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En el nombre del padre

Por 27 de abril de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

¿Somos en alguna medida hijos de los artistas que admiramos? Siempre creí que sí, en la medida en que nuestro espíritu se templa en el calor que prodigan, y también dado que asumo que la paternidad es algo mucho más complejo –y por ende ambicioso- que la simple capacidad de concebir en la carne. Tenemos muchos padres a quienes les debemos distintas cosas, todas ellas imprescindibles para definirnos como lo que hoy somos. Además de hijos de nuestros padres carnales, somos hijos de nuestros maestros, de nuestros verdugos y de los artistas que concibieron el paisaje que habita nuestro espíritu.

Pensé en esto por culpa de una revista para la que escribo ocasionalmente en Buenos Aires, y que me obligó a ver la nueva película de Wim Wenders, Don’t Come Knocking. Me resistí a hacerlo pero me acorralaron. Yo no había visto ninguna película de Wenders desde Las alas del deseo, como la llamaron en la Argentina traduciendo la versión en inglés, o El cielo sobre Berlín, como se llamó originalmente. Imagino que no había vuelto a frecuentar su cine en parte porque me había saturado (yo era wenderófilo desde la primera hora, ¡estudié alemán durante cinco años por su culpa!), y en parte porque intuí que después de esa película le iba a resultar difícil encontrar una historia tan conmovedora. El cielo sobre Berlín se consagró como una summa de sus obsesiones, y el tiempo la convirtió en una suerte de non plus ultra: nunca más pudo aproximarse a los niveles de excelencia de entonces.

Don’t Come Knocking es más que mala: el adjetivo más preciso sería abisal. Los puntos en común con París, Texas (las características de la historia, el guión de Sam Shepard, la música de T-Bone Burnett emulando a Ry Cooder) no hacen más que traer a la mente aquella frase según la cual lo que se vive primero como tragedia retorna como farsa. El mismo Wenders trató de atajarse, diciendo que además de ser una historia familiar y una road movie (dos constantes de su cine, advertirán), Don’t Come Knocking era una farsa. Lo triste es que Wenders hablaba de un género, y que su definición terminó pendiendo sobre el resultado como una profecía autocumplida. (Dicho sea de paso, ¿no les parece, como a mí, que Sam Shepard es el peor actor del mundo?)

Más allá de la película, lo que me intrigó fue mi respuesta emocional. No se trataba de la simple frustración que se sufre ante un film olvidable, sino de algo más profundo: la decepción que experimentamos al comprender que nuestro padre no era el ser invulnerable y glorioso a quien idolatrábamos. Aquellos que son adultos conocen bien el proceso. El ídolo se desmorona, uno pone distancia y con el tiempo reevalúa su experiencia, sopesándolo todo. No puedo decir que Wenders me haya engañado, en tanto los padres de su ficción siempre fueron un fracaso. El Travis de París, Texas regresa de su exilio autoimpuesto tan sólo para rehacer el vínculo entre su pequeño hijo y su ex mujer, y al fin vuelve a irse. El Howard Spence de Don’t Come Knocking descubre que tiene dos hijos de madres distintas que ni siquiera se conocen entre sí, irrumpe en sus vidas y vuelve a desaparecer, dejándolos en su mutua compañía. Son seres patéticos y egoístas hasta la exasperación, y conscientes de ello concluyen que el mejor bien que pueden hacer es desaparecer: regresan a su existencia solipsista.

Entonces volví a ver El cielo sobre Berlín y recordé que nunca es justo juzgar a un padre por lo que hace o deja de hacer en su ocaso, o por el momento más bajo de sus vidas. (La crítica que Michiko Kakutani publicó ayer destrozando Everyman, la nueva novela de Philip Roth, pecó de esta crueldad innecesaria.) Cuando existió amor, y cuando un padre dejó una marca positiva en nuestra existencia, uno debe juzgarlo de acuerdo a las alturas que alcanzó aunque más no fuese ocasionalmente; y modelarse de acuerdo a esa imagen sin dejar de estarle agradecido. Porque la rueda gira y con el tiempo nosotros mismos nos convertimos en padres: carnales, artísticos, espirituales, y desde entonces no nos asiste otra esperanza que la de obtener la benevolencia de los que nos sucederán.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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