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Que no te oigo

La memoria auditiva es la más leve y se sumerge al instante en el silencio junto con el sonido que la origina. Recordar un sonido me parece a mí de las cosas más ásperas de pensar. Podemos imaginar que recordamos una melodía por analogía con el recuerdo de una frase lingüística, pero un sonido... ¿Recuerdo cómo sonaba el piano de Lipatti en mi primer tocadiscos? Ni en el último. ¿Recuerdo el tono de voz de mi madre? ¡Qué va! Alguna inflexión. Una “música”. Quizás, la risa.

¿Cómo sonaba la música en el pasado? La disputa (a mi entender de calado filosófico) entre intérpretes historicistas y sus contrarios se da en un terreno onírico: la reconstrucción de un sonido y de aquellos que lo percibieron. Reconstruir una sonoridad instrumental es una cosa (por ejemplo, el clavecín de Couperin), otra muy distinta reconstruir una audición del pasado (por ejemplo, cómo lo oían los coetáneos de Couperin). Podemos reconstruir una lengua muerta, pero nunca sabremos con qué acento se hablaba.

Hace unos meses, Charles Rosen, nuestro Virgilio musical, comentaba en el NYRB un ensayo recién aparecido sobre las transformaciones que el disco ha introducido en el estilo de los intérpretes. La tesis del estudioso, compartida por Rosen, era que la presencia de miles de grabaciones había provocado una severa reacción defensiva en los artistas, los cuales estaban cada vez más pegados a la letra de la partitura y huían con pavor de la libertad interpretativa. Según el ensayista, el mérito del artista actual reposaría, en mucha mayor medida que antaño, en la precisión técnica.

Rosen aportaba muchos datos sobre las libertades que se tomaban los grandes pianistas de hace cien años, frente a la sequedad y el rigorismo técnico de los actuales.

Por pura casualidad he topado con un texto de Heine en donde el argumento se repite. Está escrito hacia 1840, cuando los “concerti per pianoforte” se impusieron como el gran espectáculo de la burguesía refinada. Los virtuosos se convirtieron en las estrellas mejor pagadas y más admiradas del momento. Para un músico serio como Heine, aquello era abaratar, dilapidar, estupidizar la música.

“Este delirio universal de aporrear el piano, y sobre todo las gloriosas giras de los virtuosos del teclado, son algo típico de nuestra época y demuestran el triunfo de las artes mecánicas sobre el espíritu. La perfección mecánica, la precisión del autómata, la identificación del músico con la madera y las cuerdas tensadas, la transformación del hombre en un instrumento sonoro, eso es lo que ahora se exalta y alaba como la cima del arte” (Lutece, vol.II, P.180).

Para Heine, habituado a la lectura íntima de la partitura y a la música doméstica que se comparte entre unos pocos intérpretes, la aparición del inmenso espectáculo sonoro en los recientes palacios de conciertos debió de ser algo así como la entrada del ferrocarril en el arte. El virtuoso sería una locomotora, frente al antiguo paseante solitario, el wanderer, para quien la música era puro recogimiento.

O bien el modelo mecánico se ha acentuado con la invasión del disco, o ambos, Rosen y Heine, sufren una alucinación debida a la inconstante, frágil, engañosa memoria auditiva.

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26 de abril de 2006
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El aroma casero del gas lacrimógeno

Mi primer recuerdo del centro de Lima es la imagen de unos perros colgados de los postes de luz. Algunos de ellos estaban abiertos en canal, y otros llevaban carteles insultando a la madre de Deng Xiao Ping.

Por esa y otras razones, mis amigos y yo nunca íbamos al centro de Lima. Los que vivíamos en el barrio residencial de Miraflores nos limitábamos a verlo en las revistas cuando había una manifestación política, o una bomba, o un discurso de los que improvisaba Alan García en el balcón del palacio de gobierno.

Sabíamos que la Plaza de Armas era un territorio comanche de carteristas y vendedores ambulantes. Oíamos a los abuelos hablar del tiempo en que el tugurizado jirón de la Unión era el aristocrático escenario de sus tertulias y sus romances. Yo acompañé alguna vez a mi tía a la procesión del Señor de los Milagros, y me impresionó el olor de los inciensos, el morado de los hábitos, los empujones de las viejas y la tétrica imagen de Cristo en la cruz. Pero no conocí mucho más. El centro, simplemente, no formaba parte de la geografía de mi vida.

