Marcelo Figueras
La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.
No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.