísimo entramado, y aún no llegas. En días claros –es decir, con una capa de smog relativamente delgada-, tu vista se pierde en la infinitud de casas. No hay mar ni montañas ni límites de ningún tipo: el distrito federal no termina nunca.

Uno puede sentirlo desde que llega al aeropuerto. La siguiente ciudad más grande del continente, Nueva York, tiene tres aeropuertos internacionales. México lo resuelve todo con uno solo. En el Benito Juárez, los aviones hacen largas colas en la pista de despegue, y hasta parece que se tocan bocinazos, se pasan los semáforos en rojo, se empujan y se mentan la madre. Los camiones de equipaje parecen un gran mercado ambulante, y los minibuses de pasajeros chocan unos con otros.

Eso es sólo el preámbulo del avispero que es la calle. Uno de los recuerdos más claros de mi infancia en México es que salía con una hora de anticipación para llegar a tiempo a la escuela, que estaba a diez cuadras. Y el problema se multiplica en distancias largas. Recuerdo una vez haber ido a buscar a un amigo para ir a una reunión de trabajo: 60 km hasta su casa, 60 más hasta la reunión, y luego regresar. En total, ese día cubrí la distancia que separa a Barcelona de Zaragoza sin salir del DF. Y demoré como si hubiese llegado hasta Sevilla.

Por infernal que parezca, ése es el encanto de México: por mucho que te esfuerces, sabes que nunca terminarás de conocerlo. Sólo concebir una calle entera resulta complicado. Cada casa parece diseñada deliberadamente en un estilo distinto de la que tiene al lado. Puedes visitar un barrio rico, uno colonial, uno miserable y uno moderno en la misma manzana. México desafía a todas las leyes, incluso las del urbanismo, incluso la de gravedad.

Esa gigantesca masa de gente y lugares violentamente apachurrados acentúa la sensación de soledad. Sientes que, además de estar aislado, eres una pequeña piltrafa, una insignificancia en un mundo descomunal que no eres capaz de comprender, en el que tu voz se pierde entre el sonido de las bocinas. Eso me ocurre cuando llego a mi hotel, en Cuauhtémoc con Parroquia.

Para empezar, el pasillo del hotel es como el de El Resplandor de Kubrick. Tengo que atravesar varios pasillos deshabitados, amortiguados por alfombras mullidas e iluminados con una luz oblicua. El silencio es tan intenso que, al abrir la puerta de mi cuarto, me recorre un escalofrío. Cuando abro la ventana para que entre un poco de ruido humano, descubro que tengo vista al consultorio de un odontólogo. O más bien, que un hombre acostado con la boca abierta tiene vista a mí.Cierro la ventana.

Mi suite se llama Jaspe y tiene una bañera, incluso un minibar. Trato de sentirme exitoso y triunfador. Me desnudo y me sumerjo en el agua caliente con un whisky en la mano. Consulto sin salir del agua las posibilidades del canal porno: “Mexicanas debutantes” y “Hermanitas anales” parecen las propuestas más interesantes. Pero no consigo relajarme completamente.

Decido vestirme y bajar por una copa. En el bar, decorado en un oscuro estilo de los setenta, no hay nadie. Me pido un Bloody Mary. Me siento de humor para uno de esos. No llega nadie. Pasan las horas. Pido otro Bloody Mary. El silencioso barman parece Grady, a punto de recomendarle a Jack Nicholson que asesine a su mujer.

Al fin, un hombre entra en el bar. Lentamente, se acerca a la barra e intercambia unas palabras con Grady. Luego se dirige a un lado. Me pierdo en mis pensamientos, hasta que escucho una canción. Es una balada de Mijares: “Para amarnos más”. Comprendo que el recién llegado es el pianista del hotel. Él sigue cantando éxitos de la canción romántica mexicana: “40 y 20”, “Gavilán o Paloma”, “Brindemos por ella”.

Son las 12:40 de la noche. Me pido otra copa.

En el bar del hotel, aún no hay nadie.

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