Sin embargo, cuando comencé a trabajar ahí en 1998, lo encontré fascinante. El centro tenía todo lo que se pudiese encontrar en el Perú, pero a lo bestia: las casas señoriales de los conquistadores –aún habitadas por sus familias- al lado de los barrios marginales. El barrio financiero salpicado de iglesias coloniales. Algunos monumentos a un país desaparecido, como el río sin agua o la casi inutilizada estación ferroviaria de Desamparados. Otros testimonios de un país en construcción, como los transexuales del jirón Huatica o los sex shops que vendían dudosas pócimas para alargar el pene. El barrio chino con sus cerdos despellejados colgando en los escaparates. Los gigantescos pisco sours “Catedral” del decadente hotel Bolívar. Cada vez que salía a la calle había algún detalle sorprendente, algo que conocer. Me sentí un idiota por no haber experimentado todo eso antes. Incluso pensé mudarme ahí.   

Pero sin duda, lo más divertido eran las manifestaciones. A finales de los noventa, el régimen se caía a pedazos, y yo salía todos los días a manifestarme un rato a la hora del almuerzo. A veces me topaba con los de Construcción Civil, o con los jóvenes estudiantes, o con los partidarios de Toledo, los acompañaba un rato, gritaba sus consignas y me iba a comer algo.

Una vez, decidí no manifestarme, para variar. Traté de ir directamente a comer un tacu tacu al bar Cordano. Justo ese día, la manifestación era especialmente gorda, y me costó media hora atravesar el atrio de la Catedral. Pero cuando ya doblaba la esquina de Palacio de Gobierno, sentí un extraño picor en la nariz, y de inmediato, un ardor en los ojos. Reconocí tarde la acidez del gas lacrimógeno. Súbitamente, a mi alrededor, todo el mundo corría y se entrechocaba. En los resquicios en que conseguía mirar a través de mis propios párpados, veía a los policías aporreando a los manifestantes a pocos centímetros de mi indefensa cara. Me puse a gritar: “¡por favor, a mí no, yo sólo quería comerme un tacu tacu!”.

Mi último día en Lima antes de viajar a España, decidí sentarme en una terraza a contemplar la manifestación con cierta nostalgia adelantada. Acababa de aparecer en televisión Montesinos comprando a un congresista opositor, de modo que esa manifestación era especialmente indignada. Frente a mí, una señora observaba a los manifestantes con su niño de unos cinco años, la misma edad que yo tenía cuando colgaron a los perros de los postes. El niño preguntó:

-Mamá ¿Qué hacen?
La señora fumaba. Tenía cara de curtida por la vida.
-Se manifiestan, hijo.
-Ah –el niño meditó un rato antes de repreguntar-. ¿Y por qué se manifiestan, mamá?
-Por la democracia.
El niño asintió satisfecho, pero después de un rato de asimilar la información, volvió a la carga:
-Mamá ¿Qué es la democracia?
Esta vez, la señora expulsó la última bocanada de sus pulmones y apagó el cigarro con la suela.
-La democracia, hijo, es que a los ladrones que te gobiernan los cambien cada cinco años. Porque si los dejan diez, ya no los para nadie.

Luego siguieron su camino, y yo me quedé pensando cuánto echaría de menos el centro de Lima.      

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26 de abril de 2006
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La vida también es una obra

Un comentario de MaryNewYork (presumo que existirán también una BettyNewYork y una Peggy y una Julie, inexorablemente rubias y gardelianas) recordaba el triste desempeño de Pablo Neruda como padre, a quien calificaba como “infame decepción” en la materia. A partir de mi texto de ayer sobre Tomás Eloy Martínez, Mary se preguntaba por qué tenemos que ligar al hombre con el escritor cuando en tantos casos –como el que ella menciona de Neruda, que yo por cierto desconocía- está probado que el talento y la bondad o la probidad suelen elegir vehículos humanos tan distintos entre sí. Me hizo recordar algo que leí recientemente sobre Eugene O’Neill, quien también parece haber sido un padre despreciable. Sabemos poco de Shakespeare, pero lo que sabemos nos basta para entender que no debe haber sido precisamente un marido ejemplar. Para no mencionar los conocidos casos de artistas que han colaborado con fascismos de toda índole, como Leni Riefenstahl, o manifestado desembozadamente su racismo (el Jevi-llano recordaba hace poco al D.W. Griffith de El nacimiento de una nación) o expresado su apoyo a regímenes indefendibles, como Borges con la dictadura de los 70. Y todo esto sin mencionar los infinitos casos de mezquindades, zancadillas y ninguneos que constituyen la forma más habitual de relación de los escritores entre sí.

Pero que esté comprobado que los escritores no somos santos ni mucho menos, no me impide buscar una correspondencia entre vida y obra. Llegado el caso puedo hacer abstracción y valorar el texto a secas. Me ocurre con T.S. Eliot cuando olvido su antisemitismo y sus juicios críticos; como dice Harold Bloom, “no lo amo, pero su genio trasciende mis afectos literarios”. Valoro demasiado la buena literatura, a la que sin duda asocio a lo mejor del espíritu humano, como para aceptar sin patalear que el precio de un buen libro sea la existencia de un hombre egoísta, miserable y cruel. Por eso tolero que existan joyas de la literatura escritas por hombres olvidables, pero me resisto a creer que todas ellas hayan sido obra de gente semejante. También existieron un Rodolfo Walsh, un Paco Urondo, un Haroldo Conti. (Me encantaría que viniese a la mente el ejemplo de algún escritor que ha sido un padre maravilloso, pero no se me ocurre ninguno. Tiene que haberlo, necesito que lo haya. ¡Por favor, ayúdenme!).

Cuando descubro que existen artistas que no borran con el codo lo que escribieron con la mano, me siento reconfortado. Entre otros motivos, porque me alivia entender que no necesito convertirme en un monstruo para escribir un libro inolvidable. Está claro que el imaginario del escritor romántico nos juega en contra, en el fondo todos creemos que aquel que arroja sus afectos por la borda persiguiendo la excelencia de una obra como Ahab a Moby Dick está de alguna manera justificado. Y no debería ser así. Con el debido respeto, creo que ninguna obra, por excelsa que sea, vale más que una vida humana. Sé que ningún libro o película que yo pueda hacer significará más para mí que el bienestar de mis hijas o el de mi amada. Imagino que se deberá a que carezco del talento febril de un Rimbaud, por poner un ejemplo. Sea por lo que sea, no estoy dispuesto a vender el alma al diablo por un libro, o por un éxito. Si el precio a pagar es no despegarme nunca del montón de artistas que batallan por el reconocimiento, que así sea. Y no es por altruismo. Simplemente moriría por segunda vez si alguien escribe sobre mí algo parecido a lo que MaryNewYork dijo de Neruda.

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26 de abril de 2006
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¿DOS O MÁS?

Jorge Castañeda publica en Foreign Affairs un balance impecable de lo que pasó en la política de América Latina en los últimos diez años. Conocemos a Castañeda, su capacidad para comunicarse con audiencias en varios idiomas, su visión de universitario, su experiencia de militante en sectores cercanos a Cuba, su experiencia como ministro de Fox, sus libros (sobre la izquierda y el Che).

En su artículo entrega un análisis del giro de América Latina hacia la izquierda que se parece al que propuso en Venezuela Teodoro Petkoff, el candidato que, después de pasar por la guerrilla y por puestos de ministro, tomó este fin de semana la decisión valiosa y agobiante de desafiar a Chávez en la próxima elección presidencial. Petkoff publicó un libro que se titulaba Las dos izquierdas, para hacer campaña sin hacerlo de verdad. Castañeda propone “un cuento de dos izquierdas” (a tale of two lefts), aprovechando una fórmula de Dickens, pero ambos caminan en caminos parecidos.

Castañeda se ubica aparte en un punto: condena a una de las izquierdas. Habla de una izquierda correcta y de otra errónea (right and wrong). La segunda, dice, es irresponsable y merece un tratamiento específico por parte de los países occidentales. No voy a discutir ni cómo, ni dónde, ni si se debe hacer esto. Lo que me interesa es cómo podemos mantenernos en una lectura tan pobre de un continente. Cada día se publica una nueva síntesis de este tipo que intenta repartir el abanico político: Bachelet, Lula, Chávez, Castro, Morales, Humala, etc. América Latina es mucho más compleja. Lo voy a recordar con la anécdota que viene al principio de Fathers and son, las memorias de Alexander Waugh, nieto de Evelyn e hijo de Auberon. Cuenta que silbaba al subir la escalera para visitar a su padre tendido en la cama de una habitación y esperando su muerte.

- Qué maravilla, dijo su padre, un pájaro ha venido a visitarme”.
- No, papá, contestó Alexander, soy yo. Me has confundido con un pájaro porque iba silbando”.
- Es un poco más complejo de lo que crees”, dijo su padre al pronunciar lo que fue su última frase.

Creo que lo real en América Latina es un poco más complejo de lo que vamos leyendo. Primero porque no hay que creer lo que cantan sus líderes. Tal como lo dice Castañeda, existe una tradición retórica y una dependencia emocional de Cuba que genera siempre una categoría de discursos más extremistas que la práctica que viene después.

En segundo lugar, no hay que olvidar que la euforia de las izquierdas se basa en una visión muy fácil de vender: hay plata por la subida de los precios de las materias primas; aquella plata es para el pueblo. Nadie puede detener una retórica como ésta en países con desigualdades aplastantes.

Tercer y último punto: no puedo comprar la idea de las dos izquierdas porque me parece que hay una fragmentación enorme de las sociedades, entre  generaciones, entre ciudad y campo, entre conexión o no conexión a la red, entre los que tienen remesas y los que no, entre sonido de Miami y música todavía folklórica, entre las fiestas colectivas y la soledad del locutorio cibernético. El auge de los latinos en EE. UU. no es una dinámica aislada de una evolución cultural que la contradice.

Lo sentí, hace unos meses, al asistir a un pequeño concierto en Caracas frente a un centro comercial. En el escenario, había canciones chavistas, saludos al “comandante Che Guevara” y cosas de lo que Castañeda califica de mala izquierda. Pero veía cómo ciertos jóvenes pasaban de la audiencia donde participaban y cantaban, a las tiendas de Morgan, Gap o Zara. ¿A cuál izquierda pertenecían? A la de las viejas ideologías o a la que no se aparta del gran mercado de pacotilla y de las marcas. Basta de hablar de política, tenemos que leer a América Latina en su nueva e indescifrable sociología cultural.

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25 de abril de 2006
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Las aventuras del fiscal Chacaltana

Discurso de recepción del Premio Alfaguara
Santiago Roncagliolo

A lo largo de mi trabajo creativo, me han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convivencia para satisfacer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas. Esta novela es un enfrentamiento entre ambos.

Mi perdedor se llama Félix Chacaltana Saldívar y ostenta el cargo de fiscal distrital adjunto en la provincia de Huamanga. El fiscal Chacaltana cree en la ley, cree en el orden, cree que todos seremos felices si respetamos los procedimientos estipulados en el código procesal civil, procedimientos que sabe recitar de memoria. Pero en esta novela, se enfrenta a un asesino en serie que considera que el descuartizamiento es un arte y esculpe a sus víctimas con motivos religiosos de la Semana Santa, un criminal no previsto en el ordenamiento jurídico, que hace estallar los estrechos márgenes en que el fiscal trata de encerrar el mundo. 

Salman Rushdie dice que uno de los principales retos de un escritor es el retrato del horror, quizá porque queda precisamente más allá de lo que se puede explicar con palabras. Algunos de los novelistas que le han dado forma a este libro son precisamente los maestros de la violencia: Ian McEwan, Coetzee y Roberto Bolaño, incluso Tabucchi, que ha mostrado su lado más gris y cotidiano. Pero el fiscal distrital Félix Chacaltana Saldívar se ha alimentado también de los materiales que los escritores suelen despreciar: las películas como El Silencio de los Inocentes, Seven, incluso las historietas como From Hell de Alan Moore. Me gusta la capacidad de la cultura popular para atrapar a los lectores, y creo que se puede poner perfectamente al servicio de las preguntas más profundas sobre la condición humana.

De hecho, nuestra comprensión de los conflictos más brutales no suele ser más compleja que una historieta, con buenos y malos. Con enternecedora inocencia, siempre consideramos que estamos del lado bueno, que nuestros asesinos son unos héroes y los del otro lado son criminales sanguinarios. A que quien plantee alguna duda al respecto lo confinamos a la orilla opuesta y, por eso, evitamos escucharlo. Nos preguntamos ¿Cómo voy a discutir con alguien que no está de acuerdo conmigo? Y hablamos sólo con los que piensan como nosotros, felicitándonos mutuamente por tener la razón.

En eso, todos nos parecemos un poco al fiscal Chacaltana. Pero en Abril Rojo, el fiscal descubre que la línea que divide a los dos bandos de una guerra, incluso de una guerra contra el terrorismo, es más tenue de lo que creía. Y peor aún, que él mismo no sabe de qué lado está. De alguna manera, su confrontación con el psicópata representa el enfrentamiento entre un país de asesinos y un país que se niega a verlo. Sólo que ambos países son dos caras del mismo, son compañeros de cama involuntarios.

Supongo que el fiscal Chacaltana vive algo similar a lo que vivió su país. Él creció en una sociedad de asesinos, pero nadie se lo dijo. Había terroristas, luego declararon una guerra contra el terrorismo, y llegó un momento en que ambos bandos se volvieron difíciles de distinguir uno del otro. El Perú tardó años, y decenas de miles de cadáveres, en poder mirarse al espejo y empezar a recoger los pedazos de su propio rostro. Este libro es sólo uno más de los que están escribiendo nuestros muertos por la mano de autores como Mario Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez, Alonso Cueto, Oscar Colchado, Jorge Benavides, Luis Nieto Degregori, Víctor Andrés Ponce, y muchos otros.

Sin embargo, las preguntas en la base de Abril Rojo no son una exclusividad peruana. En España también, escritores como Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón siguen ofreciendo nuevas versiones de una guerra que ocurrió hace setenta años, y que se ha tomado todo este tiempo para descubrir que la vida no es en blanco y negro. Es decir, que lo blanco nunca es tan blanco, pero lo negro sí que es tan negro, y peor.

Con diferentes rostros, estas reflexiones se suscitan una y otra vez a lo largo de la historia. Ahora mismo, cuando la guerra contra el terrorismo se ha vuelto global, nos preguntamos cuánto debe matar para que no haya más muertos, cuántas libertades hay que restringir en nombre de la libertad, a cuántos países se puede invadir para que el mundo sea un lugar más seguro.

De eso también habla esta novela. A medida que transcurre su investigación, el fiscal Chacaltana va descubriendo que la guerra deja cicatrices incluso debajo de la piel, y que los muertos que produce siguen habitando el mundo en la memoria, e incluso en el olvido de los vivos. Por eso me alegra que el fiscal Chacaltana esté hoy en España, que recuerda setenta años de una guerra y podría celebrar el aniversario con el fin de otra. Y me alegra que este premio vaya a llevar al fiscal a Colombia, y a Chile, a Argentina, y a muchos lugares que han sufrido ese momento de la historia en que, bajo distintas circunstancias y con muy diversos matices, algunas personas han decidido que la única solución legítima a los problemas políticos es la muerte.

Si algo sabe el fiscal Chacaltana por experiencia propia, es que toda paz implica mirar al horror a la cara y ser capaz de cierto grado de perdón. Pero también sabe que todo perdón entraña una injusticia. Vivir sin sangre implica en cualquier caso convivir con quienes la hayan derramado. Después de lo experimentado en este libro, el fiscal se pregunta qué hay que es peor: si dejar en paz a los asesinos o dejar que sigan asesinando. Pero también sabe que no le toca a él responder a esa pregunta. Las sociedades van dando sus propias respuestas y no se preocupan mucho por su opinión al respecto.

Quizá el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar sea vagamente conciente de que él mismo está hecho de palabras, y peor aún, de mentiras. Por eso, como toda la literatura, es incapaz de ofrecer respuestas. Pero con suerte, como la buena literatura, pueda señalar algunas preguntas, el tipo de preguntas que se repiten en todos los rincones del tiempo y el espacio, y que dibujan los contornos de lo que llamamos humanidad. Si es capaz de conseguir eso, el fiscal sentirá que su vida ha tenido algún sentido. Y yo sentiré que ha valido la pena pasar con él los meses que hemos compartido en mi escritorio, y el largo viaje que nos espera.

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25 de abril de 2006
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Repetición

Le doy vueltas al tercer punto de Steiner (vd. el blog del lunes), cuando dice que todo se ha pensado ya millones de veces. Puede querer decir dos cosas, una claramente artística, la otra quizás moral.

La primera es que a lo largo de millones de años, varios trillones de humanos se han enfrentado a las mismas experiencias con iguales resultados. Cuatrillones de pensamientos sobre el amanecer y el ocaso, sobre el sol, sobre la lluvia. Quintillones de pensamientos sobre la inmortalidad y sobre la igualdad y sobre la armonía y sobre lo pequeño y lo grande y sobre la injusticia.

En este sentido, y a la manera de Borges, dice Steiner que yo soy aquel que fue pez y pájaro, planta y estrella, el mismo que inventó el teorema de la hipotenusa y descubrió los fractales, he sido un guerrero mongol, he comido carne humana, he creído en la reencarnación, he descrito con toda exactitud la posición de Orión, pude distribuir la tierra inundada por el Nilo gracias a la misma geometría con la que navegan los reactores, he asesinado monjas en Tarrasa, y así sucesivamente.

Pero (y aquí viene el momento de la tristeza, siempre según Borges), yo no soy aquel en cuyos brazos desfallecía, por ejemplo, Elena de Troya.

Ahora bien. ¿No lo soy? ¿O Elena siempre ha encontrado su Paris? ¿Una y otra vez? ¿Millones de veces y millones de guerras? ¿La está abrazando algún Paris ahora? ¿En una isla del Pacífico? ¿En una central nuclear rusa?

El sentido moral sería más bien el de Nietzsche y su eterno retorno. El número de átomos es hoy el mismo que cuando estalló el Big Bang.
Si imaginamos la temporalidad cósmica como el líquido de la pecera donde flotamos, no hay novedad posible, de modo que una y otra vez repetimos pertinazmente las mismas figuras disfrazadas con formas que parecen novedosas. Como decía Ferlosio, sólo cambia el rostro de los dioses, pero no su terca e insistente tartamudez. Las novedades son siempre formales, nunca substanciales. El cosmos es nuestro córtex.

Bueno, en esta segunda posibilidad por lo menos podemos recordar. De hecho, no hacemos otra cosa, recordar y recordar, como el esclavo de Platón que sabe geometría sin saberlo. A cada nuevo rostro del dios, renovación del embalaje. Ya me conformaría.

Pero no. Resultaría entonces que yo soy un recuerdo de mi mismo. Prefiero no recordar.

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25 de abril de 2006
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La lección del maestro

La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.

No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.

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25 de abril de 2006
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Intolerancia

¿Existe uno solo de nosotros que no esté infectado por la intolerancia? No hablo de las circunstancias en que somos víctimas de esa actitud, sino por el contrario, de aquellas en las que somos los victimarios. Yo reconozco a diario este impulso en mi propia persona. Conduciendo mi auto, por ejemplo, me convierto en un Führer ambulante. Taladro a bocinazos a aquellos que avanzan a paso de mula, con el argumento de que necesito mi tiempo para cosas más valiosas. Taladro a bocinazos a aquellos que van por el medio de los dos carriles, impidiéndome sobrepasarlos por uno u otro lado. Taladro a bocinazos a aquellos que parecen haberse dormido al volante y no reaccionan ante la luz verde del semáforo. Y nunca pierdo de vista que, al hacerlo, alimento la intolerancia de aquellos que son sensibles a los bocinazos.

Sé que el Figueras al volante constituye la peor expresión de mi persona. Y al mismo tiempo hay algo de juego en mi intolerancia, de mecanismo de descarga: en un momento estoy gritándole al del auto vecino –que no me escucha, por supuesto- y al otro segundo he retomado la canción que venía cantando; el tránsito entre uno y otro estado anímico es tan veloz como natural.

Por supuesto, nunca olvido mi intolerancia en el interior del auto: es mi compañera, un Colt metafórico cuya culata siempre está al alcance de mis dedos. Soy intolerante con los escritores que considero mediocres. (Ayer, sin ir más lejos, el elogio que alguien destinó en el dominical de El País a la espantosa novela de una argentina me puso de mal humor.) Soy intolerante con determinadas músicas, sus cultores y sus fans: la cumbia en versión argentina contemporánea, por ejemplo, a la que considero la única música popular latinoamericana que carece por completo de swing. Soy intolerante con la televisión de aire. (Dios sea loado por la invención del cable.) Soy intolerante con Bush y con todos los que representan sus políticas. (Con especial predilección por Condoleeza Rice: pienso en toda la gente que luchó para que las mujeres accedan a una posición de poder, y en toda la que también luchó para que alguien de raza negra llegue a esas alturas políticas, ¿y todo para abrirle camino a este personaje?) Berlusconi, por ejemplo, me pone frenético. También soy intolerante con los hombres que hablan todo el tiempo de fútbol y con las mujeres que hablan todo el tiempo de asuntos domésticos. Y detesto esperar en los restaurantes, así como detesto todo tipo de trámites y de filas ad hoc.

Podría seguir así el día entero. En materia de intolerancias, me considero un hombre muy generoso. Si no lo fuese seguramente me sentiría perdido en un país tan rico en intolerantes. Yo vivo en una ciudad que sufre de intolerancia a los piqueteros. Husmeo con regularidad las páginas virtuales de diarios que son intolerantes con un presidente al que acusan de intolerancia. No satisfechos con los entrerrianos que expresan su intolerancia ante la instalación de las papeleras, ahora tenemos a otros entrerrianos que se manifiestan intolerantes con los intolerantes, quebrando su corte de rutas por medios violentos. ¡Dentro de poco, cuando comience el Mundial de Fútbol, nuestra intolerancia hacia el resto del orbe llegará a cotas insospechadas!

Y al mismo tiempo sé que es nuestra historia reciente la que me previene contra toda forma de intolerancia y su corolario de violencia y discriminación. La lección que impartieron con su conducta las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo (y detrás de ellas, todos los parientes y amigos de los desaparecidos) es una que jamás me perdonaría desoír. Cualquiera de ellos que hubiese hecho justicia por mano propia habría contado con mi comprensión; y sin embargo persistieron en el reclamo cívico hasta el día de hoy, convencidos de que un sólo un gesto de intolerancia dirigido a los intolerantes los convertiría precisamente en aquello de lo que siempre quisieron diferenciarse.
Por eso, aun cuando reconozco mi propia intolerancia y lidio con ella a diario en la certeza de que jamás lograré borrarla del todo, conservo un sensor escrupuloso que me impide pasar a mayores. Vivimos en un mundo que se ha puesto difícil, y que parece estar en manos de gente que ganó un concurso televisivo en busca del intolerante mayor. (American Idolizer?) Consecuentemente, la esperanza que deposito en la perdurabilidad de la especie no puede sino estar basada en la paciencia de los mansos y en su capacidad de buscar la concordia. (Dije mansos, lo cual no es igual a decir idiotas ni sumisos.)

Sería deshonesto si no aclarase que lo que me puso a pensar en la cuestión de la intolerancia fueron ciertos intercambios de mensajes que encontré en el blog. No me asustan, soy de los que ama discutir a los gritos y se enfervoriza en las polémicas. Pero no pasa un día en que no piense cuánto me gustaría encontrar la forma de ser igualmente apasionado en la búsqueda del entendimiento y de la concordia. ¿Por qué será que hacer algo malo es tan fácil y tan instantáneo, mientras que hacer algo bueno es lento y trabajoso?

Y sí, Olga Trevijano, leo todos los mensajes. Tal como imaginas, lo hago con una sonrisa en los labios. Pocas armas son más eficaces en contra de la intolerancia que el sentido del humor. Ante todo el humor que empleamos para reírnos de nosotros mismos.

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24 de abril de 2006
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Abdul, el musulmán

Según una reciente encuesta, el 90% de los españoles considera que los musulmanes son autoritarios. El 79% los acusa de intolerantes. Y un 68% los llama violentos. Pero mientras atravesamos la cordillera marroquí del Alto Atlas, mi guía Abdul parece una persona de lo más moderada y amable.

-¿Cuántas veces al día rezas? –le pregunto.
-Debo rezar cinco veces, pero puedo diferir algunas oraciones si estoy trabajando. Alá comprende.
-¿Y qué pasa si no lo haces? ¿Ustedes creen en el Diablo, como los católicos?
-No. Alá no necesita asistentes. Él decide todo, él juzga quién merece un premio después de la muerte y quién no.

La religión está más presente en la vida de Abdul que en la de cualquier católico que yo haya conocido. De hecho, lo está en la de todos aquí. Hay una mezquita en cada pueblo que atravesamos. Hay incluso más mezquitas que pueblos. Están pintadas de blanco para que destaquen entre las construcciones de un monótono color tierra. Y sus torres son siempre los edificios más altos, incluso de las ciudades como Marrakesh. Cinco veces al día –una de ellas a las tres de la mañana- los altavoces de esas torres llaman a rezar con voces que a mis oídos suenan como de ultratumba. Si no encuentras la mezquita, es que estás muerto. 

Por supuesto, la importancia de esas mezquitas para sus fieles es mucho mayor que la de las iglesias para un cristiano. En cada pueblo, el imán es prácticamente el alcalde. Recibe un sueldo del estado y asiste a una escuela durante unos cinco o seis años, donde entre otras cosas, se aprende de memoria el Corán. Una vez graduado y destinado a un pueblo, sus funciones incluyen la integración de los nómades que lleguen de las montañas: los alfabetizan, los adoctrinan y les buscan algún trabajo en el pueblo, para evitar la aparición de marginales.

-Marruecos parece un lugar muy seguro. ¿No roban?
-La religión lo prohíbe.
-¿La religión? Dirás la ley.
-Es lo mismo.

En efecto, el jefe del Islam en el país es el rey. El estado y la religión se conciben como una sola institución que cuida de la salud espiritual y el tejido social de la comunidad. El mundo musulmán tiene un sentido comunitario de todo, incluso de la propiedad. Abdul, por ejemplo, parece un millonario: usa dos casas, una de ellas de cuatro pisos y con vista al valle del Draa. Pero ninguna es suya.

-Los propietarios son mi padre, dos hermanos de mi madre, una tía, su cuñado y dos de mis hermanos.
-¿Y tú por qué no eres propietario?
-Porque no me he casado. Cuando tenga hijos, parte de la casa será mía.

La familia es el encaje social de las personas. Tener hijos es la mejor inversión, porque ellos también tendrán hijos y entre todos podrán compartir sus posesiones. Abdul tiene seis hermanos. Cuando vamos a su casa, tomamos el té con la abuela, el abuelo, tres señoras que no son pareja de los otros tres señores, tres niñas y dos pequeños. Pregunto varias veces cuánta gente vive en esa casa, pero nadie me lo sabe decir con exactitud. Eso sí, no hay fotos de ellos en las paredes ni sobre las mesas. En vez de eso, hay versículos del Corán enmarcados. La única figura humana que decora la casa es un gigantesco retrato del rey Mohamed VI, que Abdul observa con genuino afecto.

-Es un buen rey. No le gustan los ricos. Es un hombre sencillo que quiere a los pobres.
-¿Pero no me dijiste que tenía un campo de golf privado y ha construido un palacio especial para que su hijo vaya a tomar el aire del campo? 
-Sí, pero es muy sencillo. El día en que se casó, invitó a todos los pobres a celebrarlo con él.
-¿En su palacio?
-No, por las calles.

En una sociedad tan protectora de la familia, el matrimonio es, por supuesto, la institución fundamental. Si tienes dinero, la boda puede durar hasta nueve días. En Ouarzazate, nos cruzamos con alguna caravana que festejaba en la calle, bloqueando el tránsito, para que todo el mundo pudiese ver que se casaba alguien de la familia. Proporcionalmente, lo peor que le puede ocurrir a tu familia es que no te cases. De ahí el tabú de la homosexualidad.

-Los gays son ilegales, y sólo traen problemas. Mi hermano administra un hotel. Cuando llega un par de varones europeos y pide un cuarto con una sola cama, les pide sus documentos para ver si son hermanos. Si no lo son, les niega el cuarto. Que hagan lo que quieran, pero con dos camas. Así, si llega la policía, mi hermano no es cómplice.
-En España, los gays se pueden casar. Es legal.
-En eso vamos a terminar aquí también. Ya han empezado con leyes de igualdad de la mujer y esas cosas.
-¿No estás de acuerdo con la igualdad de la mujer?
-Es discriminatoria.
-¿Qué?
-Claro, porque las leyes benefician sólo a las mujeres de la ciudad, que tienen educación y pueden conseguir trabajos. En cambio, las mujeres del campo lo tienen más difícil. El 80% son analfabetas. ¿Quién se va a casar con ellas? Ahora todos los hombres quieren mujeres de la ciudad, porque ellas tienen dinero.
-Bueno, pero las de la ciudad también son más propensas a divorciarse.
-Da igual. Con la nueva ley, tras el divorcio, los bienes se reparten en partes iguales, sin importar que la mujer trabaje o no. Una razón más para que los hombres sólo quieran casarse con las mujeres de la ciudad. Esas leyes quizá sirvan dentro de varios años, pero la sociedad marroquí no está preparada para ellas.

Por momentos, recuerdo la manifestación contra el matrimonio gay que la Iglesia convocó el año pasado en Madrid. Pienso en los sacerdotes argumentando que el matrimonio gay acabaría con la familia. Rememoro a las madres manifestándose con los cochecitos de sus bebés. El 79% de los españoles piensa que los musulmanes son intolerantes, pero quizá, después de todo, no seamos tan distintos.    

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24 de abril de 2006
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¿DÓNDE?

Hay días en que la sola lectura de las noticias basta para preguntarse si se mantiene el planeta tal como lo conocemos o si nuestros dirigentes intentan crear otro mundo. ¿Dónde estamos?

1. Hugo Chávez anuncia que Venezuela se retira de la comunidad andina de naciones. Le parece que los esfuerzos de los vecinos para mejor su entorno no tienen sentido y propone a su país no cambiar su entorno sino cambiar de vecinos. Como lo pregunta el editorial del diario El Nacional: “¿Quién le dijo al Presidente que queremos ser sureños y no andinos?”.

2. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, recibe al primer cosmonauta brasileño que viaja al espacio, el teniente coronel Marcos Pontes.
Vestido con su traje de astronauta, el brasileño es condecorado en una ceremonia especial. Por favor: no leer ceremonia espacial, aunque uno se pregunta cuál es el espacio que más interesa al poder brasileño, que ahora quiere involucrarse en la industria del espacio aunque no sabe cómo traer comida al noreste.

3. Evo Morales dice a José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, que si no sabe donde están las playas bolivianas en el pacífico, su país encontrará el camino para llegar a ellas.

Cuando parece que todo lo que es América Latina hace un giro político hacia la izquierda, existe una especie de pérdida compartida de la burbuja geopolítica. Es un movimiento doble en que se suman los sueños o las viejas aspiraciones que nunca fueron atendidas y las renuncias a trabajar en los problemas reales. América Latina es una tierra que consiguió a la vez su independencia y el fracaso de cualquier cooperación internacional. Si se quiere modificar el curso de la historia es lo que hay que hacer de verdad. En lo que tiene que ver con geografía, es una tierra ubicada entre desigualdades y despilfarro. Esto también se puede atender pero de manera seria, fuera de las posturas retóricas. Al leer las noticias, tengo la sensación de que viene otro futuro fenomenal para las novelas de dictadores. Conocemos la pregunta del caudillo: ¿Qué hora es? Y la broma para responder: La hora que usted quiera mi general. Ahora descubrimos la afirmación de los presidentes electos: “He soñado que mando en otro país, hay que crear este país, ya”.

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24 de abril de 2006
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